Novela

Carta al lector ZEF de La piel que nos quitaron

Encuentro el motivo vivo, el motivo incandescente para escribir la novela.

Aportamos nuestro dolor, nuestro desgaste, las piezas del rompecabezas de nuestra alma que quedan todas regadas.

Por azar y comicidad (nunca más por heroísmo) contamos con nuestros pies otra historia. Se trata de una historia para arruinar. No porque nos arruina a nosotros, sino al opresor que nunca lee (en verdad nunca lee).

El opresor cree saber el final de todo, su ingenuidad es la de convencerse de que “las cosas son como son”. Aquí va otro final, pero un final cualquiera, un final de todos (débiles al fin, sin heroísmo por fin).

Esta novela pretende estar en desfavor de la ingenuidad endurecida del tirano, del cínico que lo negocia todo o del negociante que lo ironiza todo. Esta novela que se sabe nunca leída por ellos, se hizo  para combatir desde la ficción (otros cinismos, otras ironías) el miedo (mercancía de aquellos poderosos).

 

 

 

 

La piel que nos quitaron

 Por: Soñógrafo

 

A El Contramaestre

 

 

 

 

I

Siempre quedaba algo de espacio en los clasificados que él ordenaba en el periódico para poner los dos mismos mensajes.

“Flaco, ¿dónde estás? Recompensa multimillonaria por el paradero de Jean Paul Utrier”, y abajo el número de su celular.

“Se busca quimera de una sola punta que nos exija la vida”, y abajo un correo que sólo usaba para eso y, por lo tanto, salvo uno que otro spam (o correo no deseado), ahí nunca llegaba nada.

Desde hace un mes no se despega del celular, contesta todos los números desconocidos y no lo silencia ni en la reunión más importante. La otra manía le viene de antes, y es una de las pocas cosas que no ha suspendido desde el incidente. Hace un poco más de dos años se convenció de no hacer ningún esfuerzo diferente en alguna búsqueda romántica y afectiva: publica ese clasificado a diario y revisa todos los días a las nueve de la mañana el correo que deja como único dato de contacto.

Ella pasa los días organizando imágenes de espanto que recupera de varias cámaras instaladas en un sótano. No quiere complicaciones, entonces sólo acepta visitas en su casa. Su casa, de la que casi nunca sale, no tiene timbre. Tiene un trabajador que se encarga de hacer firmar a los visitantes un contrato que la exime de cualquier responsabilidad y los deja “listos” para su llegada: limpios y encadenados.

Ella llega donde ellos igualmente enmascarada, se trata de una máscara como la de Gatubela, de cuero, eso les parece a ellos, aunque ella ve cuernos brillantes de un sensual sátiro donde sus visitantes ven unas tiernas orejas de gato. Lleva el torso desnudo, un pantalón de cuero ajustado y unas botas redondeadas.

Casi siempre pide a Alfredo, su trabajador, que los amordace cuando la empiezan a molestar con sus peticiones o le choca el tono de voz de ellos.  Luego de esto, se relaja, olvida que está acompañada, pierde el terror latente que le produce la gente, y empieza a fumar y a apagar los cigarrillos en el cuerpo de turno. Su rutina es sencilla y consta principalmente del uso del látigo que disfruta mover y hacer tronar contra cualquier superficie.

Es necesario repasar que la cera caliente la usa con los que le resultan atractivos y el táser ya sólo lo usa con los jóvenes, después de un preinfarto de un cincuentón al que revivió diciéndole que si se moría lo iba a hacer picar. Le encanta tatuar y hacer perforaciones, siempre clava agujas quirúrgicas en los pezones de sus visitantes y antes lo hacía en los labios de su víctima, hasta que un día un hombre le arrancó de un mordisco el dedo índice de la mano izquierda.

Ese día no lo podía creer, nunca el juego había ido tan lejos: en su arsenal no había cuchillos ni tijeras… Él seguía amarrado y ella misma lo pudo haber matado o, mientras se dedicaba a sangrar, dejar que su trabajador se hiciera cargo de ese menester.

Matar a alguien es de las cosas más fáciles que existen. La misma perfección con la que está ordenada la vida la hace frágil: una sola perforación en la red de venas, un cambio en la estructura de los huesos que sostiene los órganos y los vasos internos, la interrupción de la respiración…

Mientras el hombre se disculpaba y se justificaba con un discurso que mostraba la falta de cálculo que había tenido y el terror a las agujas, ella se ocupó de su propia herida.

Ya no quería su dedo.

Ese incidente nos expone la ética con la que ella se dedica a ese mundo de los cuerpos, el dolor y el miedo. Simplemente lo dejó ahí encadenado dos días. Lo que más le molestaba a la larga, después de volver a domar el teclado sin ese dedo, era no poder usar guantes, así que se hizo un dedo de cerámica, blanco, lleno de jeroglíficos, que metía siempre en la boca de sus visitantes.

La mayoría de los que responden al anuncio están por encima de los 40, y casi todos los que son más jóvenes, al ver que no se trata de sexo, dicen la palabra clave para largarse. La palabra clave se las da ella y, a pesar de que el contrato no especifica nada, siempre los deja ir. Aunque el aviso no planteaba nada al respecto, nunca ha habido una mujer.

El trabajador pesa a los visitantes para no entrar en subjetividades: si la proporción de peso y altura no es mínimamente estética, se tienen que ir. Nunca nadie desafía a ese trabajador que se llama Alfredo. Es un hombre endurecido quién sabe en dónde y en qué. Tiene unas arrugas prematuras que ocultan su cara y no se comparecen con su vigor; es bastante alto y de huesos y manos grandes, y su cuerpo parece haber perdido todo rastro de grasa, de ternura, de suavidad.

 

II

El periodista se llama Javier Machuca y tiene que cubrir toda la crónica roja, además de otras labores varias como los clasificados. Sus dos amigos, Ronald y Jean Paul, el desaparecido, han sido los encargados de profundizar en noticias de corrupción y narcotráfico desde que el medio, como segundo periódico de una ciudad que no es capital en un país centralista, empezó a tener un auge en lo virtual y, entonces, necesidad fluida y profunda de más historias, hipervínculos, la posibilidad de profundizar en cada noticia.

Machuca nunca había buscado el éxito, pero soñaba con algunas comodidades propias de los rentistas: una vida de lectura lenta y sin ningún compromiso con alguien. Cuando se abrió la posibilidad para historias periodísticas más largas y con más alcance, quedó excluido, o más bien se marginó, mientras que los trabajos de Ronald y de Jean Paul cambiaron.

Él no estuvo nunca muy involucrado en esa investigación que ellos emprendieron, aunque siempre había algún dato que les podía proporcionar entre lo que quedaba sin decir en una noticia de un párrafo o una cuartilla. La idea de la investigación fue de Ronald, pero el que hacía todo el trabajo, el que se podía sentar 20 horas seguidas a analizar datos era Jean Paul.

Jean Paul es hijo de un francés que emigró a Colombia para trabajar en un canal privado. Sus papás nunca vivieron juntos. El papá los visitaba cada 15 días y un día volvió a París, con la promesa de regresar. Nunca volvieron a saber de él. Jean Paul no conoce Francia.

Jean Paul es de cejas pobladas, pestañas largas y pelo ondulado negro al borde de ser largo y siempre resistiéndose a algún corte que alguna vez existió. Su apariencia siempre descuidada contrasta con una cara de niño y unos ojos hondos. Es un flaco de estatura media.

Siete meses atrás, cuando estaba empezando la investigación, y durante más de un mes, todavía salían a tomar dos o tres veces a la semana como siempre lo hicieron desde que anduvieron juntos. En esas noches de ron, siempre invariablemente en la misma esquina, Jean Paul empezaba con mucho interés a plantear asuntos de la investigación, a lo que Machuca empezaba a escuchar con atención pero se distraía (y aún más hacia un esfuerzo para abstraerse) cuando Ronald sacaba un cuaderno y empezaba, lleno de amabilidad y sonrisas, a dar instrucciones. Como recordando con distancia y sin volumen (repasando un recuerdo distraído), aparece Ronald dibujando un diagrama que Jean Paul siempre terminaba por cuestionar pidiendo que leyera primero “todos los adelantos”.

A Ronald siempre le impacientó leer.

El último mes antes de la desaparición de Jean Paul casi ni hablaban de la investigación y cuando Ronald le preguntaba algo a Jean Paul, este le decía que necesitaba tiempo porque tenía todo en caos. En las últimas semanas previas a su desaparición, Jean Paul se disculpaba una o dos veces de sus encuentros nocturnos, que sucedían casi siempre a media jornada de Machuca. Este, entonces, terminaba viendo una película con otro amigo de un cineclub en decadencia de media noche y Ronald en su agitada vida social hasta al amanecer.

Hoy, frente a un vaso de ron con hielos diminutos, Machuca recuerda todo lo que no dijo: que era necesaria una investigación así, que se sentía orgulloso de ellos, en especial de él, que le parecía muy peligrosa esa investigación y que le preocupaba que no contaran con el respaldo necesario.

 

III

Machuca lo buscó las primeras 36 horas, pero cuando se dio cuenta de la magnitud del problema, se pasmó y fue Ronald el que lo siguió buscando toda la siguiente semana en la que parecía que Machuca negaba por completo la situación. Reaccionó abrumado por el ritmo de trabajo y las infinitas relaciones de Ronald, y después de conseguir un permiso en el periódico, anduvo visitando a cada uno de los que Jean Paul vio esa semana, buscando en su correo electrónico, en su carro, en su apartamento. Incorporó una nueva rutina que empezaba a las 10 de la mañana y terminaba a las 5 o 6 del otro día, cuando ya no podía más y tenía que emborracharse para poder dormir.

Ronald logró que la directora seccional de Fiscalías se apersonara del asunto, que no sólo saliera en todos los medios nacionales, sino en varios españoles y estadounidenses, y así que varios periodistas connotados y directores de medios ejercieran presión. Ya para entonces se había disipado cualquier duda de quién y para qué se había llevado a Jean Paul y con eso la intención de los organismos de seguridad de hacerse a una clave de correo y unos discos extraíbles que insistían que Machuca tenía.

Más allá de la movilización mediática y estatal que incitó Ronald y hasta un titular de prensa en dos periódicos, Machuca había dado con algo esencial en los últimos días. Habiéndose concentrado en el enlace que lo llevaba a la red de narcotráfico y corrupción que estaban investigando, y viendo esto cada vez más nebuloso, apareció alguien que por fin le ponía una cita para darle información sobre el caso.

El hombre prometió volver a llamarlo al siguiente día para acordar lugar y hora, pero no ocurrió y Machuca empezó a encontrar apagado el celular de su contacto. Dos días después se cumplió el plazo para volver al periódico.

Fue la perseverancia de Machuca por conocer con quién se iba a entrevistar su amigo el día que nunca volvió, lo que lo llevó a una antigua fuente. Jean Paul se había llevado consigo un cuaderno donde apuntaba las citas de la investigación y que hacía las veces de diario de campo. Sin embargo, en cuatro papeles distribuidos en su escritorio, su apartamento y su carro, Machuca encontró varias veces un nombre, y en uno de ellos este nombre junto a un número celular. Ocho días atrás había llamado a ese número y días después descubrió que se trataba de un hombre que estuvo purgando una condena por homicidio, un pistolero del narcotráfico.

El hombre con el que se iba a encontrar le había ayudado alguna vez reconstruyendo un episodio de corrupción para la investigación de Jean Paul. Le dijo que tenía información sobre su amigo, pero que tenía que dársela en persona, luego de que Machuca dedujera que el pistolero y este hombre habían estado purgando una pena en el mismo patio de la cárcel. Hubiera querido hablar directamente con el pistolero, pero finalmente encontró su nombre en las listas de víctimas de homicidio que diariamente proporciona medicina legal.

Machuca estaba ante pistas eternamente perdidas. Su oficio consiste en la labor anónima en la que muchas veces se avanza y se avanza mucho sin llegar a resultado alguno, se avanza hacia el abismo.

Los últimos quince días de Machuca habían sido un infierno. El celular al que llamaba a su única pista empezó a estar apagado antes de que hubieran convenido el lugar y la hora de encuentro, y no lograba poner, ni por diez minutos, su cabeza en el trabajo.

Al siguiente día de ese suplicio se fue sin decir nada para un billar que sabía era frecuentado por su fuente, y ahí averiguó que de vez en cuando iba a bailar salsa a un sótano. Era jueves y fue con Ronald que sí bailaba. Cuando este se quiso ir, le tocó quedarse con una prostituta de cuarenta años para no llamar la atención. Finalmente, cerraron el lugar a las 4 de la mañana y tuvo que pagarle tarifa estándar a esta mujer, aun sin acostarse con ella.

Al día siguiente fue a la hora de almuerzo al billar y por la noche Ronald se adelantó con dos amigas al sótano donde el sudor se hacía vapor endulzado por el perfume de las prostitutas. Cuando Machuca llegó después de recoger la información de rutina en Medicina Legal, Ronald se había hecho amigo de una prostituta veterana que le dio indicaciones del lugar de residencia de un primo del sujeto que buscaban.

La investigación de Ronald y Jean Paul se centraba en alias Mistral, un personaje mítico del narcotráfico sobre el que los  medios se habían interesado por un tiempo y luego se habían olvidado. Nadie conocía su nombre o foto y no había ninguna investigación seria tampoco. Algunos decían que no existía; otros, que era uno de los alias de un mafioso importante muerto; otros, que no era tan importante, que era un trabajador de otro capo que después de salir en todos los informes de Policía iban a coger pronto. Sin embargo, Ronald y Jean Paul tomaron a Mistral como un código, un nombre clave del narcotráfico que ayudaría a entender las redes reales y no las publicitadas.

IV

Al día 26 de desaparecido Jean Paul, Machuca arrancaba en un taxi hacia la cuadra del primo del sujeto que buscaba. Todavía tenía en un pedazo de papel apuntada una dirección, donde los dos últimos números que indicaban el lugar exacto en una cuadra eran los colores de una casa y la descripción de una puerta.

–Si sabe llegar lo llevo –decía el taxista que cogió primero en la calle.

El segundo taxi es el que finalmente lo llevaba en un taxi que olía a sudor y, aunque Machuca intentaba convencerse que no, a sexo, mal sexo pensaba él antes de lograr pensar en otra cosa.

El radioteléfono con ese sonido monótono del operador, mezclado con un corto circuito que daba paso a los otros canales, competía con una emisora que se hacía propaganda con unas campañas estridentes. Ambos sudaban; Machuca saca la cabeza por la ventana para respirar el humo gris de un bus y siente todo el desespero que le da la ciudad; quiere escapar.

Recrea un deseo infantil de tener alas, pero recuerda a las palomas, domesticadas, seducidas en las ciudades para quedarse en el suelo y perder el temor del ave salvaje. Pasa por una iglesia pequeña pero de arquitectura imponente y une el pensamiento de las palomas al de la iglesia:

<<Quizá la paloma no era tan mansa cuando obtuvo un lugar en la biblia, pero luego de ser parte de una iglesia sedentaria y urbana qué más le quedaba por hacer.>>

Hace un paralelo también entre las palomas y la jerarquía eclesial como animales que perdieron el brío y sujetos que perdieron el servicio. Sus pensamientos groseros en medio del sudor lo llevan a reducir toda la analogía a comer y defecar. No se convence a sí mismo y pierde el interés en su divagación, pero termina por transformar palomas en obispos y obispos en palomas y en encontrar similitudes en gestos y figura.

Algo escapaba Machuca en el día a día de ese tráfico colapsado y hasta del calor del medio (momento en el que estaba casi siempre dormido). No tenía que enfrentar por algún compromiso laboral las horas pico, aunque siempre en el trayecto hasta su casa a eso de las 9 o 10 de la mañana, la ciudad le parecía un enemigo.

