Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

LUCIFER EL HERMOSO

Para Pedro Arturo y Lucía Estrada

 

Primero habría que saludar, los días son pocos para nosotros, para cada uno de nosotros entregados a la laberíntica voz de la fiesta.

 

Caminando desnudos de luna en luna, hurgando las casas donde habitan los fantasmas, las sombras que andan por ahí dando tumbos entre las máscaras que retardan la ira, la cobardía, el asco, el suplicio, el espanto de ser el mismo rostro escondido, la misma mirada gangrenada sin ningún otro fondo que el soberano hedor de la tumba.

 

Se masturba la voz de la fiesta, agota sus blasfemias mientras ve cómo se pudren los pájaros en el cielo. Se masturba la voz de la fiesta, enciende sus flemas mientras las bestias se encabritan y bailan alrededor de la hoguera, alucinadas después de rozar el falo de Dios.

 

Primero habría que saludar, no sea que se encolericen las doncellas y los mancebos; no sea que nos escupan el culo y nos maceren los sesos.

 

Bienvenidos sean pues, comienza la orgía, la calamidad que transgrede la razón de lo cotidiano. Bienvenidos sean al apocalíptico ajuste de cuentas con los días que han dejado de vivir, aquí todo será alivio calcinante, hielo conducido de la lengua al sexo que cubren sus culpas. No faltará quien se ahorque con su escapulario; quien incendie su ángel guardián con la antorcha de los desesperados.

 

Bienvenidos sean, pueden entrar, a ustedes los he llamado en nombre de lo inaudito, en nombre del horror, reyezuelos macabros, para que dejen salir al demonio que habita sus cuerpos; para que se resista y se ofrezca; para que se oculte y se evidencie; para que los torture de formas diferentes, definitivamente, enardecidamente desgarrando en la noche la voz de la fiesta, la voz del crimen.

 

Morirán conmigo en esta ceremonia y no de otra manera. Quiero decir que sólo tendrán los días que les ofrezco, los que poco a poco los sublevan. Suban conmigo al corcel negro de la dicha, conduzcan sus carrozas al gran momento del exterminio, dirijan sus cuerpos al baile de la media noche. Algún grito avisará la puerta, desnudos en el amor exigido para cada uno de los que se reconozca en el abismo y en el tejido que anuncia el imperio del naufragio.

 

Rompan las tablas y las leyes y los credos, envíenlos a su sitio como el poeta pregonó. Gustoso ante ustedes me presento: soy el ángel caído, Lucifer el Hermoso, y pronto me van a ver al lado de mi Señor. Porque es justo y se cumple la hora, porque diré que he vuelto a las ánforas de la miel y al baño de la leche que restituye la sangre de los vencidos. Por ahora gocemos juntos esta renovación, agitemos el escarnio y liberemos la sutileza.

 

Bienvenidos, entren al mercado del tiempo, a la guerra que afila el viaje, al juego de los huesos robados, al sobresalto, al rosario calcinado en las manos seniles que adoran las letanías.

 

Ahora estamos juntos para retar a la muerte, el juicio de Dios que llega escondido en la llaga de los santos que partieron a la locura después de sacrificar su rosa y su espada. La luz de un astro girará en las entrañas de la tierra mientras amanece y nos saludan las sucias y los bastardos que han huido de las cacerías que han amontonado los siglos.

 

Gime la eternidad en las manos que amasan el pan y lo convierten en piedra. Duele la brújula ebria en la sien de los transeúntes que se dirigen hacia el silencio. Se inaugura la palpitación de la danza donde se debilita el compromiso con la pesadilla que el oro supuso en los corazones.

 

Que se pierdan los amantes y copulen sin temor en la tierra y en el mar, y que el alarido de un nacimiento asombre a las perdidas criaturas de los desiertos. Que se abran las compuertas, que se nutran los hijos de los hijos de la descendencia del trueno y que el caos engendre en su flor blanca el llanto de las cabezas extraviadas.

 

Yo soy el azufre cantando sus decretos, el escorpión y la venérea, el último becerro. Atiendan a mi voz que es la voz de la fiesta: al final nadie podrá ser el mismo, nadie podrá amar al mismo que amaba cuando cansado ponía sus ojos en el espejo.

