Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

COYUNTURALMENTE CÓMPLICE CON UN OFICIO MILENARIO

PALABRAS BAJO HERIDA

 

Para Paloma Marín,

esa herida que sabe escuchar.

 

Sólo la herida

habla con su propia palabra.

Ananda Tafur

 

 

El hombre sabio confirma que una vida entera no basta para poder extinguir la herida del nacimiento. Esto no quiere decir que deba sentirse abatido. Al contrario, la búsqueda es una sana alegría del pensamiento herido.

 

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Un maestro escucha a los sabios, no a los eruditos. Sabe lo que sabe y sabe también que no sabe lo que no sabe, como en Oriente. Tiene presente el aforismo de Wittgenstein que reza así: “de lo que no se sabe, lo mejor es callar”.

 

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Un hombre sabio no se burla de la ignorancia de los demás, si bien esto no lo obliga a dejar atrás la ironía que despierta. Es amplio de miras y acepta que la comunicación reposa en el comprender. Y sabe además, “que la risa es un atajo para salir del mundo”.

 

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Un hombre sabio es un peligro para las manos que controlan el teatro de las marionetas. Despierta y no vuelve a dormir. Y va al mercado para ver todas las cosas que no necesita, mientras observa las moscas que van tras su miel para reconocer el zumbido de su hambre.

 

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Un maestro ama su decisión de mostrar el mundo y enviar a los otros hacia las montañas del saber. Lleva su práctica con un sentimiento alegre y con una claridad: estar al corriente de que “el mundo se mueve con verdades frágiles y mentiras útiles”. En esto es honesto.

 

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La persona que se acerca a la sabiduría no repite enseñanzas, sino con la condición de ampliarlas y crearlas de nuevo, las saca de su fijeza. Acude a la tradición, pero la examina y la transforma si su saber ya no aporta para las decisiones de la vida en el momento que se encuentra. La moviliza.

 

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Un maestro se obliga a agotar la vida en la vida y no cae en la trampa de moralizar lo que no entiende. Aprende a pasar de largo. Antagoniza sólo consigo mismo y busca su luz sin apagar las demás. Y al ejercitar el pensamiento crítico, sabe que la pelea es con las ideas y no con los otros.

 

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La persona que pretenda enseñar, ofrecerá señales a los demás, se dirigirá a ellos con preguntas comunes hasta lograr que realicen sus propias preguntas y puedan propiciar sus propias respuestas. Esto es, conformar una personal manera de ver el mundo. ¿De qué otra manera llegar a ser lo que uno en verdad es?

 

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Un maestro busca la pluralidad de los eventos y su comprensión, pone en problemas a quienes lo visitan y les muestra la importancia de la lectura, la escritura y el diálogo. Si lo que buscan son “fórmulas” para vivir, les dirá que no hay un manual para tal caso. Que vivir se aprende viviendo. Y buen viento.

 

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Un maestro no “refuerza” lo que ya saben los demás, sino que los induce a investigar y a realizar una búsqueda que no niega las hondonadas -a las que de todos modos hay que arrojarse- para lograr un manejo apropiado de la respiración. Hay que bucear en las profundidades del conocimiento sin temor a quedarse sin aire.

 

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Un maestro no dicta lo que otros han pensado, sino por el interés de comprensión y rumia para luego hablar de sus propias visiones del mundo. Digamos que a manera de contrastación o vínculo argumentativo. Además, su búsqueda es acompañar efectiva y afectivamente a sus cohabitantes y enviarlos hacia sí mismos, un acto amoroso sin tacha.

 

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Un maestro sabe que la principal búsqueda de los seres humanos, es la felicidad. Por eso los conjura a que, en muchas ocasiones, “no deben esperar a que las cosas se hagan como desean, sino que deben quererlas como ellas se hacen”, pues, de otro modo, sólo habrá frustración y sufrimiento ante la “incapacidad” por lograr el sueño que de antemano los puso en marcha.

 

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Por más perfumes extranjeros que uses, hay un olor que no te abandonará. El tuyo. Acostúmbrate a él, no sea que algún día quieras abandonarlo con el pretexto de aromas más dulces al otro lado de la vida. Recuerda el fuerte hedor que alejará a los demás mientras te pudres. El hombre sabio, reconoce que la nariz es importante para detectar la sana y fresca sabiduría.