En la casa indicada habló con una señora a la que le faltaba un colmillo, y pronto pasó del desinterés al enojo cuando Machuca le insistió por el celular de su hijo, el primo de quien buscaba. Finalmente, Machuca decidió esperar en una tienda ya que la mujer insistía en no saber si vendrían ese día.

Desde allí podía ver la puerta por si algún hombre joven se acercaba. En la esquina contraria de esa vecindad de loma, con una casa en ruinas que se la había comido una vegetación tímida, había un grupo de pelados fumando mariguana.

Hasta ellos llegó una moto, y una hora después, a las nueve de la noche, el tendero le indicó a Machuca que iba a cerrar, por lo que se hizo en un muro que circundaba un espacio de baldosa donde ponían dos mesas afuera de la tienda. Los hombres de la moto que estaban por encima de los 30 años se le acercaron con otros dos pelados apenas adolescentes. Machuca pensó que lo iban a atracar y se paró y empezó a alejarse de ellos, a paso rápido, pero cuidándose de no parecer que corría. Todavía a cierta distancia lo llamaron, y él preguntó qué querían. Uno de ellos respondió:

—Cucho, usted está buscando información, ¿sí o no? Y nosotros se la podemos dar.

Machuca se acercó sonriendo y cuando estuvo a distancia, el que hablaba le descargó un puño en la cara que lo dejó aturdido y lo hizo doblarse. Ya doblado, dos de ellos lo empujaron hasta dejarlo caer, como jugando con un costal. En el piso le dieron otra fuerte patada en las costillas, y el que visiblemente era el líder lo encañonó y le acercó la cara apretando su cabeza contra la de él salpicándolo de saliva mientras hablaba:

—¿Con que buscando respuestas, mariquita? Si seguís así va tocar es pelarte.

Este hombre con el pelo crespo y teñido de anaranjado, de ojos rojos y saltones se alejó un poco de él, martilló el revólver y oprimió con fuerza el cañón contra su cabeza mientras le decía:

—¿Entendiste? ¿Entendiste? Ganas no me faltan.

Machuca apretó los dientes disimulando la rabia y dijo que sí.

Mientras se iba, sin correr, con algo de dignidad, la dignidad de los deprimidos, uno de los pelados le tiró con fuerza una piedra que le dio en la espalda. Machuca la recogió, miró la piedra y al pelado con ganas de volverla a arrojar, con unas incipientes ganas de morir que le empezaban a brotar al dudar que Jean Paul pudiera aparecer. Muchos de los adolescentes que estaban junto a los dos hombres adultos estaban jugando, se sentían parte de un juego.

Esa noche él lloró por primera vez a su amigo. A pesar del dolor en la cabeza, los dientes y las costillas, no tenía morados visibles.

Los últimos cinco días, solamente había atinado a marcar con desespero el celular que le habían dado, mientras veía que las reuniones de Ronald con la Fiscalía y la Policía Judicial se habían vuelto cada vez más esporádicas: pasaron de diarias a día por medio y ahora llevaba ocho días sin tener ninguna.

Sin autorización de las directivas del periódico, ayer Machuca puso el siguiente clasificado: “Pronto se sabrá la verdad sobre Mistral”. Era un clasificado pequeño, con su número celular abajo.

 


V

Son las ocho de la mañana y Machuca no ha podido dormirse, tiene gastritis y por eso toma con lentitud su ron. Cae dormido con el ruido atrás del televisor y dos horas después despierta y se da un baño caliente muy largo.

Recién entra a la oficina suena su celular, es un número nuevo, reconoce al informante  que tanto busca. Le dolían los ojos con el neón de la oficina y grita al hombre y amenaza con destruir a Mistral si su amigo no aparece. Dice tener toda la información que conecta a Mistral con policías y políticos. El hombre tiene la misma voz amable de siempre y lo cita en un depósito de una calle de bazuco.

Todavía lejos de la zona donde tendría que buscar la dirección, por señas, porque en esta ciudad uno no llega con números y letras, llama a la mamá de Jean Paul.

—Quihubo, Javi —le dice ella con voz cariñosa—. Como estabas de perdido, como nos tenías de abandonados.

—No, pues… ¿Ustedes cómo están?

Sintió una profunda vergüenza de preguntar eso, entonces rectificó:

—¿Si está comiendo bien? ¿Se está cuidando?

—Sí, más o menos. ¿Y qué se ha sabido por allá?

—Pues… no, lo que pasa es que… está difícil, pero yo creo que encontré a alguien que sabe… precisamente.

—Ay, Javi —interrumpió ella—. Yo a estas alturas sólo espero poder enterrar a mi muchacho.

—¿Enterrar? Si lo que vamos es a festejar con él. Justo es este momentico  estoy yendo a hacer una vuelta que nos va a ayudar a encontrarlo. Yo llamaba a saludar… cuídense mucho.

Ella se despide con las largas tristezas de los desesperanzados y Machuca vuelve a sentir el calor donde se confunde la temperatura de los carros con el sol radiante. Está en un semáforo colapsado por buses atravesados en la otra dirección que regula el semáforo y los vendedores ambulantes y limpiadores de vidrios se mezclan con talleres, tiendas de ropas y un carro de frutas. Casi un carril entero está inhabilitado por carros parqueados.

Apenas salir de ese atolladero urbano y automotriz, sin superar esa sensación de asfixia que Machuca sentía en ese valle caliente y ruidoso, empieza a llegar a unas lomas, poco transitadas donde una gorda con un vestido naranja de tela delgada, que está sentada en unas escaleras con las piernas abiertas, lo ve pasar.

El depósito es un sótano de dos niveles con una rampa que lleva al nivel inferior. El que está en la puerta, de unos 16 o 17 años, con la cabeza afeitada y ropa ancha, tiene toda la expresión prepotente y paranoica del crimen, y la vanidad de los criminales jóvenes. Tan pronto entra por una puerta que entreabre el adolescente, lo agarran a golpes, y queda aturdido con el de la nariz y el de la rodilla, que no lo dejan sentir los siguientes.

Machuca no reacciona. No está acostumbrado a pelear. Escasamente le habían pegado una vez cuando estuvo en el colegio.

Desde una esquina oscura llama al último teléfono registrado en su celular, sin sacarlo del todo de su bolsillo. Lo sientan en una silla y lo amarran mientras le preguntan qué información tiene. El único hombre que conoce, el que había sido su fuente, está atrás y se acerca para decirle al oído:

—Cooperá que ya se te fue la mano.

—¿Estás muy asado, pues? —se le oye decir a un hombre exageradamente gordo que empieza a encabezar un interrogatorio desafiante y acelerado.

—Devuélvanme a mi amigo y les prometo que esto lo enterramos —dice Machuca.

El gordo tiene una camiseta roja de textura gruesa, porosa y acolchada que hace recordar la ropa de los niños; manotea con una pistola en la mano, mientras grita con los dientes entrecerrados:

—Cuál amigo, hombe, cuál amigo.

Machuca murmura:

—Jean Paul, Jean Paul.

Y agrega:

—Oiga, suéltenme, si no aparezco o llamo van a publicar lo que tengo.

Nadie cede, los dientes del gordo crujen y la violencia parece que en cualquier momento va a salirse de toda proporción. El rostro quebradizo e hinchado de Machuca no encuentra forma de resignificarse por fuera de lo absurdo, redunda en la ausencia de sentido. Los dolores, las heridas, el sabor a sangre no son los del héroe, no se le permiten como al héroe. Cuando intenta agarrarse a algo, encuentra solamente el despropósito de la imposibilidad de encontrar a su amigo, del nulo aporte de su muerte.

Le echan gasolina, que le arde endemoniadamente en los ojos. El pánico fue total. Machuca se resquebrajó y empezó a suplicar con renovada energía. La falta de miedo a la muerte no elimina un profundo miedo a la tortura que nunca había explorado.

Busca sin pudor, fraternidad, ternura, compasión, y como último recurso, mientras ensayan una zippo que no prende, dice que todo es mentira, que no tiene nada. Error: esto convence a los hombres que intentaban saber qué tenía y hacerse a una ruta para eliminar pruebas y silenciarlo, de deshacerse de él y saciar un sadismo aceitado en cientos de torturas. Machuca conocía el juego, pero no era jugador: había sido cronista del juego, pero nunca había sido su instrumento; poco sabía su cuerpo de esas presiones, de no consumirse por el miedo y de cargar con los dolores.

Encienden el extractor de humo y finalmente prenden a Machuca con una tokai.

Él inmediatamente se tira de frente al suelo con silla y todo, reventándose varios dientes y logrando hacer un vacío de aire que impide que se prenda en llamas la parte frontal de su cuerpo. Menos de un segundo después, y a pesar del susurro del fuego en su espalda, oye mover el galón de gasolina. Nada le preocupa su vida, sino el dolor, el sufrimiento, la deformidad.

Comprueba en menos de un segundo, sin lograr detenerse bien en el dolor, que no hay forma de salir de esa y se aferra, en desorden, sin poesía ni decoro, a una figura maternal que lo pueda hacer morir sin mucho dolor. Busca intermitentemente a Jean Paul y no lo encuentra, por lo que vuelve a la madre, a una especie de madre, pero no lo encuentra en ningún lugar ni para recibirlo ni para despedirlo.

No logra encontrar paz: por un lado, se lamenta de morir sin averiguar, sin dar lugar a ese ser querido, es egoísta en ese momento, lo quiere para él como su santo amortiguador, y el vacío, como un monitor averiado, se apodera de todo lo suyo, de todo lo que es y alcanza a tener un último sentimiento de ese vacío inexpresivo y es el desconsuelo de no dolerle de verdad a nadie, más allá de una pose de funeral o entierros.

La rutina iría creciendo en el alma de las dos o tres personas que frecuenta como un musgo que taparía la piedra o hueso que el dejaría y finalmente sobre ese nuevo lecho de la distracción, crecerían perfectos sustitutos, no sólo para lo práctico, sino, como el olvido, también para lo sentimental.

Machuca no siente cuando derriban la puerta, pero siente un segundo después a un agente del Gaula que lo golpea con precisión con su chaqueta y lo arropa, probablemente menos de un segundo antes de que lo volvieran a bañar de gasolina. Mira a los ojos a este agente, más o menos de su misma edad, como a un dios salvador, y ese maravilloso segundo de piedad se convierte en otra cosa: un pequeño silbido gris entra por un lado de la cabeza del agente cambiando su rostro y borrando sus córneas, y sale por el otro lado de la cabeza, con sangre atomizada, casi hecha vapor. Machuca se demora casi un segundo entero en poner en orden tantas imágenes tan rápidas que parecen simultáneas: la muerte y la salvación; la sangre tibia y la bala aunque fría a esa velocidad parecida a algo tenue, inofensivo.

Primero la muerte, luego el estruendo.

Antes de desmayarse del dolor, ve a Ronald en la camioneta a la que está siendo llevado en brazos y a un capitán del Gaula del Ejército. El día es muy azul y la calle parece muy tranquila. El capitán comenta lo difícil que es sacar a un hombre de una bañera de ácido y “agradece” que hubieran usado el fuego —el fuego es un elemento con el que se puede negociar—. Él no sabe que ha perdido a uno de sus hombres mientras hacen de ambulancia para llevar a Machuca al hospital.

Ronald llora y sonríe, y besa a Machuca en los labios mientras este se encuentra en shock. Por la ventana ve esas casas antiguas vueltas ruinas para el bazuco y el hospedaje de pequeñas prostitutas perdidas y cómo las casas de mediana edad van creciendo mutantes con materiales cada vez más nuevos y baratos.

Hay siempre gente en las esquinas de esta falda que no es muy empinada para la gente de esta ciudad, viejos en los balcones, una mujer barriendo en la entrada de una casa. Ya a más distancia de la calle del bazuco, poco a poco las tiendas se hacen más continuas, primero como tugurios al borde de construcciones hechas con material de estibas, luego como quioscos de lata, y, casi llegando a la vía principal, pedazos de casa o primeros pisos vueltos tienda.

<<Tantas tiendas en sitios tan pobres —piensa Ronald— son muestra de que siempre nos logran vender algo.>>

 

VI

Despierta con un hambre inapetente que le da una punzada estrecha en el estómago, le duele la garganta y siente una resequedad y una sed devastadoras. Está muy débil y aun así emite un ruido; entre una somnolencia ve a una enfermera llegar y se vuelve a dormir.

Vuelve a despertar, ya sin sonda en la boca, recuerda borrosamente haber comido algo. Siente un sabor a moneda y algo podrido en su boca, y se pasa la lengua por los dientes para darse cuenta de que faltan dos y uno está apenas sostenido.

Estaba horripilado, <<debo estar deforme>>, piensa. Sabe que la cara no está quemada pero la impaciencia y los miedos llegan al tope sin saber nada de su cuerpo que se encuentra casi por completo vendado. Siente vértigo y ríe entrecortado por el dolor.

Una venda que hace las veces de pañal grueso y una sonda que no siente que estuviera conectada de su pene no le dejan constatar el estado de sus genitales. Hace memoria de dónde sintió el fuego, dónde se logró apagar a tiempo, lo único que logra constatar es un fuerte ardor en su ano que elimina con presente, cualquier resultado del recuerdo que no fuera imaginación, conjetura. Vuelve a sentir el terror de quedar lisiado, de una lesión humillante.

Busca el timbre y una enfermera despalomada llega:

—¿Necesita algo? — pregunta, como si eso fuera un hotel, y él, un viajero frecuente.

—Dígame cómo es mi situación.

Ella, en vez de decir que no sabe, que no ha leído la planilla de los enfermos y que la ha olvidado en el escritorio de la recepción del piso, le explica:

—Puede pedir un psicólogo, si quiere.

—Llame al médico — reacciona él gritándole.

Había ya flores en el cuarto. Cuando el médico llega le hace pormenorizar cada centímetro de su piel quemada: tiene la espalda, un brazo y una mano con quemaduras graves; el fuego consumió casi que una cadera y tiene quemaduras leves en las piernas, y superficiales en el brazo y mano derecha.

Le habían quebrado la nariz y él se había tumbado varios dientes.

Las quemaduras que más le duelen no son las más graves, lo peor es donde hace contacto la piel, en pliegue, que está muerta, con la que se resiste, ardiendo y gritando, a ser ceniza.

Ronald entra al cuarto. Pelo corto, crespo y café claro, nariz aguileña, alto, espalda amplia, abdomen de gimnasio, mandíbula fuerte, ojos de siamés y piel mestiza más oscura por un bronceado. Está radiante ante los ojos de Machuca. Por primera vez aprecia su camisa de estampa de colores ocres con una tela ligera que no reconoce. Le parece todo bonito en él, incluso lo que le ha parecido siempre algo pretensioso.

—Hermano querido, pequeño hijueputa, casi te nos jodés.

—Gracias, hermano, me salvaste —dice Machuca sollozando.

—Te hubieras quemado la cara pa’ ver si te la arreglaban de una vez.

—Narcos hijueputas. Me voy a volver un asesino serial de narcos.

—Todo es narco. Odia y perdona el narco que llevas en el corazón.

— ¿Vos sos brujo o qué, Ronald? ¿Cómo hiciste?

—Yo tengo mis formas de cuidarlo.

Ronald, lleno de orgullo, nunca le quiso contar la hazaña, pero al poco tiempo entra la mamá de Jean Paul, que estaba desde hacía un buen tiempo en la sala de espera, y le cuenta la historia. Ella llamó a Ronald preocupada por Machuca y a aquel ya lo habían alertado en el propio periódico de que Javier Machuca no aparecía. La suerte estuvo milimétricamente a favor de Machuca en el detalle de que Ronald estaba en una reunión en una central de inteligencia cuando el teléfono sonó y se escucharon los gritos del gordo interrogador.

