Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

La necesidad de la costumbre

 

Escrito por Jheison Ríos Serna

 

–  ¿Por hablar?… mmm… quince mil y media hora no más.

Ese es el negocio con Juana*, una mujer rubia con un maquillaje pulido, que la hace ver mayor, también podría llamarse María o Mariana, todo varía dependiendo de su humor.  Empezó cuando tenía 18 y está casi por cumplir los 23, “era igual que ahora, eso sí, mucho menos trocita y con menos piernas”. Era necesidad al principio: comida, renta y sustento. Volvió a su casa y siguió, por la costumbre, algo muy parecido al placer.

“La noche es un buen horario, los policías no joden y uno trabaja mejor”, afirma mientras termina de tomarse un tinto y fumarse un Green Light. El instinto de atracción de su oficio tiene lugar en una esquina donde le queda fácil visualizar los transeúntes; comienza por la mirada y después la conversa, de ahí todo depende del cliente. La cuestión con ella es de 30 mil pesos la hora; una noche matemáticamente alcanza para aportar en la casa, pasajes, y lo que queda para darse unos cuantos gustos, para esto le toca lidiar con gente de mala sazón: viejos morbosos, borrachos pestilentes, incluso personajes sin bañarse.

Y ella acepta eso.

Empieza tipo 10 de la noche y termina más o menos a las 9 de la mañana, aunque lleva dos meses yéndose más temprano, debido a que el tiempo cambia todo y no hay nada que se escape de esta ley. Quiere un trabajo estable, aunque no tiene bachillerato, donde tenga EPS, pensión y un pago fijo, “uno porque no tiene la necesidad de muchas, porque la cuestión ya está muy caída,  está muy dura la situación”.

Dice Juana, una miembro más del gremio de mujeres que trabaja con su cuerpo por necesidad o placer, ubicadas alrededor de la Iglesia de La Veracruz. Aunque antes de 2009 también trabajaban en el interior “de la casa de Dios; pero las cosas cambiaron”, afirma el cura Miguel Ángel, uno de los párrocos de esta iglesia.

A finales del siglo pasado y comienzos de este, la ciudad trasladó su vida política a La Alpujarra, y la Veracruz cambiaría su lógica, menos la iglesia, que continuaría siendo lo que en su principio fue; estos cambios, en su mayoría gubernamentales,  volvieron a ubicar los problemas de los que nadie se responsabiliza en la avenida Carabobo con calle 51 y carrera 53.

Alrededor de la anteriormente llamada La ermita de los forasteros, se integra otra ciudad, al ambiente lo rodea el rebusque de estar vivo; todos se están ganando la vida, pidiendo sentados en la acera, vendiendo tintos o vendiendo cachivaches, en fin, buscando el sustento. La Iglesia de La Veracruz, antes del 2009 era una congregación de ese rebusque, hasta que el cura Miguel Ángel Gonzáles Cano, vicario cooperador de la parroquia hace 7 años, llegó.  “la cosa cambió, todo ya es distinto, la presencia y el respeto que uno da se refleja en el respeto que acogieron con la iglesia”.

Habla rápido y le gusta el tinto, también tocar el piano; se ha ido dando cuenta, con el tiempo que lleva en la zona, que el alba que utiliza en la eucaristía le da un poder en la palabra, ejercido más de dos días en la semana, “un poder de cuidado”. Un cura cercano a la gente, sale al atrio para hablar con quien “esté por ahí”; él sabe que pocas cambiarán de forma de vida, pero su misión es hacerles saber que hay alguien en la iglesia, con quien pueden conversar un rato.

Después de 2000, de puertas hacia afuera de la iglesia, el comercio cambió, de bares en su mayor parte,  a panaderías o papelerías, el transeúnte también se remodeló y la interacción también cambió de forma. Con ciertas excepciones, llenas con aire de costumbre.

Don Edilberto Álvarez, hace 30 años vende periódicos en el mismo punto, en una esquina, a una cuadra del atrio de la iglesia.

