Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

Hollywood y Medellín. Las listas negras. Los poderes ocultos.

Acabo de ver Trumbo, una película sobre la historia de Dalton Trumbo, guionista de Estados Unidos, ganador de 2 Óscar con nombres diferentes pues, por ser comunista, hizo parte durante años de la Lista Negra de Artistas, hecha por el Comité de Defensa Estadounidense.

Esta película, bellísima, me hizo pensar en Medellín. En artistas y escritores y líderes sociales de Medellín que han sido estigmatizados, excluidos o asesinados. Y sigue pasando.

Pienso en Gonzalo Arango y su grupo de escritores nadaístas, encarcelados en 1959 en la cárcel La Ladera por sabotear el Congreso de Escritores Católicos. En Félix Ángel, pintor y escritor, exiliado hace 35 años porque el contexto de este valle lo excluía por su homosexualidad y por su activismo, y a quien en el hoy Museo de Antioquia (antes Museo de Zea) le descolgaron una exposición porque era un canto al erotismo.

Pienso en Alberto Aguirre, defenestrado de muchos espacios por escribir lo que escribía y por la manera brillante de escribirlo, sin concesiones, sin eso que hoy se da en llamar “lo políticamente correcto”: Alberto fue siempre éticamente correcto y con eso le bastaba. Hoy los estudiantes de periodismo ni lo conocen, y solo hace un par de años murió.

Pienso en Débora Arango, censurada, eliminada durante años de la vida de la ciudad por atreverse a enfrentar a la iglesia desde sus pinturas: o mejor: por sus pinturas, la iglesia católica la enfrentó y la censuró, y por esas posiciones de la iglesia fue apartada por una buena parte de la sociedad de esta Medellín siempre conservadora y pacata.

Pienso en Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, médicos y humanistas liberales, asesinados en agosto de 1987 por dirigir el Comité de Derechos Humanos. Y en Luis Felipe Vélez, asesinado un par de días antes a ellos, por dirigir el sindicato de maestros de Antioquia. Y en Luis Fernando Vélez, abogado conservador, asesinado a los 3 meses de esos otros asesinatos, por reemplazar a Abad en la dirección del Comité de Derechos Humanos. Y en Jesús María Valle, asesinado en 1998 por investigar y denunciar nexos de militares con narcotraficantes. Y en Gabriel Jaime Santamaría, diputado de la Asamblea de Antioquia, asesinado en 1989 por ser uno de los dirigentes de la Unión Patriótica, partido político de izquierda al que durante 15 años le asesinaron en todo el país a más de 3.500 militantes, entre ellos a sus 2 candidatos a la presidencia, a 11 alcaldes y a 70 concejales.

Pienso en los rockeros y raperos asesinados en los últimos 10 años: en Jonathan Bertel, de Toke de Salida, en Castilla. En Kolacho, de C-15, en el barrio Eduardo Santos. En Yhiel, asesinado en el barrio Antonio Nariño. En El Duke, asesinado en el barrio la Torre. En Morocho, en el barrio Guadarrama, y en Luis Felipe y Geovanny Fernández, y en Juan David Monsalve, y en Andrés Medina, de Son Batá, quien media hora antes de ser baleado (“por error”, dijeron sus asesinos en el funeral) le había dicho a su mamá: “hoy nos va a cambiar la vida, cucha; hoy viene la ministra de cultura a ver lo que hacemos por la transformación de este barrio”.

Pienso en Juan David Quintana, bibliotecario de la Biblioteca España y líder comunitario, asesinado en 2015 después de denunciar a un rector de un colegio público del barrio 12 de Octubre por abuso físico y sicológico a sus estudiantes. Y en los cientos de líderes que por serlo han sido asesinados en esta dura ciudad y en Colombia: 117 en el 2016. Y desde la firma del Acuerdo para una Paz Estable y Duradera ya van más de 17 líderes .

La eliminación física ha sido práctica constante en Medellín, en Antioquia: se mata a quien piensa diferente, a quien actúa diferente, a quien se viste o se peina diferente, a quien tiene una orientación sexual diferente.