Luego de que la mamá de Jean Paul se va sin consolarse por más que le decían en la sala de espera que Machuca se iba a recuperar, Ronald se aplica a darle agua, lavarle los dientes, con la torpeza de ocasionarle un grito cada dos segundos y ganarse las rabietas de él por varios minutos.

Luego, distraído por la televisión, insiste monótonamente en que coma fruta o una galleta, las que Machuca rechaza por el infinito dolor en su boca todavía sin diagnosticar. Finalmente, Ronald apaga el televisor y dice:

—Hermano…—lo mira y espera a que Machuca conteste—.  No podés seguir con esto. Jean Paul está muerto.

Machuca se congestiona y pregunta con la voz cortada:

—¿Vos sabés algo?

Ronald sonríe y todo su cuerpo y su voz irradian ese optimismo que dañaba el genio de Machuca y otrora ameritaba un comentario cínico de Jean Paul con el que todos se corregían el genio.

Lo único que aleja a Ronald de ser una persona corriente, “un flan”, como lo denominaría Medina, era su inmensa capacidad para reírse de sí mismo. Pero en este preciso momento, Machuca se impacienta de no saber si ese optimismo es una amable ofrenda hacia él o es un estado sincero y profundo donde sólo se puede distinguir una autosuficiencia.

—Estás negando una realidad dura: los narcos no tienen cárceles, tampoco islas para los desaparecidos ni centros de retiro. Desaparecido quiere decir muerto y sin cadáver.

—Pero hacé algo —increpó a Ronald—. ¿Qué hacés acá? ¿No han interrogado a los que estaban en ese sótano? Ellos deben saber toda la historia y de paso el asunto con Mistral.

Machuca veía desvanecer la esperanza de que su sacrificio, su quemadura, fuera suficiente para desatrancar este asunto. Esperaba que esta nueva catástrofe volviera a agitar lo que a los narcos les servía asentar. Quiso morir cuando vio que su quemadura iba a ser en vano.

—Vos sabés cómo es esto —enfatiza Ronald con voz suave y mermando el tono, después de haberle dicho que hablara pasito cuando mencionó a gritos el nombre de Mistral.

Esto no es como en las películas, ellos no quieren hablar y no los van a torturar ni nada por el estilo para que lo hagan. Tienen un bufete de abogados como el de cualquier empresa, se allanan y no delatan a nadie.

Machuca se da tiempo para llorar 20 segundos, respira profundo, se seca las lágrimas y dice con la nariz taponada y visible rencor:

—Yo sigo solo hijueputa.

En ese momento se empieza a sentir solo por completo y siente que no va a aguantar la ausencia de sus dos amigos.

—En todo caso, hermanito, ¿vos qué hacías en ese sótano, papito? Vos estás actuando sin ninguna estrategia. Por primera vez estás actuando con oficio, mostrándonos a todos cómo se hace una investigación, pero a la hora de tener los datos te vas de mártir. Estos manes ni se imaginaban que los flojos de amigos de Jean Paul podían seguir esculcando tanto. Entonces vos te acercás al asunto convencido de que el mundo te debe algo y te lo va a devolver solamente porque es justo.

—Andate, Ronald. No todos queremos ser como vos.

—El mundo es cruel, pero para qué preguntarle qué tan justo es, vamos por ahí buscando qué nos da placer, qué nos hace sufrir, en últimas nos movemos por estética. La pregunta es si esto es bello o no es bello.

—Yo prefiero tener alma.

—Ya, güevón —dice Ronald—. Por acá han estado los periodistas. No demoran en volver y en llegar el director del periódico.

—Yo no voy a atender a nadie. ¡Largate, pues!

Ronald sonríe y se despide con amabilidad, prometiendo que volverá en la noche. Al poco tiempo de salir, se olvida del incidente y no lo perturba en las horas siguientes. Su interés por Mistral empieza a renacer: descubrirlo, hacerlo capturar.

<<Esto lo prueba. Levantamos una ampolla>> —piensa Ronald, mientras logra alinear en un mismo camino su carrera y la deuda moral con Jean Paul.

Machuca no atiende nunca a los periodistas, y escudado en su dolor físico justifica su falta de tacto y amabilidad con las directivas del periódico.

Los medios optan por olvidarse de sus quemaduras y ponen una cara optimista ante el heroísmo de la Policía que, según ellos opinan, “tienen una organización cada vez mejor preparada para la lucha contra el narcotráfico”.

Esa noche siente una pena real, producto de la solidaridad por el uniformado que le había apagado la espalda, lo siente como un amigo más que se unía y se desprendía. Se imagina a su esposa e hijos. En la Policía y en las Fuerzas Armadas es difícil ascender sin familia y por eso lo imagina con un  lugar a donde volver, un lugar bajo en emociones, pero en todo caso reconfortante.

 

VII

Hay dos llamadas de números desconocidos en el celular. Insiste mucho en el primero con los tres dedos de la mano derecha que tiene sin vendar y nadie contesta; el segundo era de una empresa de seguros.

Traen su computador portátil y cuando por fin se conecta a un internet lento, encuentra un primer correo (que no era basura) en su dirección para el clasificado de “amor”, procedente de la cuenta de sada@clandeldestino.com: “Creo que tengo lo que buscas: te espero este sábado 10 p. m. en la Cr.52 44-23”.

Delira por un segundo y piensa, todavía desesperado por un número en el que nadie contesta: <<En esa dirección está Jean Paul>>. Reflexiona y sabe que es bastante difícil que entre una cosa y la otra haya una relación; en todo caso en el correo de respuesta pregunta si conoce a Jean Paul. Escribe unas disculpas por no poder cumplir la cita y una pregunta: “¿Todavía te queda algo por descubrir, más allá de repasar las formas con las que soportamos?”.

Machuca es un solitario y un romántico. Sin duda, no sabe ascender más allá de donde llegó. Cuando se graduaron de un colegio donde él estudió toda la vida y Jean Paul los últimos años, este entró a la universidad y su mamá le consiguió a Javier un trabajo de medio tiempo en el periódico donde trabajaba de contador un amigo. Se trataba de manejar el correo electrónico y algunas búsquedas en internet, cuando el periódico no tenía aún ni página web. El plan inicial era costearse la universidad pública con ese trabajo de medio tiempo.

Machuca hizo algunas cosas interesantes los primeros meses y, casi al mismo tiempo que le notificaban de su fracaso en el examen de admisión, le ofrecieron que trabajara tiempo completo. Casi llevaba dos años cuando un reportero de unos 50 años se enfermó de una tos severa y en medio del apuro terminó remplazándolo en la redacción de unas notas. El diagnóstico del compañero fue cáncer y al año el remplazo intermitente fue total.

Por esos mismos días llegó Ronald como un cronista sin exclusividad, que pronto también estaría haciendo de todo en el periódico, claro que sin dejarse mandar de nadie. Nunca entendió la coartada de Ronald de llamarse cronista, aun sin saber escribir bien, ni intentarlo. A este no se le conocía un escrito mayoritariamente hecho por él, sin embargo poco a poco se volvería una figura del periódico y se las arreglaría para que algunas mujeres influyentes siempre dijeran: “Apuesto que ese texto es tuyo. Te quedó bellísimo”.

En su rutina de los últimos siete años, Machuca casi no duerme en semana y en la oficina pierde el tiempo con cualquier cosa: en la noche va a la Policía y a la Morgue, va al periódico, encuentra un lugar tranquilo donde redactar con paciencia dos o tres párrafos y finalmente une el trabajo con el fotógrafo.

Llega a su casa a eso de las diez de la mañana luego de hacer tiempo y de parar a desayunar, se duerme viendo alguna película y se levanta a las 2 o 3 de la tarde a leer poesía y una que otra novela.

Lo despierta un deseo de leer. De alguna forma tiene una tregua, una complicidad con su atmósfera de lectura, donde antes del incidente mantenía el celular apagado. No cree para nada en el ascenso de su carrera, por lo que se ha vuelto mustia, y no pretende adquirir más responsabilidades que lo alejen de sus libros, sus películas y uno que otro blog que lee en internet mientras está en el trabajo (después de comprender que exasperaba a su jefa si miraba un libro y no si se veía absorto el monitor).

Cree en el amor definitivo como parte esencial de su creencia en el destino y en el alma. Aprendió a armonizar esa creencia con la de que el mundo es una mierda y casi nadie tiene alma siendo reservado, desconfiado. Sabía que con lo invisible iba a ser feliz al final, pero que poco o nada, lo invisible, esa fibra de destino y su alma, le serviría para sobrevivir.

El correo anima mucho a Machuca en esos tristes días y lo lleva a ser un incansable lector en esa primera etapa de su recuperación en la que el cuidado versa sobre no dejar infectar las quemaduras de tercer grado de la espalda, brazo y mano. El dolor discurre sobre sus caderas, piernas y superficie del ano. Por su parte, la piquiña ataca con mayor crueldad en casi todo el cuerpo. Poco a poco el dolor deja de ser importante y la piquiña se lleva toda la atención, sorda a las atenciones hospitalarias.

—Enfermera, me pica mucho, tengo una rasquiña insoportable, por favor ayúdeme que estoy desesperado.

—Es normal. No se vaya a rascar por ningún motivo.

Cuando la rasquiña da tregua se permite fantasear con Sada y sobre todo entrenarse para su encuentro: esperaba que le contestara y pudieran conversar realmente de la vida, se ilusionaba con que tuviera su misma edad, no fuera muy religiosa y no tuviera un trabajo aburrido como abogada o administradora. Sobre todo que no le gustara hablar de trabajo, ni del de ella, ni del de él: le molestaba eso hasta el cansancio.

En su transcurrir romántico que no tiene ni abundancia ni un gran hito, cayó, las veces en las que no desistieron de él, en profundas impaciencias con aquellas mujeres que sentían una gran necesidad de hablar de sí mismas.

Una semana después, el pañal es intervenido para que pueda orinar por sí mismo y le quitan la sonda. Redescubre después de una semana su pene y eso lo hace sentir mucho más vital, menos integrado a ese hospital.  Escindirse del hospital con sus genitales era dejar de sentirse como un aparato descompuesto, como la mugre en las instalaciones que sólo puede producir cansancio. Todavía le duele mucho mover sus piernas.

Los médicos hacen un excelente trabajo con la mano y al final no pierde la funcionalidad del dedo meñique, que se consumió un centímetro quedando sin uña. Eso anima lo suficiente a Machuca como para decir alegremente a Ronald que ya no tenía que cortarse una uña.

Los policías e investigadores volvieron con frases como “A mi coronel o a mi general le interesa mucho su caso y el de su amigo, lo tiene dentro de sus prioridades”. Machuca y Ronald habían resuelto no mencionar el nombre de Mistral ni antes ni ahora. Por un lado, porque le temían a la corrupción y a la infiltración, y, por otra parte, por mantener un elemento con el cual negociar. Con los días, Machuca se convenció de que ningún uniformado o fiscal le iba a devolver a su amigo. Si estaba secuestrado, que era su anhelo aún existente, la única salida era negociar. Estaba dispuesto a negociarlo todo. <<Hay que encontrar a Jean Paul.>>

Ya en los que son los últimos días de su hospitalización le quitan algunas vendas, empiezan a aplicarle cremas y geles, y rehacen su dentadura, lo cual le crea una profunda molestia y vuelve a dejar su cara hinchada y entumida. La falta de compasión general de las enfermeras, que lo consideraron un personaje sin ninguna gracia y algo detestable, se atenaza sobre él con el mito, proveniente de las más jóvenes del hospital, de que había sido “el peor paciente de la historia”.

Lo que se considera un acierto médico sobre su dentadura, resulta para Machuca en una semana de tristeza en la que no puede concentrarse en la lectura. Con la mente tan desocupada reanima toda su amargura transitando exclusivamente hacia Jean Paul. Cuando intenta animarse con algún recuerdo feliz de su amigo, la incertidumbre del porvenir que aparece como un comercial invasivo en el más delicado largometraje, elimina cualquier tregua posible.

Sada lee una noticia sobre un decomiso de cocaína y escribe en las redes sociales de internet: “Los narcotraficantes dedicados a huir, encaletar, sobornar y engañar; las agencias del Estado, a perseguir, descubrir, recibir y engañarnos: ¿todos contentos?”.

En su estado de soledad, Machuca le vuelve a dar una gran importancia a su cuerpo y ya con menos vendas le causa muchísima impresión ver sus piernas, como un plástico arrugado de forma irregular sobre el que ya no crecen vellos.

<<Soy un monstruo.>>

Sada contesta el teléfono; es su papá. Por la ventana ve un paisaje gris oculto por una fuerte lluvia.

—Quihubo, Sarita, ¿cómo ha estado?

—Bien, papá. ¿Y ese milagro?

—No, pues nada. Como usted tampoco me llama. Además usted sabe que es muy difícil ponerle minutos a este celular. Y como no me ha querido recibir el teléfono.

—Es que con usted todo es tan complicado…

—Pero yo siempre le he dicho que se venga a vivir con nosotros y sus hermanitos.

—¿Es que con usted se puede vivir? Además esos son hijos suyos, no hermanos míos.

—Mire, Sarita, ¿usted sabe qué fecha es hoy? Hoy está cumpliendo tres años de muerta su mamá… Yo ya organicé todo para que podamos hacer una misa bien bonita.

—No, eso con usted sí tiene que ser muy complicado. Uno no sabe si es en un caserío guajiro o en el Vaticano. Mi mamá ya está bien muerta como para yo ponerme a andar en chalupas y en aviones.

—No, hija, no exagere. Yo estoy en la ciudad. En media hora pasan a recogerla.

—No, no. Yo no puedo y no quiero. ¡Gracias, papá!, estoy ocupada, hablamos luego.

Sada cuelga, con los ojos al borde de las lágrimas. Le chocaba mucho llorar. Está en un comedor antiguo en medio de un salón sin ventanas, con piso de madera antiguo y pulido, y con una tableta digital leyendo varios periódicos. Inclina su cabeza hacia atrás como intentando absorber las lágrimas y sube por unas escaleras que rechinan a su estudio, que es lo único que está construido junto a un inmenso solar.

Empieza a editar el rostro en video de un hombre que grita, es un grito de mandíbula desencajada. La verdad, no había tanto dolor como el que sugería la imagen, en realidad el grito contenía más júbilo que dolor: ese hombre diluido en trámites y obligaciones se sentía poseído por un mundo que lo hería sin desprecio, se creía parte de algo intenso con Sada desnuda frente a él; frente a esa mujer riéndose tenuemente y a la vez con desparpajo. Llevaba quizá toda la vida sin enfrentarse a una belleza que no lo humillara, y dentro del ritual de la dominación encontró una risa, que no lo humillaba más.

 

VIII

La psicóloga que lo ha entrevistado un par de veces sigue concluyendo lo mismo: “El paciente está deprimido, pero no hay trauma ni ningún cuadro de miedo”. Normalmente la depresión y el miedo no van de la mano, pero sorprende que en un caso de trauma y de victimario tan marcado, la primera no deje campo a la segunda. Convencida, la psicóloga, gracias a la aprobación de una siquiatra, le receta una pastilla contra la depresión.

Ya en el último día de su hospitalización, pensando lo difícil de volver y las pocas energías para continuar, se disipa el tenue agradecimiento por la vida que tenía por sus dedos y su rostro. Un agradecimiento por algo que siempre había tenido.

Las cosas habían perdido sentido y la falta que le hacía Jean Paul era un abismo por el que miraba paralizado, sin poder caer, sin poder ascender, y que se llevaba las ganas, bondades y ternuras que promete la vida, en especial, la imaginada.

Sada sigue sin contestar el correo que le envió, tampoco responde los otros dos que fueron simples poemas de autoría de Machuca. Él, sin embargo, no se desmoraliza y piensa que la puso triste por no haber ido a la cita, entonces se ve a sí mismo llegando con margaritas blancas a consolarla.

