Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

Al infierno por deseo

A este bar acostumbro a llegar entre las seis y treinta y siete de la noche, momento en el que salgo del trabajo. No sé por qué pero tengo cierta afinidad a la oscuridad de los jueves; siento que las chicas notan un poco mi presencia, y de vez en cuando, converso con alguna de ellas sobre sus desamores y añoranzas. No soy un don juan, soy seco y desatento, me gusta ser pasivo, aunque a veces desearía tener la oportunidad de revolcarme entre sabanas y lamer las grandes tetas de esas diosas de bares proxenetas que tristemente llaman “putas”.

Con seis cervezas corriendo entre mi sangre una chica pelirroja se me acercó; tenía una copa con margarita en su mano derecha, las sombras de sus ojos regadas alrededor de su cara, sus labios sin lápiz y su mano izquierda totalmente libre para mí. Le ofrecí cigarros; ella con cara de desprecio me miraba de arriba a abajo, de inmediato volteó y llamó al cantinero, pidió otro margarita, supuse que no le gustaba fumar.

–A veces se vuelve necesario el cariño de personas no tan sensuales e intensas como las que acostumbras. – Le dije mientras mi mano posaba en su pierna izquierda.

–Por lo general esas personas deben ser treinta o cuarenta años menores que usted, ¡Señor! –Respondió…

– ¿Quién le puso edad a las buenas caricias? – le pregunté. – ¿Quién puede ser tan tonto para decir que a los 50 ya no se marcan los dedos en el alma?

Se reía, era una risa agonizante, lo notaba. Sólo movía su cabeza diciéndome “No”, como pensando; “Esto no me puede estar pasando”, tomó un trago y me dijo:

–Hablas mucho. ¿Eres principiante en esto?

Tome mi cerveza, me paré de la silla y antes de retirarme le dije:

–Sólo esperaba entenderte

Salía del bar, un hombre al lado de la puerta me pidió dinero, le contesté que no tenía monedas, no respondió nada, miró hacia otro lado. Camino a casa me quede pensando en él, en que estaría pasando por su cabeza en ese momento, tal vez… “Para putas sí tienes perro” o “Hasta que horas tendré que estar aquí para conseguirme unos pesos”. No le di porque podría ser para alimentar su drogadicción, por lo general, en lo primero que piensan no es en comprar un pan.

Luego de caminar tres cuadras llegué al “Parque del Periodista” un lugar frecuentado por artistas, escritores, drogadictos y alcohólicos, como dicen algunos, un espacio para el arte en su máxima expresión. Algunos tienen miedo de pasar o de quedarse allí, entre los comentarios de las gentes se dice que es un “Robadero” ya que hay personas fumando marihuana, borrachos, periqueros y demás seres comunes en esta sociedad. Yo por el contrario; amo estar aquí, escuchando historias, pasado de tragos, seduciendo al centro desde sus esquinas más bohemias. Justo cuando pasaba por el parque tres policías agredían a dos adolescentes que estaban drogados porque se negaban a entregar sus suministros.

Cogí un taxi. El conductor me preguntaba sobre mi noche y empezaba a contar una historia sobre un colega suyo (taxista), que tuvo la desgracia de quedarse dormido al volante a las cinco de la mañana, lo que propició que se chocara con un árbol y muriera. Pero yo, pesaroso y un poco vasto de tragos; alucinaba con sus piernas, al menos treinta segundos tuve mi mano acariciándolas y ya mi cuerpo sentía el rocío suculento de la excitación. Sólo pensaba en volver el día siguiente, no sabría qué decirle, cómo acercarme, pero quería verla, mirarla a los ojos, los dos necesitábamos de algo más que sexo.

Decidido y con la noche sombría del viernes cayendo en el centro de la ciudad; Me atreví a ir a ese bar con la convicción de magrear su cuerpo, de darme el derecho de desnudarme sobre ella, de entonar el vals más fulgente del amor y de rellenar el vacío abyecto de las caricias.

Me senté en el mismo lugar, pedí el mismo trago, prendí un cigarrillo, me puse angustioso. Llevaba dos horas allí, no la veía. ¿Cómo preguntar por ella, si nunca supe su nombre? Pensé. Le conté al cantinero sobre ella, hablé un poco de sus rasgos, cabello corto color rojo, ojos café claros, delgada, senos pequeños, tatuaje de diosa china en su pierna derecha, labios rojos, y la piel más suave y llana que haya tocado alguna vez. Después de pensarlo unos minutos la recordó. Me dijo que horas antes lo llamó para avisarle que ese día no iría por causa de una fuerte gripa. Tomé la última copa, triste y malevo, salí del lugar. Delatado por la expresión de mis ojos, inmediatamente aborde un taxi para llegar a mi hogar.

Yo no sé si en verdad la necesitaba. No era digna de confiar; poco cordial, sigilosa, con una mirada hambrienta. Cuando la vi, su olor se posaba en todo el lugar, era simple, deliciosa. En cambio yo, un bohemio, sediento de ocio, un absurdo y demencial ardiente. Ella era radiante, yo tan efímero, ella empedernida de odio, yo queriendo volar. Me avergonzaba ese amor por ella.

Volví el próximo jueves con la ilusión de verla, le pregunto al barman, su respuesta: “Desde esa noche, no sé nada de ella”. Yo no quería casarme con ella, no quería tener hijos y criarlos a su lado. Buscaba sentirla, internarme en el infierno turbio ocultado entre sus piernas, el deseo ilícito por sus gemidos, sentir ese maravilloso último mandamiento olvidado por Dios: “Gozarás el cuerpo”. Esa noche no quise tomar un trago, no quise fumarme un cigarro, no quise deleitarme. Quería romper mis brazos, desmeritar la piel, suicidar el alma. Todo me fastidiaba allí, hasta las putas, el hedor a sexo, el aceite en sus nalgas.

Pasaron tres meses, ya no bebía, menos frecuente el humo en mi boca, dos veces a la semana la masturbación. La pasaba mirando culos de escuela, iba a misa y escuchaba a las viejitas confesarse en la iglesia, no me deslumbraba el mundo, no me apasionaba seducirme escribiéndole a las prostitutas, todo era tenue, salía lo necesario, me postraba en el balcón de mi casa, las luces de las calles se apagaban.

En un sábado de sobriedad y desespero fui a buscar un bar para lograr distraerme y así calmar esa agonía que venía teniendo desde hace cinco meses. Desde que ella no está. Había tomado seis cervezas, tenía una cara angustiada, mi cabeza agachada, las putas con sonrisas fingidas sentadas en las piernas de hombres tórridos, tetas colgando en la barra, mis reminiscencias en lágrimas. Ya eran las dos de la mañana, ebrio y agotado pedí la cuenta, se acercó una chica, cabello largo color negro, unas piernas fulminantes, ojos rasgados y piel llana. Le ofrecí un cigarro.

Empezamos de nuevo.

Yorkeen

Foto: Helmut Newton

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