Se levanta a las 5:30 a.m. para poder abrir a las 7 30. Vive en San Javier y se transporta en metro, vende El Espectador, la revista Semana, El Tiempo, aunque “el que más se vende es el Q Hubo, por barato”. Empezó a vender por accidente, unos días le colaboró a un amigo que fue el primer dueño, y a la par, su amigo se enfermó; siguió colaborándole y poco a poco fue cogiendo confianza y cuando menos, ya llevaba años.

No almuerza, es una rutina que cumple a raya, argumentada por el tiempo, también por un buen desayuno y una buena comida.

Vive con su esposa, tiene dos hijos ya mayores que le colaboran, “ahora como está la cosa, para mantener familia no le da a uno”, afirma con resignación mientras cobra un pedido a uno de los pocos clientes fijos que tiene. El negocio con la tecnología y la pérdida de cultura, ha rebajado los ingresos más del 50%. Sin embargo está ahí, tratando con sus compradores y sus encargos diarios, medio conoce los tenderos de la zona y como no, la compañera de enfrente, la de los tintos.

Cada vez que ve a un ladrón, cogiéndole una revista o algún periódico, no lo acorrala a golpes contra la pared o lo amedrenta hasta más no poder, solo le toca el hombro y le trata, “porque no se le roba a un pobre”.

Don Edilberto, vio la inauguración del Museo, le tocó parte del traslado de la Gobernación, situación que le gustó porque “los políticos eran malos clientes”, también presenció la transformación del transporte y el desvío de los buses; “uno respira un aire muy distinto”.

Cierra a las 5: 30 de la tarde, un horario que cuida como a un capricho. Le han tocado los cambios encima de otros cambios; pareciera que el tiempo para don Edilberto se detuvo y avanzó en una esquina. Ahora más que por trabajar es más  por estar, “por seguir dando brega, insistiendo hasta donde se pueda”.

Al lado derecho de la esquina donde don Edilberto vende, están las gordas de Botero, regadas por toda la plaza, a todo el frente del Museo de Antioquia, nombre dado al lugar por Fernando Botero, a cambio de una donación que hizo; información tomada de la Revista de los parques de Universo Centro. Pueden haber muy mal contados, 400 vendedores ambulantes, entre fotógrafos, minuteros, chécheres, báscula para el peso y otros… Personas dispuestas al turismo, a atender la visita.

Don Gabriel Ángel Marín Muñoz lleva 29 años vendiendo dulces y cigarrillos en la zona, tiene 80. Antes tuvo dos puestos de venta, el primero lo dejó debido a la muerte de su esposa, Esperanza Franco, y el segundo, donde vendía Bonice lo dejó antes de que lo despidieran.

Es bajo de estatura y su cabellera llena de canas la tapa una boina beise, evitando los rayos del sol para que la cicatriz que tiene al lado izquierdo de la cabeza no le fastidie tanto la vida.

Aunque cada mes recibe 150 mil pesos, como  ayuda a los adultos de la tercera edad, se levanta a las 5 de la mañana y más o menos a las 8 ya está en la plaza, tomándose un tinto y hablando con la gente. No tiene un puesto fijo, vende en una coca de plástico y anda con un radio oyendo noticias.

Tres  mentas por 200 pesos, una caja de Chiclets a 300, cigarrillos de 150  hasta 250 pesos, “no se vende mucho la mercancía, pero tampoco se pierde”.

Don Gabriel, tampoco lo hace por sustento. El hijo mayor de cuatro que tiene, ayuda en la casa, en Belencito Corazón, donde solo viven ellos dos. La razón de vender es que desde que era muy niño su padre en su pueblo, le enseñó a jornalear y a trabajar, ganarse la vida en pocas palabras. “Hay que exprimir la fuerzas hasta que no más, Dios le va dando el valor a uno; y puede que mañana me lleve, pero mientras, sigo jodiendo por ahí”.

Él no conoce a Juana, ni tampoco a don Edilberto y puede que no crucen sus caminos. Sin embargo, han hecho de un lugar su círculo de confort, 24 horas al día multiplicadas por los 365 días del año serían 8.760 horas, donde en su mayoría están dedicadas a dos cuadras o un parque, practicando el oficio de vivir, hablando, moviéndose, buscando que hacer, sintiéndose vivos.

 

* Nombre modificado a petición de la entrevistada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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