Pide a Ronald que lleven a su casa sus archivos y carpetas, y un par de discos (duros) extraíbles. Iba a aprovechar diez días de incapacidad en casa que le quedaban, bajo un argumento de traumas psicológicos que le implicaban “reposo y serenidad”.

Lo dan de alta con la advertencia de que las primeras semanas sólo puede comer pequeños bocados con cubiertos, y ojalá sopas y papillas. Todavía le dolían los dientes y sabía que los primeros meses no podía comer a mordiscos cosas como zanahorias o frutas. Le duele la rodilla de la cual nadie se había ocupado. La nariz también le había quedado levemente torcida, pero ya no le ardía para nada la piel.

Vuelve a su apartamento de feas ventanas de celosía y encuentra en la cocina un sánduche completamente desintegrado sobre la superficie de metal, que hace juego con un olor a podrido. Sin embargo, el sánduche no es lo que huele así, éste también vencido por el fin de la vida, de la segunda vida en lo podrido que volvió a morir, huele ya casi a polvo. Es un pedazo de pollo en la caneca que aún después de sacarlo sigue manteniendo un olor en ese apartamento encerrado entre torrecillas delgadas que remplazaron las casas con patio.

Llega a un apartamento por los aires y entra por un ventanal, junto al que están sentados en el suelo una docena de hombres con turbante por encima de los 50 años. Es una ciudad arenosa, repleta de mezquitas y con un pequeño puerto. Volar con tanto viento, en medio de tanto calor es bonito. Detrás de un cuarto, cree que la va a encontrar a  ella.  <<Por fin voy a conocer su rostro>>– piensa con certezas de guionista, pero en vez de Sada encuentra a Jean Paul.

El cuarto de este en el otro extremo del apartamento no está expuesto al sol de la mañana como la sala, sino cubierto de un atardecer triste y a la vez  hermoso, que se filtra por una persiana maderada en ese cuarto pequeño que se ve poco acogedor, como si aún sufriera las consecuencias de un trasteo.

Se despierta a las seis de la mañana, ha perdido todas las rutinas y horarios. Se demora unos minutos en quietud para descubrir que soñó con Jean Paul. Vuelve a cerrar los ojos con algo de temor de perder aquel refugio, quizá una pista.

A medida que reconstruye el sueño, le da un significado desgarrador a los gestos y comportamientos de Jean Paul: estaba anotando y anotando en cuadernos en medio de su propio murmullo, como si se estuviera haciendo un dictado a sí mismo. Sin embargo, lo que más lo angustia de ese recuerdo no es el rostro de preocupación de su amigo, porque este era casi que típico, lo descorazonador es que lo hubiera ignorado como si no lo hubiera visto.

 

IX

Machuca termina de despertarse entre sus parpadeos largos que intentaban asirse al sueño.

Después de varias horas encuentra entre los archivos virtuales de Jean Paul una llamada interceptada transcrita por algún organismo de inteligencia extranjero que decía que Mistral había sido destituido del Ejército por nexos con el narcotráfico en el 92.

Ese dato, seguramente, había sido el que había llevado a Jean Paul a la boca del lobo. <<¿Pero por qué no era algo evidente para los demás?>>, piensa durante casi una hora y le van cuadrando otros archivos, otras notas.

El trabajo de Jean Paul había sido juicioso para darse cuenta de que ciertos narcotraficantes de una región en especial se referían a aquel como “el señor”, cosa que hasta ese momento lo había distraído porque era también la forma como se referían a otro. Era cuestión de ordenar las fechas y entender que a partir de alguna de ellas el narcotraficante que compartía tal remoquete con Mistral estaba muerto: sólo quedaba un “señor”.

Machuca recuerda un personaje del Ejército que Jean Paul le había presentado como alguien en quien confiaba y en el que veía la intención de romper vínculos entre el narcotráfico y las Fuerzas Armadas.

No se puede decir que este militar fuera un apasionado de la libertad de prensa, pero nunca pidió una coima por la información, simplemente le parecía que la prensa, o Jean Paul, podía adelantar trabajo para desenmascarar narcotraficantes, por lo que actuaba por completo diferente frente a esto que a las ejecuciones extrajudiciales.

Bronceado, un cuerpo atlético y ágil, de piel trigueña oscura y ojos claros, es un hombre con un gran magnetismo, impecable, uno de esos personajes que da una sensación tan fuerte de seguridad que despegarse de él sugería un peligro inminente. Su oficina es larga, de techo bajo y angosta, con un escritorio antiguo y un computador de los últimos, pocos adornos en una repisa de atrás y un archivo pesado. Entre las cortinas se puede apreciar que la ventana sólo mostraba un cercano muro.

Poco después de que Machuca le cuenta la historia, el capitán le dice que es claro que busca lo mismo que su amigo e imprime dos informes.

—¿Le entregó esto mismo a Jean Paul?

—Sí —respondió el militar.

—¿Digital o físico?—preguntó Machuca.

—Físico.

Mientras va en el carro, Machuca entiende que en el morral de Jean Paul iban estos papeles. Cuando llega a su casa revisa el disco donde estaba todo lo que tenía el computador de su amigo y encuentra la dirección del único de los dos militares que permanecía vivo en una tabla con 40 ítems frente a la columna que decía “92, militar jubilado”.

En una caja con un morro gigantesco de papeles que había recuperado de la Policía, encuentra también entre una de muchas fotos una que decía lo mismo. Ya tenía un rostro reciente y una dirección.

Es una urbanización gigantesca de varias torres de 15 pisos. No se le ocurre nada para entrar, entonces mira y mira la foto para memorizar su rostro. <<Si tiene carro nunca voy a conseguir nada>>. Esperó todo el día y no vio entrar ni salir a nadie que se le pareciera. Esa noche casi no pudo dormir, se sentía un imbécil. Por primera vez su mediocridad, de la que es consciente desde su adolescencia, le molesta. No sabe qué hacer aun cuando lo tuviera a milímetros. No se permite pensar en Sada en esos minutos de impaciencia y tedio.

Al día siguiente está a las 5 de la mañana a la entrada del edificio y el delirio le empieza a bajar: se da cuenta de que es extraño que el principal narcotraficante de Colombia viviera en ese edificio. Empieza a pensar que la única oportunidad de que viviera ahí era que el edificio fuera una trampa total, pero termina por lograr alejar tanta paranoia de su cabeza.

El anciano aparece, saca un pequeño perro que lo apura mientras él se ve distraído. La torpeza de Machuca es suficiente para gritar “Mistral”, pero el viejo de ojos caídos y pelo blanco no voltea. Rectifica el nombre y el viejo para ahorcando y poniendo a “flotar” al perrito. Parece hacer un esfuerzo para abrir los ojos y lo mira como sin querer estar ahí, como viendo un objeto transparente. Sin duda no teme, sin duda no anhela.

Machuca voltea la foto y en letra pequeña de Jean Paul, como en muchos de sus papeles, está escrito “no”, mientras siente la sonrisa de Jean Paul en algún lugar, que ya había pasado por ahí, ya había tomado esa misma foto (donde casi se presentía el perrito).

Mira para todos los lados, ni guardaespaldas, ni camionetas, nada. Igual, le pregunta que si conoce a Jean Paul, le muestra una foto y Machuca mira con atención cualquier expresión: el anciano no se altera mientras asegura no haberlo visto.

Revisa de nuevo los expedientes: el viejo que acaba de ver había sido destituido por exceso de fuerza con un menor, el militar muerto había sido destituido por nexos con el narcotráfico.

<<¿Mistral está muerto? Todo este tiempo hemos estado tras un fantasma.>>

Fue un momento al periódico y revisó la noticia de ese asesinato: Miguel Isaza Salazar, exmilitar, servía como informante al CTI. Cuando se encontraba con unos agentes fue raptado por 20 hombres que los encañonaron. Su segunda esposa denunció el secuestro, y finalmente en una bodega a las afueras de la ciudad encontraron su cadáver derretido completamente en ácido. El informe lo daba un agente del CTI.

Se dirige al CTI y descubre que el hombre ya no trabaja ahí, pero da clases de criminalística en una pequeña universidad de la ciudad. Espera a la salida del salón, una estudiante lo mira, nunca entendía la mirada de las mujeres. Era muy bella aunque no tenía una mirada inteligente, igual suficientemente bella para dañarle todo el día con esa agonía que le producían el deseo y la certeza de las complicaciones del amor previo. De último sale el profesor, no había visto ninguna foto donde se pudiera apreciar en detalle su rostro:

—¿Profesor González? —le pregunta.

Había aprendido en el oficio que los títulos siempre ayudaban mucho.

Machuca se presenta como periodista y lo invita a tomarse un café. El hombre se muestra ávido de hablar de cualquier cosa con tal de poder salir en los medios. Machuca no tiene que dar ninguna explicación, más que las indicaciones del caso. Este hombre, bastante aindiado, con una piel oscura y la cara endurecida pero la sonrisa pronta, le cuenta que probablemente ese había sido uno de los peores casos: encontraron dos dientes de Miguel Isaza y su ropa ensangrentada, en el borde de la bañera había también sangre.

—Creemos que al intentar salir le golpearon la cabeza con un martillo y de ahí que encontraran sangre y dientes, ¿entiende?

—Sí… ¿Y examinaron los dientes y la sangre? —pregunta Machuca. La respuesta fue positiva.

<<El hombre está muerto… ¡qué pendejada todo!>>.

Esa noche va con Ronald a tomar una cerveza a la acostumbrada barra. Siente que se queda sin fuerzas.

Su amigo se ve intacto, pero extrañamente pausado: la prodigiosa memoria de Ronald, en especial para recordar la comidilla política y los intríngulis del Estado, la emplea para relacionar que en ese mismo mes se dan la renuncia del director del CTI y el asesinato del Director de Medicina Legal.

Machuca sale a llamar a González, esta vez lo llama por su apellido:

—González, ¿hicieron examinar el contenido de la bañera?

—Hubo una polémica sobre eso: el Director de Medicina Legal lo sugirió, pero a la final no.

—¿Por qué? —pregunta Machuca, pero González no sabe.

Al regresar, le dice a Ronald, que apura un trago largo de cerveza:

–Había sido una trampa. Un montaje, la mejor manera de que nunca dieran con la identidad de Mistral. Tengo la foto de hace 10 años de él, lo cual puede ser que no sirva mucho, pero tengo sus huellas, el color exacto de sus ojos, hasta la embajada se había interesado en ese militar, en su momento: tal vez por algún hilo que había jalado la DEA.

Machuca se siente listo para publicar eso, pero antes quería negociar. Desoye a Ronald que una vez más quería tomar control de todo y le pedía que no hiciera nada.

Hace unos paquetes bien organizados y los manda a un amigo en España y a dos en Bogotá. Imprime dos copias, pone una en el cajón de su escritorio y otra la manda a una tía que vivía en un pueblo, con la instrucción de que la guardara para un amigo.

De nuevo, le escribe a Sada, diciéndole que puede ir el día que quiera. Ella lee el correo y lo vuelve a mirar con satisfacción, pero no responde.

 

X

Duerme un poco más tranquilo esa noche, se baña y va en un taxi al periódico.

Se sienta en la oficina de Jean Paul, del mismo tamaño de la de él aunque cerrada. Todavía se conservaba como su oficina. Los libros, algunas calcomanías, ninguna foto o adorno.

Cuando fue a esa última entrevista, Machuca escuchó cuando dijo que volvería entre 6 y 7, pero todavía tenía puestos los audífonos cuando Jean Paul dijo algo más. Vio su boca moverse, ahora la recuerda en cámara lenta y algunas noches de las primeras semanas soñó que decía: “Amigo, me voy lejos, al fondo de la carretera”. Una de las primeras cosas que hizo con su desaparición fue botar los audífonos, no sin antes saltarles encima.

Sí, es cierto que sonrió, una sonrisa que en medio de su genio descompuesto era como una especie de oasis, una escasez consistente y con certidumbre que no admitía sospechas. Ya había calculado el tiempo de la canción que escuchaba, que terminó odiando con la intensidad que puede marear y hasta causarle vómito. Sabe que la primera palabra que dijo fue carrera, pero Machuca nunca hacía esas tareas, no las hacía bien. Se odia por eso, por ser a veces un simple espectador de su vida como si se tratara de una película, aún con las cosas que ama.

En el momento, Machuca no asimiló que se trataba de una entrevista decisiva, sólo a las 7 y 30 le pareció algo claro, y una despedida un poco más larga de lo habitual, un llamado para ser protegido por su amigo, hoy, un llamado de auxilio.

Su gran anhelo, su impotencia llena de desesperanza, que lo hacía sentir desfallecer es volver a ese sagrado momento en el que ese él se paró frente a su cubículo y abrazarlo ahí mismo y nunca dejarlo ir. El color de su pelo, el olor a cigarrillo, su postura desganada y su mirada fuerte, sus dedos sosteniendo llaves o papeles entre el índice y el dedo del corazón.

No es asunto de decirle cuánto lo quería. Es cambiar suertes, ir a la entrevista por él o no dejarlo ir, arrancar en su destartalado carro hacia la carretera. La mayor amargura transita por la imposibilidad de tramar algo en ese momento y no volver nunca más.

<<Malparido proyecto de mierda.>>

Es su penúltimo día de incapacidad y esta vez comete una clara falta que pretende luego corregir con deducciones de su salario. Pública un aviso extragrande en los clasificados que dice: “Homenaje a Miguel Isaza Salazar, por una vida de espectáculo más allá de la muerte” y finalmente su celular, “para más informes”.

A las 9 de la mañana tiene al teléfono una voz que no alcanza a ser grave, pero bastante rasgada, al punto de parecer del alguien que en cualquier momento puede perder el habla:

–Compañerito, vos definitivamente te querés hacer matar, ¿cierto?

Casi 10 segundos se queda callado Machuca, El hombre al otro lado del teléfono está acostumbrado a esas reacciones, es parte de su oficio. El hombre permanece en silencio, salvo un ruido nasal de sorbido.

Machuca escarba dentro de sí y no encuentra el amor a la vida, mira al techo por tedio, pero también como encontrando algo a que aferrarse: no había fotos en su oficina, se sentía como en una especie de tiempo extra en el que no tenía ya ni el ánimo ni la guía para reconstruir un montón de piezas que a su entender estaban ahí tiradas producto de un estallido, una caída desde gran altura de un objeto de delgado cristal.

Cuando pequeño, había quebrado una vez un jarrón de vidrio muy delgado de su abuela y del susto había querido estar lejos del incidente como para tantear las cosas y ver si podía y se obligaba a mentir. Como estaba descalzo, se enterró cientos de vidrios pequeños muy profundo. Los recuerda como pequeñas lanzas en forma de rayo. Su abuela llegó, él quería llorar, ella gritaba fuerte, nunca le había pegado “seriamente”, le jaló una oreja.

Solo hasta el siguiente día descubrieron todos los vidrios que tenía en los pies y empezó una larga tortura prolongada por las cataratas de su abue. Recuerda que esa noche en la que quiso olvidarse de sus pies, a sus cuatro años se preguntaba si podría vivir con esos vidrios clavados al final de la piel y al principio de la carne,  y también si podía sacar esos pequeños pedazos y volver a juntarlos con los demás para rehacer el florero.

No quería resolver su propia vida ya, sino el asunto, el “misterio”. Sobrevivir hasta que Jean Paul apareciera. No había en él esperanza, más bien una convicción insana, en la que residía un sentimiento, el que más le dolía, un sentimiento que aunque ya no soportaba, sabía que le conservaba el alma.

Con la lentitud de alma caminando por los segundos y la velocidad de la mente, recobró una profunda gana asomándose a los recuerdos sagrados de las madrugadas de domingo trabajando en un “buen texto” con Jean Paul y aquellos viajes de carretera de las vacaciones de cuatro días en cualquier momento del año. Machuca entonces no sabía que hoy habría de nombrar eso como vida.

