Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

Una ciudad odiada para enamorarse

Y me enamoré.

Me enamoré y mire al amor a su mirada sin ojos como la del mar. Y entendí que esta cabeza es un adorno más y con ella toda nuestra intelectualidad.

¿Para qué las academias si ya no están en los templos? ¿Para qué los intelectuales sin cuerpo?

No había ya lógica para entender el descarnado real amor.

Nos deberíamos enamorar como niños y lo hacemos pero tenemos cerca a un adulto para adelantar mal camino y enseñarnos que no estamos enamorados y complicarlo –como siempre– todo.

A mis cinco niño pensaba que enamorarse era tener con quien bailar –y bailar y bailar– toda la noche. Luego se me olvidó bailar.

Si no persistimos en el enamoramiento desde niños, nos toca luego entenderlo en el destierro.

Y volví a Medellín huyendo del frío de Bogotá –que me permitía ser anónimo– para meterme en el desastre caluroso y sofocante de la ciudad de papá y mamá.

El destierro amoroso es andar por ahí sin cuerpo. Otros destierros son andar sin mundo. Los desterrados –los desheredados– somos peligrosos porque notamos el engaño, se desactiva en nosotros el frágil código que sostiene la realidad.

Uno vive en una ciudad porque sí y una ciudad es la de uno porque el viento nos llevo a ella varias veces. Y había que aprovechar el lienzo lleno de tachones en vez de gastar el tiempo y la energía en salir. No hay donde salir como recuerda un bonito poema de Cavafis.

La ciudad se puede explicar con que “uno es de donde son sus muertos” pero uno escoge sus muertos.

En Medellín he conocido la muerte y esos seres sagrados que la componen. Por eso el único lugar de donde uno es el mejor lugar para el destierro. Ese lugar de donde son sus muertos es el mejor lugar para extrañar.

Que hermoso sabor que tiene esta ciudad, tan amargo y tan alcalino. Tanto amor en la amistad que se presenta como una locura sin altibajos, sin disonancia. Cada tanto aguantamos sólo por los amigos, están en la última hebra antes del desprendimiento final.

Los momentos más felices de la vida no son aquellos libres de dolor, sino aquellos llenos de solemnidad. Cuando la lucidez es un placer por sí mismo no huimos del dolor para alcanzar la felicidad.

Y así fue que a mi regreso a Medellín aprendí el costo de la memoria y de saber por dolor y el derecho al olvido, sobre todo ser olvidado y dejar de recordar aquellos tontos juegos que no queremos entender o aprender a jugar.

Pero con respecto a los ausentes no queremos que se cure nunca el dolor porque ese será el olvido fatal: el que nos deje en una felicidad ajena.

En mi destierro en Medellín aprendí todas mis contradicciones, para estar solo, buscar a alguien, necesitar a alguien, el objetivo anónimo en el otro y el único vehículo de lo colectivo. Aún hoy la vanidad, los resbalones por fuera del anonimato y engañarse a sí mismo siendo lo que no se es.

Un amigo decía hace poco “encargarse de sí mismo” –y ahí una bella clave. No transferir el riesgo de la propia existencia, presencia y viaje en otro pero no andar con la consigna de que no se necesita a nadie. Son necesarios todos para toda las toditas vidas y para algo que estamos buscando –que todavía no entiendo qué es.

También son frágiles nuestros vínculos porque estamos distraídos, nos relegamos a un horario, a un lugar en la agenda lo cual es malo y dañino para los ríos. A los ríos no se les pone citas.

Como nos olvidamos de ser ríos necesitamos cuerdas, pero a veces son hilos de seda hermosos que mantenemos fuertes sólo con nuestro aliento.

Antes o después está el placer y siempre posterior y cuando ya casi no es necesario la redención. Pero teníamos apenas una idea luego de comprobar que la redención –está atravesada por el placer– y se encuentra solo en la intimidad de ese otro, único otro. Retozando.

Dejar de tener cuerpo, diluirse en la noche y volver para encontrarse ya sin reglas en un cuerpo amado, en el olor, en esa sensación de dejar de estar partido –más cercana a la muerte que a la vida.

La temperatura, las texturas, los sabores, los olores del amor.

El cuerpo amado.

Y como todo mar, se desborda hacia todas partes con una voz, con una mirada.

El retozadero final.

Curioso seguir existiendo después, por fuera, pero las diosas saben que hacer con nuestra contradicción.

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