 

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Un hombre sabio sabe que su único rebaño son sus pensamientos, y aprende a ver y a oír en inmediaciones de lo que se oculta a punto del naufragio. Esto es, cuando evidencia la existencia que es más que un concepto. Se arroja entonces sin temor, aunque carezca de salvavidas para su travesía. Esta es una enseñanza de vida, no de los libros donde la verdad juega a las escondidas.

 

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Esa persona que quiere practicar en el mundo de la sabiduría la mutua ayuda y enseñarla -convertirse en un maestro- se cuida del adoctrinamiento porque sabe que los seguidores anulan el paso de la propia voluntad. ¿Si el pájaro presta las alas a los demás, así sea por un momento, con qué volará? La ayuda consistirá en que el vuelo pueda ser una experiencia realmente personal y por los propios medios. Aunque nos dirijamos al mismo lugar.

 

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Un maestro suele confrontar, no con el poder, sino con el amor. Estimula, seduce con la serenidad de una experiencia respetuosa, no con el terror y la necesidad idiota de sembrar el miedo. Nos anima a entrar en el mar del conocimiento sabio y se establece como faro que ilumina nuestra navegación. Ofrece tierra a la vista. Pero nos aclara que no siempre habrá un barco que nos lleve, un capitán que lo guíe y que, en la gran mayoría de ocasiones, se debe nadar solo y a la deriva.

 

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Mientras más te acerques a aquellos mundos que no son tuyos y no podrás comprender a pesar de tu esfuerzo, más te alejarás del mundo que eres tú mismo. Y perderás la posibilidad de enseñarlo a otros. Para ser un maestro, debe uno que hundirse en sí mismo y aceptar que la vida es la que dicta las enseñanzas. De todos modos, maestro y aprendiz, casi siempre son uno. Y una sola pregunta, una sola y buena pregunta, es el motivo para iniciar una serie inagotable de respuestas.

 

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Un hombre sabio suele repetir palabras ya dadas, no por incapacidad, sino para propiciar el encuentro de nuevos sentidos al acompañarlas de su propia meditación. Sugiere, además, una búsqueda permanente de otras voces y fuentes -así sean contrarias a las propias- ya que ese ejercicio es vital para no ingresar en dogmatismos y para aprender a dialogar sin juicios previos. Ese será su llamado a la necesaria expansión de las perspectivas, al enriquecimiento de los puntos de fuga para liberar al mundo.

 

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El aprendizaje -llegar a ser sensatos y coherentes con lo que hemos aprendido- según los sabios, se logra desandando. Desandando se encuentra la raíz del problema -cuando se ha creado un problema- y de este modo será más fácil hallar la solución. Un hombre sabio muestra a los demás la importancia de desandar, de desaprender para poder ingresar en nuevas formas de ver el mundo. Deshacer los pasos y abrirse a otros lenguajes para pluralizar el mundo, es una medida necesaria para alcanzar a comprender a nuestros próximos que, al fin de cuentas, son quienes van a nuestro lado.

 

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Un maestro crea al tiempo que exige creaciones de sus próximos. Si no ¿cómo dar validez a sus exigencias? Esto da pie para aclarar que hacer por hacer, conduce a un evidente vacío. Crear, tomado desde el punto de originar, de ofrecer un punto de partida, no se hace sinónimo de hacer, en la medida de su “tener” que hacer “algo”. Por ejemplo: a las palabras petrificadas, hay que darles nuevas formas, hablarlas con ritmos inéditos, articularlas con otro sentido. Pues bien, el maestro en este caso, es un vehículo, es quien enseña, quien da a mostrar aquello que no se ve a simple vista. Es decir, es un poeta. Porque el maestro, al igual que el poeta -si el maestro se sitúa en su acto de crear, incluso de ayudar a criar-, se desliza en la profundidad de la interminable respiración, la hace un acto vivo, vuelve a hilar lo destejido. Nos dona el corazón.

 

Tomado del libro inédito: SUSURROS DEL ÁRBOL INSOMNE

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