Entonces lleno de ánimo, su voz aparece un poco infantil para decir en medio de algo parecido a un puchero:

—Yo lo único que quiero es que me devuelvan a Jean Paul.

—Pues te jodiste, hijueputa —fue la respuesta al otro lado del teléfono.

Machuca reaccionó rápido para decir:

—Hablo con Mistral, con Miguel Isaza.

—¡Lo sabía! —dice alterado el hombre al otro lado del teléfono—Compañerito, ¿qué es lo que usted pide para quedarse muy, muy calladito?

Esta vez la palabra compañerito le sonó dulce y tierna al hombre que hablaba a toda prisa aunque sin ningún nerviosismo en la segunda llamada. Eso asustaba a Machuca, que lo entendía como el símbolo del torturador. Se acordó de sus quemaduras y tocó las que tenía al comienzo de su espalda, por debajo de una camiseta azul clarito que Jean Paul odiaba. Se apresuró a preguntar:

—¿Con quién hablo?

—Me puede decir señor Martínez.

—Es muy simple, señor Martínez, devuelvan a Jean Paul. Ni un peso más ni un peso menos, sólo sus 75 kilos.

—¿Cómo que devuelvan? Eso no se va a poder.

—¡Libérenlo y ya!—dice Machuca gritando.

Hubo un bache en la conversación después de este grito y Martínez prosiguió:

—Usted tiene la posibilidad de hacer un negocio muy bueno, se evita una muerte pendeja, mucho dolor y queda rico para toda la vida.

Otra vez el torturador y ahora la plata, precio para todo, todo con precio, y como solución inicial, y tanto como final, la violencia. Un híbrido entre agiotista y torturador en cada esquina de la ciudad: en callejones, centros comerciales, ventas de carros, edificios elegantes, edificios gubernamentales y cada esquina “caliente”.

—¿Cuánta plata quiere? —insistió el hombre ante el silencio.

—Nada, nada —decía con profundo desgano Machuca, que borraba de su razón cualquier presentimiento.

<<Ahhh… tratar con víctimas…>>

—¿Te vas a hacer matar, pues, malparidito?

—Tengo todo organizado para que salga en todos los medios al día siguiente que yo no aparezca.

—Y después tu familia.

Machuca ríe y esto desconcierta al hombre de la amenaza; por primera vez encuentra una ventaja en no tener familia. La conversación termina con un tono enérgico y disgustado de Martínez, que le dicta un correo electrónico y le dice que tiene un día para pensarlo. Machuca alcanza a protestar pero le tira el teléfono.

Martínez está en una taberna y restaurante bastante grande de casi cien mesas, en un municipio cercano. Alrededor, varias camionetas y motos, en la mesa un hombre mucho más joven que él le soporta una rabieta aguda y amenazante con la que parecía que fuera a matar al primero que se le cruzara. El sitio entra en la denominación de estadero que como un bohío no tiene paredes.

Tiene 49 años, aparenta menos, no hace nada de ejercicio y aún así se ve fuerte y enérgico, con una especie de vitalidad oscura. Sus ojos profundos y llenos de rabia, aun cuando sonreía, lo hacían ver como alguien fuerte. No se podría decir si era gordo o no, tampoco bajo o alto; su pelo, cortado con máquina; una nariz prominente con un par de lunares carnosos parecía hacer casi imperceptible la boca, que volvía a aparecer cuando chupaba aire por la boca, muchas veces para hacer énfasis en las dimensiones de algo (para el caso, de la “putería” que tenía).

Machuca queda desalentado con la llamada y no tiene más remedio que irse para su casa explicando entre dientes a algún compañero del periódico que era por las quemaduras. Ya en su cama, empieza a razonar, de manera que le parecía que tenían secuestrado a Jean Paul y que tenía que negociar muy bien y hasta convencer a su amigo, tan obstinado, de que hiciera parte de la negociación y enterrara el tema. “Debe ser eso”, se decía y repetía como si fuera un mantra.

Inclusive, se ríe solo cuando piensa que ya se habían dado cuenta de lo terco que era Jean Paul, que insistía en no enterrar el tema.

<<Igual, Jean Paul siempre le ha caído bien a todo el mundo. Seguro ya hasta le tienen algo de cariño… están viendo a ver…>>

Con esto último se anima bastante de tener ya el terreno y el medio para negociar, piensa que ha hecho las cosas bien y se siente fuerte, dueño de ese poder fresco y libre que va a ser empeñado en la causa más justa, en el deseo más alto. Abre la novela de Bolaños Estrella distante y varias horas después la falta de luz lo impulsa a prender el computador y lee el correo de Sada, de donde extrae la dirección.

 

XI

Piensa mucho en qué llevar, coge un morral y mete dos libros ahí, los vuelve a sacar, ensaya si en un saco le cabe uno para renunciar a la idea… toma un cuaderno, siente calor y se quita el saco. Finalmente, mete su cédula en el bolsillo de atrás, en el bolsillo lateral el celular, al que espera que en cualquier momento lo llame Jean Paul diciendo que lo han liberado, y dos billetes de 20 mil en el otro bolsillo, donde también mete las llaves. En el último momento toma un tarro de aceitunas negras que había comprado hacía más de 6 meses.

En el taxi revisa su celular como hacía con su hiperactividad en esos momentos muertos y su incomodidad de ir sentado en el puesto de adelante con un desconocido. Con dificultad, mete el tarro de aceitunas en su bolsillo lateral izquierdo, y él, desubicado y malo para las direcciones, se sorprende de que estuviera llegando a una zona muy desolada y lúgubre por las ruinas arquitectónicas y de personas. Una cuadra antes de llegar a una casa grande se disipaban un poco los habitantes de la calle que deambulan la noche.

La casa estaba entre un rastrojo que hacía esquina y una fábrica abandonada del doble de grande. Era ligeramente vistosa por su techo mucho más puntiagudo que los de las casas que todavía hablaban de algún pasado de familias y que los de las que se acomodaban en un presente de techos planos, llamados planchas, que albergan siempre la ilusión de un nuevo piso (hasta convertir lo que fue una pequeña casa en angostos edificios).

–¿Usted sí viene para acá, caballero?

La pregunta del taxista, mientras Machuca busca el billete de 20 con dos dedos en el bolsillo abultado por las aceitunas, lo pone nervioso. No le gusta hablar con taxistas, menos darles información. Tiene que sacar las aceitunas para pagarle y se baja aparatosamente del taxi, guardando la plata con velocidad en el bolsillo que le queda desdoblado.

Mira hacia arriba y le parece ver una luz tenue detrás de unos vidrios oscuros en el segundo piso. Busca un timbre sin ningún resultado. Golpea la puerta con suavidad y la descubre de un metálico macizo que no produce ningún sonido. Mientras tanto, adentro, a Sada y a Alfredo en cuartos muy distantes se les encendía un monitor. Ella, que no sabe de quién se trata, se alegra de la novedad y hace un acercamiento de la imagen, novedad que crece cuando ve que es alguien joven y que no es un morador de ese barrio.

Sada tiene un hombre más bajo que ella en el monitor, casi media cabeza por debajo, calcula. Pelo corto y ondulado, bastante blanco aunque colorado por el sol en los pómulos, cuencas profundas de los ojos, que los hacían casi imperceptibles con la luz del bombillo a esa hora, y labios delgados que hacían tenues muecas constantemente. No encuentra nada que le llame mucho la atención, sólo algo le enciende ligeramente la curiosidad: el cuello desdoblado de su camiseta negra.

Machuca tira una piedrita pequeña contra la ventana, Sada sonríe. Él espera un minuto y a ella le parece, o imagina, que él respira con profundidad, con fatiga y ansia, un suspiro. Sada respira también profundo aunque sin el tedio y el cansancio de él. Luego este mira hacia el cielo y alza los dos brazos, ella pierde de vista sus ojos y tiene un breve impulso de ir hacia la ventana. Ya Machuca está pensando cómo conseguir un taxi, entonces sin previo aviso atraviesa la calle en diagonal, para luego tomar una falda hacia abajo, en la que se encuentra con un indigente peludo y barbado de unos 40 años.

—Patroncito, una limosnita.

—No hay.

El indigente cambia de dirección y lo empieza a seguir.

—Entonces un cigarrillo, no sea malo.

—Tampoco hay… y no me persigás.

El indigente seguía detrás con un talego al hombro. Machuca coge una piedra grande y amaga tirársela.

—No me tenga miedo.

—Que no me persigás, hombre.

Machuca sale corriendo y en pocos minutos está en otra zona. Un puesto ambulante de café sirve de acopio informal a tres taxis. En el taxi se mete la mano en los bolsillos y descubre que no están las llaves. Llama a Ronald, que tiene una copia, y va por ellas en el taxi que luego lo lleva a su casa.

Sada queda un poco curiosa y prendada del monitor: ¿Y si me hubiera salido del libreto y hubiese abierto como cualquier curiosa?

Ve cómo un indigente perdido en el bazuco se acerca a la casa y recoge algo del piso, tuvo un presentimiento. Grita con todas sus fuerzas: “¡Alfredo!”, lo que nunca hace, y baja las escaleras en camisón, que sólo por poco oculta su ropa interior, y corriendo le pide a él que le diga al bazuquero que le entregue lo que recogió de la calle y le señala la puerta. A Alfredo le cuesta 20 mil pesos recuperar las llaves que tenía aquel hombre.

Sada cree saber quién es el visitante y le pregunta a Alfredo, solo por corroborar, si aquel pelado había venido antes. Ella le escribe preguntándole su dirección para visitarlo. No pedía permiso para visitarlo y tampoco le avisaba de las llaves.

Como todas las noches, Machuca revisa el correo y se ilumina cuando ve tal propuesta, se apresura a deshacerse de su intenso y corto malgenio y a contestar con su dirección y preguntar cuándo lo visitará. Igual de rápido, Sada contesta con un “mañana”, sin asunto.

El edificio de Machuca no tiene portería, por lo que requiere de dos llaves para entrar. Está ubicado entre un granero y una cantina llamada Nostalgia, y la calle siempre está llena de niños en la calle y ancianos en los balcones o las tiendas. Ella llega a las dos de la mañana y abre con cuidado la puerta del apartamento. Suena aún a alto volumen De todo el mundo de Enrique Bunbury, las cortinas de la sala están cerradas y hay una gran mesa negra rugosa muy baja llena de papeles que ella no detalla.

Un escritorio negro con patas metálicas tiene unos cajones entreabiertos que Sada termina de abrir con el corazón que se le acelera cuando el último cruje y se atasca. Las manos le tiemblan, saca un puñado de papeles y arriba hay una foto de un hombre a lo lejos (que parece muy joven) y que tiene el pelo negro y fuma sobre un puente, el cielo está gris, el pelo parece moverse un poco y pudiera estar lloviendo. Le siguen temblando mucho las manos, al punto de sentir que no va a ser capaz de guardar los papeles en orden; los mete haciendo un poco de presión para que quepan todos y abre otro cajón casi vacío que solo tiene un reloj de cuerda y una navaja.

En una pequeña mesa que pareciera haber tenido como uso sostener una máquina de coser, hay una impresora y unas margaritas marchitas. Había tres serigrafías oscuras en café y ocre de Miguel Ángel Couré, una estaba titulada como Eleguá. La silla del computador había quedado arrastrada hasta el corredor que pasaba por la pequeña cocina y tenía encima un chal desparramado. La cocina estaba sucia entre la comida nueva, el polvo muy viejo y manchones de café pegados a la superficie por la azúcar.

En el mismo corredor, ya más cerca del único cuarto, hay un cerro de revistas de cómic, en el perchero junto al cuarto hay un saco. La puerta del cuarto está entreabierta y no cruje cuando Sada la abre.

El colchón bastante grande está sobre el suelo, en la cabecera de la cama hay dos textos enmarcados que sin detallarlos podían ser diplomas, y un baúl sostiene una lámpara que alcanza a alumbrar todo el cuarto y con mayor fuerza el dorso de Machuca.

Está desnudo y de espaldas bajo una cobija que se le enrolla en una de las piernas y caderas, dejando a la vista la otra extremidad, flexionada hasta la altura del pecho, con una cadera con un gran cráter de piel comida por el fuego. Su espalda tiene ese relieve brilloso de los quemados, en una extensión que no se adivina dónde termina.

Hay un libro boca abajo y abierto en la cama, y sobre el suelo, en el otro costado, hay una cordillera de libros con 7 columnas. Machuca se masturbó esa noche pensando en lo que pensaba de Sada, un bello pensamiento que se volvía violento cuando se enfrentaba a él en los ojos de ella.

Observa su pie descobijado, siente deseos de tocarlo, de acercar su cara. No hay almohada y las uñas del pie está largas.

Toma su ropa en un único puñado de medias, camisa y calzoncillos, la acerca a su cara y aspira con profundidad: Madera, maracuyá y tierra.

Sale del cuarto corriendo, como una niña, en puntillas y con una sonrisa a punto de estallar en risitas.

Un exiliado de un lugar mejor o un abortado de un lugar peor.

Deja caer las llaves sobre el chal y se va luego caminando por las calles del vecindario hasta que ve un taxi.

<<Está a medio hacer. Y a la vez la vida ya lo gastó: el mundo le pasó por encima.>>

 

XII

 

Martínez,

Compre un tiquete de avión sin regreso para Jean Paul y para mí a algún país de la comunidad europea. Una vez me encuentre con Jean Paul y tenga nuestros tiquetes, enviaré con copia a usted un correo a mis contactos que explica que había imprecisiones importantes en mi investigación que me obligan a desistir de ella, y acto seguido procederé a destruir las copias físicas y digitales que tengo y a pedirle lo mismo a mi gente de confianza.

Su respaldo será que voy a estar muy agradecido y feliz de mi nueva vida recuperando a mi hermano del alma. Esto es una especie de tregua. En los próximos días liberen a Jean Paul y yo me alejaré del mundo de ustedes por completo y lo alejaré a él.

 

Aquel correo, prefirió referirlo en los próximos meses omitiendo por completo la ridícula frase del respaldo, felicidad y agradecimiento; pero así son, sin gloria, los mensajes de los desesperados y con el tiempo, pasando por una etapa donde sentía que había traicionado su ética, volvería a apropiarse de esa fase de su historia, reconociéndose como alguien al que habían llevado al límite donde se encuentra todo: el decoro, el patetismo, la cursilería, el estoicismo y la más profunda generosidad y el más profundo egoísmo, a la vez.

Hace un esfuerzo por no pensar en Sada después de escribir el correo y apela a su deseo por ver a Jean Paul, abrazándose a ese trillo delgado y agudo de la esperanza; entonces termina la novela que estaba leyendo, se hace unos huevos y se da un largo baño. Siente que ha perdido mucho tiempo y sale apurado para el periódico con deseos de buscar un par de archivos en su computador que le servirán para cambiar de tema en Europa, que en realidad tendría que ser España.

En la puerta del edificio del periódico está parado Ronald fumando un cigarrillo.

<<Tendrá que seguir en esta triste ciudad ya sin el talento de Jean Paul>>, se dice, sintiendo una pena bastante accesoria.

Entre la astucia acelerada de Ronald y la mirada aguda de Jean Paul, Machuca volvía a ser una síntesis aunque mediocre: ve la moto con dos pasajeros que casi lo interceptaba mientras esperaba para pasar los cuatro carriles en ambos sentidos que lo separaban del edificio.

Superando el miedo al ridículo, se tira a los carros frenando de a tantos ante la muerte que no persuade a ningún conductor colombiano. Los de la moto imitan el mismo movimiento que Machuca y cruzan el sardinel. Ronald en el otro lado adivina de inmediato lo que ocurre y la trascendencia, y sin dudar mucho dispara contra los hombres de la moto, que para entonces ya mostraban una pistola alargada por un silenciador. Hiere al piloto en el estómago, el parrillero desiste de Machuca y le dispara a Ronald, ya con la moto en un movimiento errático.

