Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

El misógino

 

«Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha.»

Andrés Caicedo.

 

Era inevitable: el reflejo de sus propios crespos en el espejo, le traía el sufrible y dramático recuerdo de su aroma exótico.

Ese aroma de leche de coco, que siempre usaba cuando salía con él porque sabía que le gustaba, le parecía la mezcla de dos definiciones: algo cremoso que quedaba en el paladar para relamerse y la penosa costumbre de querer más cuando ya no se acababa.

Pero desde que le terminó a Felipe para iniciar la relación con su mejor amigo, que hecho antes de que ella le terminara ya estaba casi del todo formalizada con él, la veía de un cambio tan brusco y no lograba reconocerla. Un ejemplo era que aquello de lo que tanto renegaba y criticaba, como lo era el uso de las redes sociales, ella era ahora una gran internauta regularmente activa. Y la misma técnica de cuando estaban juntos era ahora reciclada entre ellos. Lo que lo llevó a llegar a esa conclusión fue que notó algunos de los mensajes que se dejaban en redes, vio como ella lo trataba con los mismos apelativos cariñosos que ella le decía a Felipe.

Buscaba la manera de personificarse en los héroes de Alejandro Dumas, Arthur Conan Doyle, Jules Verne, Emilio Salgari, Edgar Rice Burroughs, Dashiell Hammett y demás… aquellos protagonistas tenían ese infaltable valor, invulnerabilidad, y más allá de sus aventuras riesgosas, era esa inquebrantable capacidad de temperamento de hielo frente al amor. Cosa de la que él carecía, cosa que tanto le destrozaba y le afectaba.

Por lo que se trató de refugiar en los relatos de aventura y cuentos de misterio que él mismo escribía pero nadie leía. Detener al chico malo, rescatar a la damisela y salvar el mundo. En eso se resumían los escritos que usaba más por desapegarlo de una realidad solitaria, que por el gusto mismo simplemente de escribir. Se volvió su catalizador de odio. Se vengaba de ellas usándolas como el objeto que eran, un simple elemento de la trama para algo de toque a sus rocambolescas aventuras.

Desde entonces, cuando veía una mujer en la calle, los ojos de él ojos tenían un marcado desprecio por todo lo que el género femenino representaba para él. Porque por unas pagan otras. Cualquier cosa que tal fémina la pasara por el lado, le recordaba ciertas situaciones, algún gesto de ella, y de ellas, aquellas que a la final le dejaron, las que lo repudiaron y a las que ni siquiera pudo llegarles.

Si veía una pareja de novios, su desprecio era el doble, porque él no estaba ahí con ella, porque sabía que cuando llegara la noche no la esperaría con la inusitada incertidumbre de chatear con ella para leerla y resumirle su día, para contarle lo mucho que la pensó, como cuando ella se tropezó en el andén, la primera vez que salieron y el la agarró sin querer de un seno, pero ese gesto fue tan tierno, que ni se les pasó a los dos por la cabeza que la finalidad de tal reflejo tuviera la ofensa de lo morboso.

Se sintió como un Florentino Ariza, cuando Fermina Daza a la final lo repudia porque ya no le pareció atractivo como la primera vez que lo vio en el parquecito cuando él fingía leer, pero solo disimulaba para verla pasar por un par de minutos con su tía cuando iba para el colegio.

Pero al menos Florentino se pudo distraer y/o vengar de sí mismo, por haberse jodido la vida, pudiendo escurrir el jugo sexual de las mujeres con las que se acostó, unas seiscientas veinte mujeres nada más. Él ni siquiera podía llegar a concertar un segundo o tercer encuentro con alguien. Si les revelaba sus intenciones carnales, ellas le respondían con que era demasiado banal, simple e igual a todos los hombres -cosa extraña cuando ellas mismas decían que si lo que querían era también algo del momento, la sinceridad era una de las cualidades por las que se fijaban y hasta ellas mismas se encargarían de llegar al punto álgido el orgasmo casual-, pero eso confirmaba que a la final no era más que pura palabrería femínea para calentar huevos.

Cuando se quedaba callado y prefería esperar un poco en ver como se daban las cosas, ellas terminaban con fastidiarse de él, porque no tomaba la iniciativa, según ellas.

Ni lo uno ni lo otro. A la sazón, optó por un momento en intentar experimentar con alguien de su mismo género. Pero no demoró en descartar la oferta, ya que si era bastante complicado experimentar y tratar de variar una relación con el sexo opuesto, sería mucho más jodido si se hace con el mismo.

Entonces todo le parecía patético, ridículo y sin gracia. A duras penas sonreía.

—Ay, pero por qué tan serio, jovencito… —le decían las señoras buena gente que le esbozaban una sonrisa escurrida pelando dientes de fumadoras o algunos ennegrecidos por la caries.

Felipe solo se limitaba a responder con un tono frío y seco:

—Por culpa de las jovencitas, señora.

Con las pocas que llegó a conocer en un inicio, parecía que empezaba a marchar todo bien, aun cuando ella tenía un novio que no definía como tal ese título y es cuando en la ecuación tan compleja entró Ariadna.

Pero cuando su novio se acostó con una prepago, ella de desbocó en imprecaciones a toda la masculinidad mundial, llamándoles “¡hijueputas los hombres, hijueputas todos ustedes!”.

Felipe entendió al instante que el supuesto interés que Ariadna sentía por él estaba fundamentada con la relación de su fornicador. Y supo que todo a partir de ahí cambiaría para siempre. Y como siempre odiaba tener la razón para esas situaciones, no se equivocó. Los rechazos a lo largo de su existencia le hicieron un lobo con gran olfato, que hasta con solo conocer a una mujer y con cinco minutos de charla, ya podía sospechar si sería correspondido o no. Y no se equivocó. Y cuando acertaba, se iba de lleno contra la corriente y se jodía más. Sólo quería una compañía con quien compartir su soledad, era casi un mendigo pidiendo algo de amor, comprensión y ternura.

Ariadna, en efecto, comenzó a cambiar paulatinamente justificando su distanciamiento dizque porque también tenía cosas que hacer, que estaba ocupada en algunas cosas y más que salir con la culpa de su actitud contradictoria, él regañado terminó siendo él.

Ariadna terminó volviendo con su ex, no sin antes acostarse con otro tipo, que incluso le salió fetichista, dizque para tratar de igualar la condición de su nueva unión con Daniel, una relación abierta. Pero como confirmó que no servía para eso, ella le pidió que solo fuera su relación convencional, a lo que Daniel accedió, misteriosamente sin problemas.

—¿Y entonces por qué no lo hizo conmigo, al menos?

Y ella, como todas dio el discurso aprendido de memoria de todas las chicas que él había intentado cortejar:

—Es que no quería lastimarte.

Entonces sintió odio, más profundo y marcado que como se odia el dedo chiquito del pie cuando se golpea con la punta de la mesa, más odioso que las crispetas saladas, más odioso que morir por un paso en falso cuando estás en el último nivel de Súper Mario, más odio que The Beatles a Yoko Ono. Ariadna se despidió pero él no dijo nada, había tomado su bicicleta y se fue caminando. No volteó a mirar, ¿para qué?, sabía que ella tampoco lo haría.

Su genio cambió, su mirada se endureció, y con las constantes palabras de ellas martilleando su memoria, se determinó a odiar a las mujeres, en no molestarse en buscarlas, no se emocionó ni se preocupó si le llegaban, porque nunca le llegaban; escuetamente al verlas en las calles, las confundía con el color de las paredes, con el insípido tono del pavimento o la mierda de perro.

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