Pero esa eliminación no es solo física: se excluye, se aparta, se elimina socialmente, se persigue, se amenaza, por las mismas razones.

Hace un año, la Alcaldía de Medellín sacó de la dirección del Museo Casa de la Memoria a Lucía González, quien venía haciendo allí una impecable labor de construcción de ciudadanía desde un trabajo de profundo respeto por las víctimas de todas nuestras violencias. Su salida (su eliminación) pasó fácil, sin mucha bulla, porque se hizo en un cambio de alcalde y aún se asume que un alcalde nuevo debe llegar a hacer esos cambios. Pusieron allí a una persona que, independientemente de sus méritos propios, llegó por ser la hermana del director de campaña del alcalde y actual director del Instituto de Deportes y Recreación.

A fines de 2016 también se quiso eliminar (apartar, sacar) a quien puede ser uno de los gestores culturales de mayor trascendencia e incidencia hoy en Medellín y en el país, Sergio Restrepo, director del teatro Pablo Tobón Uribe, un teatro que venía en franco deterioro físico y cultural, y que con la dirección de Sergio se ha convertido en un gran referente en esa tarea de construirnos como nueva sociedad desde y con la cultura. Difícil pensar hoy a Medellín sin el Pablo Tobón Uribe, difícil pensar al centro sin la acción diaria de este teatro, difícil pensar este teatro hoy sin Sergio y su equipo actual, un grupo de gente honesta, políticamente incorrectos, éticamente correctos, honestos, sanos, de comportamiento abierto siempre, sin actuaciones subrepticias ni oscuras como acostumbran tantos en esta sociedad. El intento por sacarlo fue incomprensible para muchos, que vemos en este espacio cultural el mejor motor hoy para la reflexión de grandes temas de ciudad y para la construcción de una nueva ciudadanía. O, tal vez, será por eso mismo que hubo intentos de sacarlo de la dirección. ¿A quién en el poder estaría incomodando el teatro? ¿A qué funcionario de la alcaldía o de la gobernación, temporalmente en el poder –como todos los poderosos, que son temporales por fortuna- le estaría estorbando Sergio en la dirección del Pablo Tobón? Su salida no se produjo porque hubo una gran reacción ciudadana, con manifestaciones físicas y virtuales, y la comunidad aplaudió entonces que la Junta Directiva del Teatro Pablo Tobón Uribe deshiciera la reunión en la que se presumía que se iba a producir la decisión de sacar a Sergio. Pero hubo la intención de sacarlo y eso es lo grave: que algunos sigan pensando en esta ciudad, desde el poder político o económico, que la ciudad es solo para quienes actúan según sus propios códigos e intereses, y que se siga persiguiendo física o ideológica o sicológicamente, y siempre de manera oscura, lo que obedece a otra lógica, a otras formas de concebir y construir y transformar esta ciudad, esta sociedad.

Pienso en lo que ayer mismo me dijo un grafitero: supo que un comerciante de El Poblado dijo hace poco que ellos iban a mandar a matar un grafitero para darle una lección a todos los que han rayado sus paredes.

En fin. Hoy ví a Trumbo, que recomiendo. Una buena película sobre Hollywood. Y me llevó a pensar en la Medellín de todo un siglo y de hoy, de este 2017.

No más listas negras, ni más decisiones oscuras, mafiosas, orquestadas desde los despachos oficiales o desde los centros del poder económico de esta ciudad. Para que los Gonzalo Arango y los Alberto Aguirre sean lectura cotidiana; para que las obras de los Félix Ángel y las Débora Arango no sean descolgadas de los museos. Para que los raperos y grafiteros sigan escribiendo sus protestas y propuestas. Para que quienes han sido puestos en todas las listas negras de Medellín puedan seguir transformando desde los espacios culturales. Para que, como dicen al final de Trumbo, no abramos más heridas en este país, polarizando, sino que todos contribuyamos a cerrar heridas y a generar hechos de civilidad que nos permitan avanzar juntos en este necesario camino de cambiarnos no solo de piel sino de alma.

Jorge Melguizo – Domingo 19 de febrero de 2017.

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