La moto huye mientras Ronald sangra, Machuca se le acerca bastante acelerado y le grita:

–¡Malparido, lo tenés que lograr, no me hagás esto!

Machuca se congestiona y rompe en un llanto quebradizo, agónico.

XIII

En una cabina telefónica simulando hablar está un hombre que aunque aparenta 26 años ese día cumple 30. Aunque de rasgos mestizos, su piel es muy pálida, su pelo largo y grasoso con un extraño y descuidado peinado de medio lado. A cierta distancia es un hombre muy común que se puede perder en una multitud, de cerca, en cambio, hay varios rasgos de él que inquietan: el color verdoso de sus labios delgados, su cuerpo pequeño y delgado, y algo de fragilidad o restos de la desnutrición infantil, contrasta con una chaqueta de bluejean y unos tenis bastante caros.

Se pregunta por matarlos ahí mismo. Sería sencillo pero su negocio no es ese. Él no tiene rabia, él tiene que mantenerse impune y sin rastro alguno. Sólo trabajos higiénicos. A pesar de todo, sueña poder él mismo perforar el cuerpo de Ronald copiosamente con plomo. Le encanta esa expresión, “dar plomo”, pero no como cowboy, sino quirúrgica, con la animosidad minuciosa de un relojero.

Una mirada rastrera que recordaba a un animal ponzoñoso en una cueva acompañaba ahora a una sonrisa que se convertía en una risa insulsa y copiosa como un hipo que crece en el sinsabor del desprecio.

Esa mirada vacía, sin visos, sin colores, llena de blanco, ahora goza del color del asesino, el rojo seco. Rara vez lo hacía pero le entró un capricho de derribar a aquel hombre lleno del vigor de la vida, alegre.

Frente a Machuca el gusto de siempre, una vida suplicante entre las manos, para lo cual prefiere la ingravidez de una bolsa en la cabeza de sus víctimas esposadas. Luego, la absoluta limpieza. Muy pocas veces sus víctimas no le suplican y resulta fatal para él. En esa súplica encuentra un nexo con sus víctimas, que para él es la redención por adelantado, la última simpatía o el intento por ser simpático de quien muere en sus brazos. Al final, la única forma de hacerse a una piel es con el desgarre del otro: creía conocer los sueños de otros, los anhelos y esos sentimientos precipitados en los sufrientes, en los moribundos.

Hay una parte de la operación que le gusta hacerla solo: ultimar el asunto es un momento en el que no quiere ser visto por sus hombres, le gusta consolar el último suspiro de sus víctimas, abrazar al recién cadáver.

A la gente con la que trabaja no les gusta desaparecer cuerpos, pero tampoco les importa. Es gente endurecida en una ruralidad violenta que ve al hombre como un animal más, labores físicas y ajusticiamiento sólo hacen parte de un sistema, de las cosas que son como son. No pensar mucho y no entender mucho era una buena práctica para ser parte del andamiaje.

Le dicen El Ferretero porque tiene una ferretería como un negocio fachada, aunque en su intimidad más profunda hace inventarios, saca todo tipo de herramientas y de piezas y las limpia frenéticamente; puede tardar hasta 20 horas en esta operación, a la que se dedica todos los domingos que no había que ultimar a algún fulano.

Llega a su casa, con expresiones contrarias a sus sensaciones, sonriendo, aunque incapaz de expresión profunda y direccionada o de un comentario amable. Primero se encuentra a su esposa, una mujer humilde que con sus 30 años y después del embarazo había engordado y perdido las convicciones y capacidad de asombro de otra época, y hoy sufre de largas y pesadas depresiones. Después está su hijo de 6 años, ausente, frágil, absorto entre sus juguetes, de trato menudo, sufre de asma e incontables gripas y, como si se tratara de un gen, es  incapaz de ser amoroso o incluso alegre.

A la mujer le levanta las cejas y ella esboza una sonrisa muy breve que muta en cara de resignación y decepción; al niño lo saluda con un “hola”, a ninguno de los dos los toca, ni siquiera se les aproxima; sigue hacia el otro extremo de la casa, donde puede entrar a la ferretería por dentro de la casa.

Hay muy pocas herramientas, entre ellas un pequeño serrucho eléctrico, una pistola industrial de silicona y un soldador. El Ferretero derrama una caja entera de tuercas, tornillos y clavos y los alinea sobre la mesa. Es un ejercicio receloso, cree que si alguien lo ve se podría asomar a lo que piensa, a su debilidad, sospechar lo más oscuro de él.

Suele lustrar tanto las piezas y luego las herramientas que se ampolla o malluga la propia piel de las manos. Normalmente está tan cansado y ha dormido tan mal que le es fácil abstraerse y poner la mente en blanco.

Esta vez, como muchas otras, musita: “Todo se va a arreglar”.

Y las imágenes se empiezan a amontonar en su destartalada cabeza como piezas que van armando un aparato apretado que intenta salir disparado pero ya no se puede mover. Mecanismos y pequeños objetos de metal forman un insecto nervioso. En su cabeza se arma un paralelo entre las piezas mecánicas y la humanidad desvalida desarmada, desarticulada y descuartizada. Es el delirio de un buen trabajo finalizado.

Sin darse cuenta y con los ojos perdidos o cerrados se empieza a babear. En su ensueño los seres humanos,  y esta vez Machuca, era un humanoide sin secreciones: no orinaba, no defecaba y menos que sangraba, sólo se desarmaba como un muñeco, un maniquí que aceptaba haber perdido en un juego muy grande para él.

Al final la enfermedad mental de este personaje había sido encaminada por una industria de homicidio. Su sicosis se canalizaba por una obsesión de orden. En otro país habría sido un asesino en serie, pero acá era alguien que estaba convencido de que había gente como cosas, que se salieron de control, no lo dejan dormir a él, no dejan estar tranquilo a alguien.

Los resortes, las alarmas, los despertadores, los aparatos de cuerda, los tic tac frenéticos se asomaban a su cabeza taladrando cuando tenía un trabajo por finalizar.

En ese mundo imaginado que recuerda la crueldad de los niños al destripar insectos, de la ausencia casi total de conciencia, donde El Ferretero había visto ya gritar con toda el alma a 83 personas, Machuca sólo protestaba con unos quejidos de decepción y resignación.

No entendía qué había salido mal: <<

La gente siempre se asusta, los más fuertes son indiferentes, cada quien en lo suyo. He visto a madres encerrarse en un cuarto con uno de sus hijos, mientras afuera matan al hermano de este. La gente siempre tiene a alguien más cercano a quien cuidar; la gente siempre tiene a otro ser querido por quien vivir.

La gente mira hacia abajo, respira pasito ante el asesino. Son sus vueltas, dicen. Son nuestras vueltas y siempre nos encontrarán razones que ni habíamos pensado para volver a simpatizar con nosotros>>.

 

XIV

Machuca está en el hospital desesperado hablando con un médico:

—Dígame, doctor, ¿mi amigo se salva?

—Hay que cuidarse de las infecciones, pero la bala atravesó y el estómago va a cicatrizar. Es mejor que se vaya para la casa rápido, donde es menos probable que agarre una infección.

Vuelve al cuarto a cuidar a Ronald hasta que llegue su hermana a pasar la noche.

Ve a Ronald sonreír y charlar con amabilidad con todo el que entra. Empieza a llamar a fiscales amigos, oficiales de la Policía, gente de un ministerio. No hay ningún tipo de resignación y menos, desgano.

—No sabía que andabas armado… Ronald, vos sos asombroso, no has tenido susto, no te deprimís, no te aburrís con lo que pasa.

—Sin proponérselo, su voz tenía algo de reproche, cuando pretendía esgrimir un diálogo de admiración.

—Vos creés que yo soy un superficial, ¿cierto? —le dice Ronald, que le sonríe con una sonrisa que terminaba en risa.

—Yo te admiro mucho y sé que estás más apto para triunfar que yo. Sé que yo soy un incompetente y que nunca voy a lograr ser alguien, mientras que vos te volvés famoso… Yo te quiero mucho, el asunto es que me ha tocado extrañar a Jean Paul solo y no me cabe en la cabeza que me digás que me olvide de nuestro amigo mientras se pudre en un sótano. ¿Vos no quisieras siempre ser recordado? ¿No te duele que la vida simplemente siga cuando no estamos, aun si lo que necesitamos es socorro?

—Mirá, Machuca, yo sólo escogí vida y eso no es querer menos. Vos deberías aterrizar un poco también y de paso abrazarte a la vida.

Ante el silencio de Machuca, Ronald continúa:

—De tanto andar entre militares me convencieron de que anduviera armado. Aquí en el momento justo el único que se puede cuidar es uno.

Machuca sigue en silencio y en la voz de Ronald se ve una irritación que sus amigos nunca habían presenciado:

—¿Será que me debo culpar y debo ser infeliz por no ser capaz de salvar a uno de mis dos amigos o la forma de disculparme… disculparme con la vida, es salvar al otro idiota? ¿Vos en serio creés que debo sentir vergüenza de querer vivir y que el único cariño posible, el único amor posible por Jean Paul, es el tuyo? ¿No se te ha ocurrido que es mi mejor amigo, que yo también lo… quiero?

—Ehhh, ehhh —Machucha piensa qué decir y hasta quiere indignarse. Está muy confundido y no sabe por dónde comenzar, así que dice:

—Lo importante ahora es que te mejorés, no te preocupés por nada.

La prensa llega y Ronald se encarga de hacer de lo sucedido un escándalo gigante. En toda su recuperación los medios no lo iban a dejar aburrir y tal vez esa era la pieza que hacía falta para que un tipo tan carismático y divertido se volviera un ícono del periodismo nacional.

Machuca espera largas horas a que los medios queden saciados de las historias, declaraciones y hasta chiste de Ronald. Finalmente vuelve a entrar y después de unos minutos se despide. Ronald le insiste que va a estar bien después de las torpes muestras de preocupación de Machuca y es insistente en decir que es más urgente su seguridad y que debe viajar a Bogotá donde hay un apartamento donde se puede hospedar. Machuca promete que lo va a pensar.

Apenas se va, Ronald llama a un amigo capitán para poner seguridad permanente en el apartamento de Machuca mientras este tramita algún tipo de asilo:

–Capi, ese man no aguanta más. Hay que sacarlo, pero mientras tanto no podemos dejar que le pase nada.

Uno nunca sabe si es por mediocridad o por corrupción que esa noche la patrulla de Policía no sigue a Machuca hasta la casa de Sada cuando sale en un taxi.

En la cabeza de Machuca Sada no llega y después de una hora de enviado un e-mail, ella responde que no es que se demoraba sino que ya había ido. Él, confundido por la respuesta que asume metafísica, no sabe, pero en ese mensaje escueto, Sada guarda un extraño y nuevo fervor hacia él.

A distancia, un carro viejo marca Monza y aún más distante una camioneta Toyota siguen a Machucha. Otra vez, Machucha llega en un taxi en esa calle espantosa. A pesar de todo lo sucedido, tenía buen ánimo, estaba tarde y la ruta en la noche daba tregua a esa ciudad lenta y aparatosa en medio de sus afanes.

Golpea la puerta con la impotencia del que presentía que iba a terminar siendo contraproducente lo que hacía.

El Ferretero espera en la esquina en el Monza con las luces apagadas, con el deseo no sólo de matarlo, sino, como indica su trabajo, de torturarlo. Manda a dos de sus hombres:

–Encañónenlo y tráiganlo. No lo maten, pero si pone problemas noquéenlo”.

Al otro lado, Sada y Alfredo miran la escena. Ella está deleitada y a la vez llevada por su personalidad castigadora y dramática para no abrir, pero cuando ve que una camioneta parquea al frente y dos hombres bajan del carro, piensa asustada que a Machuca lo van a atracar y abre la puerta y baja la escalera para alertarlo del peligro que ya no alcanzaba a mantener afuera de su casa.

Alfredo, que entiende rápido que algo muy malo pasa, mucho más que un atraco, va directo a la puerta y con una especie de escopeta le dispara en la cara a uno de los sujetos, y otro con una inmensa pistola, nombrada en Méjico como “la mata policías”, le propina un disparo en la mano. Alfredo sin dedicarse al dolor del disparo, hace el siguiente disparo sobre el otro sujeto pero falla. El hombre de El Ferretero huye y Alfredo puede cerrar la puerta.

Sada mientras tanto grita a Machuca que corra, que se esconda. Esa voz de mujer, tan vital, atravesó a Machuca, que corría hacia adentro, pasando por la cocina y oyendo los disparos atrás que en realidad no habían sido contra él, se tira a la piscina.

Sada, con la adrenalina y el nerviosismo al tope, se dirige a Alfredo que le dice que está haciendo unas averiguaciones y que se encierre en su cuarto mientras entiende lo que tienen que hacer. Para ella la catástrofe es menor que para los otros, sabiendo a Alfredo casi ileso y la pesada puerta cerrada. Se siente muy segura ahí. Cuando se aleja de Alfredo que se venda la mano este, como recuperando la claridad en sus ideas, le dice:

—Y Sada…

—¿Qué?– Dice ella volteándose hacia él.

—Ese muchacho no se puede ir. ¿Necesita ayuda?

—No… ok, ok.

Él seguía en la piscina.

—¿Se fueron?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Javier.

—Ven, Javier, sube por favor.

Ella le pasaba una toalla y él salía.

—¿Y tú te llamas Sada?

—Sí.

En el segundo piso hay tres puertas, pero dos cuartos están comunicados por dentro haciendo un gran cuarto, el de Sada.

A esa distancia, sin gafas, y con una oscuridad que hace de algunos lugares del cuarto ensombrecidos y otros por completo oscuros, Machuca no alcanza a comprender su rostro, aún sin memorizar en el agite.

Es la 1 o 2 de la madrugada, él tirita y ella que tiene un camisón largo se empina a buscar una cobija mostrando unas caderas de toda su juventud y unas piernas gruesas forradas como un melocotón de un bello rubio hasta las rodillas. Le entrega la cobija y le dice que se quite la ropa.

Él, desesperado con esa ropa, se la quita y se envuelve en una cobija, dejando la toalla amarrada a la cintura.

Ella es una mujer con un cuerpo dotado de unas proporciones bonitas a pesar de algo de flacidez propia de la ausencia de ejercicio. Una mano la mantiene instintivamente baja y llevada hacia atrás, mientras que la otra es parte de todo gesto y acompaña todo mensaje. Su mano es muy larga y delgada, con cada hueso bien pulido y cubierto por una piel muy blanca.

Se acerca hasta donde Machuca puede verla.

Tiene puestas unas gafas de lectura bastante feas, sus labios, que fue lo que Machuca notó con intensidad, son pequeños y pronunciados, de un rojo natural, en una palabra: vitales.

Él mira sus pies, pequeños, con un profundo puente y dedos bien delineados, que estrechos entre ellos, no se montaban entre sí.

Machuca está colapsado y feliz. Esa mezcla de adrenalina con su presencia, lo hacía en pensar que pronto iba a morir, morir de felicidad, pero una felicidad angustiosa, que cuando se posaba en la noción de un después se mezclaba con todas las tristezas. A pesar de los presentimientos por primera vez desde que había perdido a su amigo, el código es de vida, se siente algo así como liberado, siente una bendición donde pierde el miedo y por tanto la aprehensión por el instante siguiente.

Sada está algo preocupada por lo que entiende como un robo, sabe que su alcahuete amigo, Alfredo, en algo así como media hora los iba a interrumpir y que con tanta algarabía podía llegar la Policía.

Sada no quiere hablar, no quiere complicar nada porque sabe lo que quiere y odia razonar; la asusta, como a Machuca (aunque no lo sabe), el tedio del amanecer con sus papeleos, sus trámites, su obligación; todos esos asuntos de la supervivencia que parecieran cesar con la noche.