 

Soy un ángel terrible, ironía crecida de los cielos. Mi sangre es el infatigable delirio de las naciones, mi bilis es la canción del amonestado. Me sigue quien a sí mismo se ignora, y como amo y señor lo estrangulo y le clavo agujas en el vientre. Acompaño al insomne hasta que se topa con el río; hasta que su mansedumbre se erige como la montaña.

 

Mi medida son los volcanes que eructan lava que incendia poblados inmensos; mi estatura es el tornado inmortal que arrasa, el sonido brutal de la tormenta. En mi miembro se columpian las once mil vírgenes que son las putas enmascaradas del próximo milenio.

 

En mis manos se inaugura la pesadilla del redentor, su eternidad crecida en los maderos. En mis ojos se vuelca el mundo, en mi lengua se crece el asesinato de la noche fatídica. Soy la amonestación y la cripta, la luz purulenta y el milagro.

 

Soy árbol donde se desgasta la serpiente, brújula maldita que atesoran los decapitados. No todos conocen mi antorcha; pocos ignoran el temor ante mis conquistas; algunos codician mi nombre, por la envidia los veré caer sobre mis pies.

 

Muchos padecen el eco de mi fiebre y disminuyen el paso cuando la locura tiembla en sus cerebros; cuando tropieza con sus corazones amanerados. Soy eco del eco que viene cantando la fiesta, sumatoria irreversible de los días.

 

Gatos y perros, turpiales y palomas, pogos y pregones, todos se acomodan a la letanía rumorosa de mi culto. Los centinelas vacíos de eslabones perdidos retroceden ante mi aliento, el fuego de mi boca les anuncia la jauría. Han venido tontos a incitar mis pactos y han sido fuertemente abofeteados, levantados del polvo y vueltos a él sin devoción.

 

Al fondo de toda acción turbadora una bandada de cuervos cruza y la nombra y mi risa desgasta la cruz que entró en el alma con un látigo, con una cadena y una mordaza. Mírenme como lo que soy: un destino que proclama la fuerza, la paciencia, la creación; un país donde se ejecuta la virginidad de sus hombres, una torre desde donde son arrojadas las jaculatorias que amurallaban a los penitentes cuando apenas gateaban por el universo.

 

Yo convoco a la primavera para que se oxide en la garganta de la infancia; yo despierto la lucha entre mil fuegos cuando las religiones se apoderan de la carnicería; yo comulgo con la calma inmaculada que deja el cuchillo en las venas de la fe.

 

Entren y desorienten la orilla donde crecen las semillas de mi ánimo violento, arrójense a la aventura de su propio infierno, atrévanse y dilapiden la memoria presurosa que alimenta el pensamiento acobardado. Que se ejercite la ofrenda del delirio y de los cuerpos desnudos; que se lance contra la genuflexión el grito de diez mil delfines leprosos en la sed de la bienaventuranza.

 

Liberación, liberación; descubrimiento de la dosis ancestral, nacimiento azaroso de las ciudades, aurora del hombre que escala y distribuye su mirada desde la colina. Yo te nombro liberación, contradicción de la sangre que vibra en el atropello de la descendencia.

 

Si abro mi puño se verán los cadáveres de los dogmas antiguos, algunos respirarán por ellos y creerán que todos son partícipes de la razón impuesta por los siglos. Si saco mi lengua en la punta se enfermará el horizonte que dejaron descrito los antepasados de un mundo irreconocible. Velocidad y esquizofrenia, maniacodepresión y sinsentido, bulbo canceroso de las doctrinas que embaucan la triste moneda de los infantes.

 

Revienta liberación, despide el fuego que juega con la visión escrupulosa de los crepúsculos, con la flecha que me elige cuando se quiere ocultar lo que todos deberían saber, trampa desaforada que se estrella contra las fauces corruptas de los que obnubilan y contraatacan, castración constante de los ritos, bendición clamorosa que se pierde al final de las palabras.

 

Empútate liberación, consigue tu cargamento y avanza hacia tu cima; que se agigante tu estruendo cuando se anude a mi frente el canto sidoso, el suicidio del horizonte; desata la bandera que ondea en la conciencia, relaja la figura que se altera junto a los deshabitados.

 

 

 

NOTA: Este texto fue escrito por solicitud del profesor Miguel Ángel Cañas de la Escuela Popular de Arte, donde el autor laboraba en esos momentos, para las fiestas de la institución en 1997. Aquí se reproduce tal y como fue publicado en sus dos ediciones de julio y septiembre del mismo año.

 

Imagen: Diana Corvux

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