Machuca se encuentra de pie y ya ha pronunciado una o dos veces la palabra “gracias” y Sada no ha dicho ni una palabra. Ella se acerca y con delicadeza pero con determinación mete la mano por debajo de la toalla como si se tratara de una falda y agarra los testículos de Machuca, que intentando aferrarse al momento cierra los ojos y abre la boca.

Él vuelve a sentir algo de susto en medio de lo que imagina como un laberinto de una reina molusco donde su pene era diminuto, apenas un punto en medio de un pulpo translúcido de mil colores. Mojado y con frío, aún sabe domar con las sustancias del superviviente su miedo, su vergüenza, y se vale entonces de las imágenes de unos vapores, unos volcanes en el fondo de ese mar donde se siente clamando por un poco de sal y pone la mano sobre el hombro de Sada y presiona con firmeza para que se siente.

Presiente su dedo de porcelana blanco que no se entiende por completo en la oscuridad aunque brilla. Adivina en la densidad ese dedo como no humano.

Machuca, que se sienta con una tiesura monumental para no desprenderse de la toalla que se templa quitándole movilidad, se recuerda cicatrizado como un monstruo y toca la mano de donde salía esa vara blanca espectral, constatando que era una prótesis de un dedo que no estaba.

La oscuridad lo protege, pero al moverse un poco un reflector le alumbra la cara y rebota levemente en la cara de Sada, que lo mira y le sonríe.

Se siente en ese momento conmovido por una complicidad de su deformidad reciente con su amputada compañera, al punto de humedecérsele brevemente los lagrimales.

Para Machuca esa sonrisa, ante ese cuerpo semidesnudo y esa mano que toca sus testículos era la mejor ofrenda que podía recibir. Es como si él adivinara que Sada tenía una media sonrisa de esas para Alfredo y que por lo demás sonreía en la soledad de su intimidad.

Desde niña nada como eso, nada como ahora. Y no sentirse fatal de que le agarraran la mano que le faltaba el dedo era una premonición potente.

Machuca se acerca lento para un beso y toca con su nariz la de ella, que era otro elemento de la perfección. Con delicadeza hace la mímica de un pellizco de los labios de ella con los de él sin tocarla, como si cortara su aliento. Rápidamente roza los labios de él con los de ella como se toca lo sagrado, hace de su mano un espaldar para la cabeza de ella y abre la boca a pocos milímetros. Sada que pierde la calma y el control que quería tener, que tanto ha tenido, abre la boca y se pierde en un beso largo y febril beso en el que Machuca ensueña ser un largo pez plateado que vibra en aguas bajas.

El beso termina, como nunca entendemos al recordar después en el recuerdo, y Sada, visiblemente abrumada, y ocultamente fuera de control se encorva por completo alcanzando con la cabeza la entrepierna de Machuca, al que le abre con varios movimientos urgentes la toalla.

Para Sada el tiempo pasa líquido y liviano, está entretenida con las texturas, los climas y los humores, y para sólo por la interrupción de Machuca que le levantaba su cabeza con ambas manos que abrazan su cara.

Le quita el camisón, la acuesta y le pone su toalla y camisón enrollados en el suelo para ser almohada. Vuelve a sonreír, él intenta hacer su mejor sonrisa, está arrodillado frente a ella y se inclina para besarla, ella acaricia su pelo de la parte de atrás de la cabeza.

Le quita los calzones. Ese movimiento de arquear la espalda para ofrecer el último espacio de desnudez hace del momento para Machuca algo insoportable, extravagante: la bendición de la exageración para los desesperados.

Machuca casi que se había vuelto un borracho. Se sabe cuándo a pesar de los excesos nunca se vomita, llevándolo todo a un hígado prematuramente graso. Siempre le dieron susto las agujas, le desesperaban los cocainómanos y lo deprimía la mariguana que fumó de forma copiosa durante un año atrás.

Sada había intentado con todo entre la muerte y ningún esfuerzo pendiente por vivir, y finalmente se había quedado sólo con los calmantes cuando estaba triste y quería dormir 20 horas (“hasta que algo ocurriera”) y también cuando estaba alegre y extrovertida pero necesitaba concentrarse en las tareas que le alegraban la vida.

Sabiéndose felices se asoma la tristeza de los recientes adultos que saben que la felicidad acaba. Comprender la felicidad en el presente tan mal equipados es saber que todo tiempo futuro tiende a ser peor y se incursiona en los excesos que sólo podrían ser malos en teoría, desde afuera, por alguien que recuerda. Expulsados del paraíso real sabemos que los paraísos artificiales sólo son un modo de seguir la corriente, casi persistir en el absurdo.

Las sustancias sólo son para calmar el dolor, el dolor ya estaba en el contacto, en su ausencia, en el encuentro y desencuentro. Las sustancias no dañan tanto como las relaciones.

La penetra a ella que coleccionaba gritos de hombres extraviados. Tras un momento, él se siente dando vueltas canela en el vacío y ella atravesada. Él suspira a la vez que se hunde como un animal bovino en sus senos, ella suelta un jadeo muy frágil, agudo. Ella está en contacto con algo nuevo de ella.

Todo en ellos antes había sido ficción, una ficción que los hería y los dejaba desvalidos, y ahora él besa su boca y agarra sus manos entrelazando sus dedos contra el piso, ella dócil y casi frágil sonriendo de forma continuada, él no siente que la domina ni que la tiene, siente que hay algo más por vencer, el amanecer, el mundo.

Con esa sensación, Machuca se mueve duro, rítmico y veloz: él milagrosamente, él que se veía a sí mismo como un pésimo amante, un eyaculador precoz bloqueado además por su torpeza, su timidez y desvalido de algo más, como un físico o “una carrera prometedora”.

El sudor llega después de que el frío se ha vuelto tan sólo frescor de la noche. Ya no piensa qué más hacer, sus ruidos, su palpitación y los olores ya mezclados con la humedad de su sexo traducida a otras partes del cuerpo empapadas por la sal de los amantes, lo guían.

Ella no dice nada, no quiere. Él quiere pero le da miedo decir algo. Ella lo abraza más fuerte, tiene ganas de enterrar las uñas en su espalda, pero le da miedo hacer algo que a él no le guste. Ella emite un ruido lleno de tensiones, que se va aflojando como un nudo de seda, para quedar algo como el mar después de la tormenta. Ya es un ruido grave. Aprieta su cuerpo, desde el centro de su vientre y con sus piernas. Él no se mueve, ella relaja las piernas y las descuelga, las estira, va a sacar su pene de ella lentamente, pero ella lo abraza y lo retiene con un suave “no”.

Es la primera vez después de una docena de amantes y de una docena de prostitutas que está seguro de que una mujer ha tenido un orgasmo con él entre sus piernas. Nunca había vivido algo así, no se le parece a nada anterior, siempre había una verdad tan grande, tan manifiesta de que no estaba frente al amor, que ni siquiera había podido soñar con él junto a alguien, soñar con un amor con rostro existente, nombre, palabra.

Ella piensa que él quiere sexo, sigue con una erección, no ha eyaculado, entonces ella le dice con su cuerpo que salga de adentro y quede boca arriba, y empieza a besar su estómago. En esas estaban cuando suena con toda violencia el citófono. Era Alfredo, ella le acaricia su pelo mientras le dice que cree que se tienen que vestir, contesta el citófono y permanece en silencio después de un “aló”.

Él se pone el pantalón todavía mojado y una camiseta blanca de ella, ella se viste con una camiseta igual y una chaqueta de cuero negra. Mientras tanto Alfredo borra unos vídeos en un cuarto en el primer piso.

Sada empaca su computador, una tablet (una tableta digital), dos discos extraíbles, dos cámaras, un trípode bajo, un par de libros y un montón de camisas y camisillas blancas, que parecían para un regimiento del ejército.

—¿Por qué tanta ropa? —pregunta Machuca.

—No me gusta lavar.

—¿El hombre que mató al que se metió es como un mayordomo? ¿Trabaja acá?

—Sí.

—¿Trabaja para ti?

—Sí.

Machuca se incomoda con la distancia que la urgencia empezaba a poner entre ellos y él se siente que no estaba a la altura del desastre que había armado. Está pensando en eso cuando Alfredo va hasta las escaleras del cuarto ahora abierto y le grita:

–Y usted, en qué lío fue que nos metió.

Sada se acerca a la puerta del cuarto y entre gritos le dice a Alfredo:

—¡No ve que le querían robar!

—Eso no es verdad —responde Alfredo, y los dos miran a Machuca.

Él se queda varios segundo sin saber qué decir, hasta que echa mano de un pusilánime “lo siento, yo no quería que pasara”.

—¡¿Qué?! —grita desencajada Sada.

—Responda hombre, ¿qué es todo este asunto? —insiste Alfredo sin cambiar el tono.

—Pues es que yo soy periodista y un mafioso me quiere matar para que no publique algo de él.

—Qué es ese cuento tan raro… ¿Pero entonces usted qué hacía acá? ¿Qué tiene qué ver Sada con todo esto?

—Nada, nada… yo sólo quería…

—¿Qué? —insiste Alfredo.

—Conocerla.

—¿¡Qué!? ¿Ustedes no se conocían?

Al unísono él contesta que no, mientras ella contesta que sí.

—Por internet —aclara él.

—Bueno, ¿y qué espera? ¡Lárguese!

Él la mira a ella suplicante y de reojo mira a Alfredo, sintiéndose peor cuando ve su mano izquierda con una pesada venda y un círculo rojo difuminado en el fondo blanco.

–Tal vez Alfredo tiene razón –dice Sada, mientras Machuca se nubla y siente de nuevo todos sus bloqueos y terrores que lo han acompañado toda la vida en sus intentos amorosos.

Al principio, ella tenía ganas de salir, de obligarse a salir. Tener que avisar de sus movimientos a su papá y enfrentar alguna logística que le quitaba cualquier espontaneidad al viaje, la habían vuelto, casi que por completo, confinada a ese lugar.

Sada ya tiene tedio de irse. Ese lugar, con sus rutinas, era la confección más similar a la felicidad que había logrado. Volviendo a pensar como adulto, ahora pensaba en el segundo movimiento, en el fin de un paseo, donde el amante ya no estaba, donde había perdido ese maravilloso lugar para volver.

—Claro que tengo razón, váyase, y usted, Sada, termine de empacar. Vamos a tener que llamar a su papá.

—No, eso sí no, Alfredo, ni por el putas. Con mi papá ni chimba, ¿entendió?

—Sada, no ve que estos hombres eran profesionales, las armas que usaban, la gente va a empezar a indagar y este ya no va a ser un lugar seguro para usted.

—No lo vaya a llamar todavía.

—La espero en el carro— le responde Alfredo.

Sada lo mira, él sonríe, es una sonrisa distinta, cargada de miedo, de vergüenza.

—¿Tú por qué tienes esos tipos detrás? Tiene que ser otra cosa, ¿les quedaste mal con algo? —dice Sada con una voz dulce que escondía una creciente decepción.

—No, no. Te juro que lo único que he hecho es mi trabajo de periodista.

—¿Pero cómo se te ocurre venir si te estaban buscando para matarte? ¿No te importaba qué me pasara algo?

—No sé, no pensé. Todo esto ha sido muy irreal para mí. —Mientras dice eso, Machuca se da cuenta de todo lo egoísta que era, se empezaba a asquear de su bruto deseo maquillado de amor.

—¿Sada, le puedo decir algo muy bobo?

—Supongo.

—Yo sentía que si me iba a morir, si me iban a matar, la tenía que conocer a usted primero.

—¿Y quién es el tipo? —cambia de tema Sada, forzando su malgenio, que se desvanece a medías con lo que su amante dice.

—Mistral —responde Machuca.

—¿Mi papá? —pregunta al aire y con agonía Sada, con los ojos muy abiertos que siente que se convierten en cristal.

—¿Tu papá?

—¿Pero tú me querías hacer algo a mí? ¿Me querías secuestrar?

—¿Qué? ¿Cómo? No entiendo nada —dice Machuca bajo la expresión de Sada donde parecía desaparecer cualquier simpatía y ni se diga promesa de amor. Con toda su debilidad de vuelta, Machuca quería desaparecer huyendo de ahí.

—¿Tú creíste que si llegabas a mí, que haciéndome algo o no sé, secuestrándome, mi papá te iba a dejar tranquilo?

—¿Cuál papá?

—Pues Miguel, mi papá.

—¿Mistral?

—Sí.

—No puede ser… eso es imposible… vives en un barrio de mierda y… y… además tú fuiste la que me escribió.

<<Era verdad, piensa ella, él no fue quien la buscó y nadie podía creer que con un aviso así la iban a encontrar.>> Ella siempre tan oculta y el rastro roto, lejos en otro país, para luego volver y no tener ninguna relación con su padre más que unos mensajes desde cualquier e-mail.

—¿De verdad es tu papá? —insiste Machuca.

—Sí.

Ella esgrime una sonrisa con la cara agachada y abre un poco la boca con palabras que no salían, pero Alfredo empieza a pitar copiosamente.

Ella va hacia el garaje y Javier, sin dar explicación, se desvía hacia la piscina, donde saca sus gafas del agua con el cedazo que estaba puesto en una esquina.

El garaje está en la parte anterior de la casa, se abre la puerta eléctrica y Sada se monta atrás, Machuca espera pacientemente y al ver que ella hace espacio dentro del carro y deja la puerta abierta, hace el ademán de montarse pero lo detiene un grito de Alfredo:

–Usted no va.

Sada le dice con suavidad a Machuca que suba y él titubea inmóvil, mientras que Alfredo le insiste que se vaya, entonces Sada le dice algo en secreto a Alfredo y éste bajando la voz protesta ya con dulzura:

–Pero, Sara.

Machuca, que pensaba que el secreto era una especie de ruego, vio una faceta que no conocía de Sada cuando esta dijo con un grito controlado y mirada llena de fuego:

–Usted, haga lo que yo le digo.

 

XV

Sada le estira la mano y Machuca se termina de montar y cierra la puerta. Llegaron a un conjunto de bodegas, lo atravesaron y en el otro lado se montaron a un carro polarizado al que no le bajaban los vidrios y arrancaron hacia una de las salidas de la ciudad.

—Hacia dónde vamos —pregunta Machuca.

Ante el silencio, Sada dice con esa voz de mando:

—Responda, Alfredo.

—Hacia una finca.

En esa madrugada, mientras ellos llegaban a la trocha que conducía a la finca, el Ferretero muere con tres tiros en la cabeza.

Martínez le dice con una clara jerarquía, entre cliente y patrón, que mandara la escolta en el otro carro y se van solos en una camioneta.

—Alguien nos está saboteando, pero esto no hay que solucionarlo con mucha fuerza. Pensé que lo podíamos solucionar usted y yo. Hablando con el fulano, como en los viejos tiempos. Después de todo somos una familia.

—¿Y quién es?

—Da lo mismo. Espere.

Llegan a una casa a las afueras de la ciudad y señalándole el espejo le dice:

—Mirá, pues, el que nos tiene cagados.

Y sonaron los incisivos silbidos de un silenciador. El Ferretero había muerto a manos de Martínez con una sonrisa en los labios. Era el fin de ese juego tedioso y no había terminado como pensaba, mal, torturado.

<<La saqué barato.>>, piensa El Ferretero.

<<Por qué se hacen matar… Esto que es una belleza, como una familia. Nosotros con nuestros asuntos, nadie nos puede desunir, todo funciona bien… siempre cuidándonos.

Si no hubiera sido tan agüevado, como un autista… yo mismo lo hubiera ayudado a que se fuera del país. A algún lugar donde no nos pudiera decepcionar… luego con el tiempo, como pasó con Caliche, si mantenía la cabeza abajo, con esa humildad chimba que tienen algunos, algún trabajito, en enlace afuera con las rutas: relajado.

Lo que pasa es que este man nunca llegaba a las farras, nunca entendió el sentimiento, una cosa como de hermanos. Aquí ya no hay cucho, sólo un hermano mayor. Es que ni Mistral da ya órdenes, él lo aconseja a uno. Todo funciona como una gran familia. Qué cagada…>>

Martinez duda un momento como cambiando de ánimo y restableciendo un ritmo en el que llevaba ya más de 20 años, se dice así mismo en un acuerdo interior para no pensar más en el difunto:

<<Ahhh, pero este era un bobo hijueputa, a mí nunca me gustó trabajar con él.>>

Martínez entra a una casa donde está un hombre robusto, pero macizo, ligeramente subido de peso y de complexión ancha, de labios apretados, ojos pequeños, corte militar y una cicatriz en el mentón. Da instrucciones a un hombre bajo y calvo, más viejo o más envejecido que él, mientras escribe en un computador y en dos celulares.

Les traen a los tres un desayuno y el hombre calvo cierra unas carpetas y deja de anotar en una libreta.

Mistral da indicaciones sobre su esposa y sobre otros familiares. Preguntaba por propiedades, hablaba de sobornos y políticos, y decía que necesitaba “juntar mucha plata”. El otro hombre termina el desayuno y se da cuenta de que mientras tomaba el desayunaba, Mistral ni tocaba el plato y en vez chateaba por los dos celulares y por el computador sin aún tocar el plato.

—¿Usted no va a desayunar, señor?

—Es que no ve que va a empezar una guerra, ¡una guerra!

—Listo, aquí están las cuentas y las caletas detalladas.

—Váyase.

—Fernando.

—Cucho.

—No me digás así.

—Sí, sí… Dígame Miguel.

—¿Cuántas casas tenemos en La Avanzada?

—Una docena.

—¿A cuánta gente le estamos ayudando en Carpinelo?

—220, 230.

—Y allá en Miramar qué… No quiero más alinear a esos pelados de allá a punta de mariguana.

—No, eso que vamos a hacer ahora es puro deporte… pero los pelados de allá sí están muy mariguaneritos… Yo ya moví a alguien de allá que no daba ejemplo.

—Vea, Fernando, no quiero que sigamos dando tantos mercados, vamos a hacer más préstamos para montar panaderías, no sé, puestos de empanadas, cosas de esas pero sólo a mujeres. ¿Sí me entiende? Es mejor así.

—Claro. A mí también me parece mejor.

—Y la señora de la Junta de Acción Comunal, ¿sí le dio lo que pedía?

—No, ¿le doy el carro ese o la plata para que se lo compre?

—No, no. Me la desperfila y se crea un precedente difícil. Cómprele una moto.

A más de una hora en carro de donde ocurría la reunión de Mistral, Alfredo llegaba manejando a una finca diminuta en un filo de una montaña mientras Sada dormía, recostada sobre el hombro de Machuca. Machuca fue incapaz de dormirse delante de Alfredo.

Sada se despierta y parece un poco distante para los deseos diversos y crecientes de Machuca. Se bajan del carro, Alfredo baja el equipaje de Sada y Sada va hasta la cocina y empieza a comerse una manzana verde.

Machuca la ve desde unos 10 o 12 metros y Alfredo sin mirarlo le dice:

— Es lo único que come.

—Ahhh.

–Manzanas, lo único que come.

—¿Lo único?

—Eso y pescado.

Cuando Sada lo ve, se acerca un par de pasos y le tira una manzana. Corre hasta la otra casa donde hay un pequeño patio que hace las veces de antesala con una mesa plástica blanca que se apeñusca en el pequeño espacio.

—Ven —le dice desde el quicio de la puerta.

Llegan hasta un cuarto que tiene dos camarotes muy angostos y ella cierra la puerta con seguro y se quita las gafas y la ropa. Machuca, de nuevo emocionado, inventaría y sabe que le gusta todo de ella menos el pelo. Sueña por un momento que la rapaba con una máquina de afeitar y siente deseo por su cráneo despejado, liberado de un mundo que le había tostado el pelo con tinturas y otros desesperos de adolescentes que hoy englobado no se aferraba a su silueta.

—Acuérdate que te pusiste esa ropa toda mojada.

Él se quita la ropa y ella con lo que él mitifica como caricias la dobla y la cuelga en una celosía de la ventana.

—Me quiero dormir —dice Sada.

—Ok —responde Machuca, que le parece bastante frío ese simple enunciado.

Ella se encarama enérgicamente en el camarote superior de la izquierda y él se sienta encorvado en el camarote inferior de la derecha. Sada se mete bajo las sábanas y con los ojos cerrados y muy despacio, como llevada por una fatiga inmensa, le dice:

–¿No quieres dormirte conmigo?

Machuca sonríe sin que ella lo vea y sube y la besa, en un beso que con los ojos cerrados y el cuerpo aquietado tuvo toda la vitalidad y la temperatura de los peces agarrados en el agua con las manos. Sada se voltea de medio lado y toma de la muñeca a Machuca para que la abrace.

Otra coincidencia, otro milagro, la temperatura de sus cuerpos desnudos ahora asexuados, la geometría que hacen, otra nueva perfección. Frío y tibio y el calor encima o cercano como un astro hirviente que se sospecha se puede prendar.

Escasamente dos horas después, Machuca se despierta con unas ganas increíbles de despertarla. Le encantaba estar con ella ahí, pero para dormirse de nuevo necesitaba más espacio, necesitaba de más frío porque el cuerpo de ella era tibio y la madera del techo y de las paredes ya empezaba a calentar. Además, lo que había intentado no hablar más con ella lo está atormentando profundamente, al punto de creer que se trata de un delirio de él o de ella.

Se despega de ella con suavidad y baja lento de la cama. Se siente de nuevo insulso, su temperatura cambia lejos de ella y con ella su olor. Se siente sin un lugar en el mundo.

En la pequeña casa donde hay un diminuto corredor y dos cuartos no está Alfredo. Mira hacia la segunda edificación a unos 40 metros donde están la cocina y una chimenea, y afuera una mesa de madera gruesa y sin pulir. Va hasta allá y se sienta afuera. Comprueba que Alfredo está en la cocina.

—¿Necesita que le ayude con algo? —dice fuerte Machuca, que ya no tiene contacto visual con Alfredo. Este no responde.

Minutos después, Alfredo se sienta al frente de Machuca con una media sonrisa ácida y, agachándose hasta los tobillos, saca un revólver que pone sobre la mesa.

–A ver, pues, quiero que cuente ya toda su historia –dice en baja voz y con un tono pantanoso que amalgama su rabia con el hombrecito que tiene al frente (por todo el episodio en el que se han visto) y el dolor inmenso en su mano, que siente como un pedazo de carne con un agujero inmenso.

Contrario a lo que Alfredo pronosticaba de ese personaje bastante pálido, gafufo, bajo y, a su modo de ver, torpe, Machuca no se asusta en lo más mínimo por el arma, y con algo de tedio empieza a hablar.

Sin querer, la historia lo lleva a detenerse más de la cuenta en Jean Paul y también a darse cuenta de que esos 71 días sin su amigo lo hacían una víctima. Alfredo comprendió las quemaduras que se le veían en los brazos y manos y se sintió profundamente comprometido con la historia de su amigo “porque todos hemos perdido un amigo que hubiéramos querido ver envejecer”.

Queda tan pormenorizado todo que es clara la ausencia de nexos con el narcotráfico. Alfredo lo vuelve a ver débil, limitado, pero ya no por su propio espíritu, sino por las circunstancias; y lo supo alejado de haber estafado a un patrón del narcotráfico por una coima o un soborno que no asumió su real objetivo.

Alfredo le sonríe ya de un modo distinto, se para a la cocina y vuelve  pocos minutos después, y con otro tono le pregunta:

—¿Y entonces usted llegó a Sada por la web?

—No, bueno… más o menos…

—No le dé pena, hombre, tranquilo, me puede decir.

—No, no es pena…

—Dígame, ¿le gusta eso?

Cada vez más confundido por conversaciones en las que Machuca no se figuraba nada, le empieza a dar una migraña que ya no le dan fuerzas ni deseos de desenredar nada. Ya ni siquiera preguntaba con un “qué”, sino que emitía un “ah” bastante desencajado.

—Yo en realidad puse un aviso en el periódico, que no tenía nada de vulgar y ella me respondió —dice Machuca.

—¿Nada de vulgar?

—No, nada. Era como un poema, una reinterpretación de Vallejo con mi propia cursilería y pues que yo escribí un día en una servilleta en un bar mientras sonaba Te Busco.

—Mmmmmm.

Después de pensar, como si decidiera creerle o no, Alfredo, un poco rocambolesco le estira la mano y dice:

—¡Mucho gusto! Alfredo Carvajal.

—Mucho gusto, Javier Machuca —responde mientras le estrecha la mano mirando para otro lado.

Alfredo se levanta y sin preguntar le trae a Machuca un café y una arepa con una tajada de queso.

—Mire, Javier, no se preocupe, a Sara no le gusta pero vamos a hablar con alguien y ese narquito que tanto lo jode se va a quedar quieto y hasta le devuelven su amigo si está vivo.

—No dude que está vivo. Yo sé que está vivo. Si estuviera muerto ya habría sentido que no está.

Machuca continúa hablando entre la gratitud de recibir la ayuda de Alfredo y el enfado por otro que daba muerto a su amigo con tanto desparpajo. Finalmente habla más duro, aunque más que todo por una chicharra que timbra con increíble intensidad cerca de ellos:

—El que me quiere muerto no es un narquito. ¿Y ustedes qué son? ¿Narcos también?

—No importa que sea un gran narco, nosotros conocemos al que los gobierna a todos… Vea, nosotros no somos narcos pero pues tenemos ese amigo.

—¿El papá de Sada?

—¿Sada qué le dijo? —pregunta Alfredo con una renovada agresividad.

–¿Es verdad que el papá de Sada es Mistral?

—¡¿Cómo se le ocurre?! Mistral no existe. Mistral es un mito que se inventaron para vender periódicos.

—¿Pero no es alguien así de poderoso el que me puede ayudar a que este narco no me mate?

—Sí, sí, pero no se llama Mistral. Digamos que sí se trata del papá de Sara pero Mistral, Mistral no existe —dice Alfredo, gagueando.

—¿Miguel?

—¡¿Qué?!

—Mire, Alfredo, Mistral, es decir, Miguel Isaza Salazar es el que me quiere muerto. Ahora dígame si es verdad que es el papá de Sada.

Alfredo agarra la pistola y por un momento Machuca piensa que ese es el absurdo final por agotamiento, por temerario, por no medir sus palabras. Sin embargo, Alfredo, revólver en mano, se lleva las manos a la cara y luego se da pequeños golpecitos con el mango del arma en la cabeza.

—Ahhhhhhggggg —grita Alfredo.

Minutos después, Alfredo mira a Machuca y lo ve en extremo tenso. Intenta consolarlo con una medio sonrisa. Vuelve a soltar el arma y se restrega los ojos mientras dice con algo de agotamiento:

—Tranquilo, muchacho. Yo les voy a ayudar. No es fácil pero pueden escapar. Lo primero es que me entregue su celular. Ya no puedes conservarlo.

—Tome. Igual creo que después de la piscina no sirve.

—Puede ser esa una de muchas coincidencias por la que estás, estamos vivos.

—Quiero ir a caminar. ¿Puedo? —pregunta Machuca.

—Vaya, mijo, pero ni se le ocurra hacia el pueblo.

—¿Entonces?

—Coja por la quebrada hacia el monte.

Es la 1 y 59…

 

XVI

Cuando Sada despierta encuentra a Alfredo tomando aguardiente y él le dice como sólo los 31 de diciembre:

—Sarita, ¿cómo está?

—¿Y eso?

—Ah, pa’l frío.

—¿Y vamos a comer trucha? —pregunta ella.

—¿Tiene hambre?

—Un poco.

—Sada, estamos metidos en un problema muy grande.

—¿Tanto?

—Sería mejor que lo dejara y luego intentara aclarar las cosas con su papá.

—¿Dejar?

—Sí. Olvídese de ese muchacho.

—¿Dónde está Javier? —le pregunta Sada con voz tensa.

—¿Quién?, ¿Machuca?

—Alfredo, no se haga el idiota, dígame por favor que usted no le hizo nada —dice Sada a los gritos y con la voz cercana al llanto.

—No, Sarita, si ya él me contó y yo quería ayudarle…

—¿Y entonces?

—Se fue a caminar.

—¿Me lo jura? Ay, Alfredo, donde usted le haya hecho algo, yo no se lo perdono.

—Sada, por dios, yo no soy un asesino, si lo fuera trabajaría con su papá.

—Usted trabaja para mi papá, no sea bobo.

—Yo trabajo para usted.

—Bueno, Alfredo, deje de ser bobo —dice Sada, recuperando la calma.

Permanecen en silencio unos segundos.

Justo cuando la chicharra cesa su ruido, Alfredo vuelve a hablar:

—Sara, en serio, a ese muchacho no lo salva nadie. Olvídese de él.

—Una cosa es dejar y otra es olvidarse. No sea ridículo, Alfredo, yo no tengo nada con él.

—Bueno, perfecto, entonces más fácil. Vámonos ya y que él se las arregle como sea.

—Nooooooo. ¡¿Por qué?!

—¿Pero, entonces le importa o no le importa?

—Es que uno no puede ser hijueputa toda la vida.

—Sada, usted no ha hecho nada…— Alfredo iba a decir que nada malo, pero se siente en medio de una conversación de la que ya no tenía el control y entonces Sada lo interrumpe alzando la voz:

—¡Exacto! Es la primera vez que tengo la oportunidad de hacer algo bueno o algo muy malo.

—Sara, ¿sí valdrá la pena? Mire que lo acaba de conocer y afuera hay mucha gente por ayudar.

—¿Cuál pena? ¿Cuál hijueputa pena, Alfredo?

—Usted sabe cómo es su papá. Le va a decir lo que usted quiera escuchar, pero si usted no se le sale del radar, va a matar a Javier sin ningún miramiento.

—Hicimos un mal negocio, entonces —dice Sada.

Alfredo sonríe, porque en todo caso sabe que ya las cartas están echadas y siente que hay que seguir, también siente que Sada alberga sentimientos y emociones por Machuca mayores a los que quiere reconocer, pero igual agrega:

—Sara, se va a enredar mucho la vida. —Sada mira para otro lado y se enjuaga unas pocas lágrimas. Se queda en silencio unos minutos

—Mire que nadie conoce su rostro y su papá no le va a dar una foto suya ni al trabajador de mayor confianza, entonces a mí es a quien buscan para encontrarnos. Vaya usted en el carro y compra en el pueblo el pescado, ¿sí?

—Bueno, venga, deme plata.

Machuca camina poco hasta que llega a un sitio oscurecido por un cumulo de árboles, se acuesta en la hendidura de las raíces del mayor árbol, tan gruesas como el tronco y la quebrada, y su frescor lo arrulla entre sus sudores ya tibios.

Alfredo oye muchas camionetas llegar, siente cómo tumban un portón. Eran unos perros de caza a los que no les interesaba ser descubiertos, tenían el máximo poder para arrasar. Se debieron haber demorado una hora más comprando la fuerza pública del perímetro.

Alfredo llama a Sada, el teléfono estaba en silencio sobre su cama pero él no sabe. Deja un mensaje de voz diciéndole que no se acerque y cuando siente las camionetas ya llegar hasta donde él está, pone el celular sin colgarlo debajo de una revista vieja que tenía abierta y boca abajo sobre la mesa.

Alfredo pone la pistola sobre la mesa y enseguida se baja Mistral de una de las cuatro camionetas que venían escoltadas por dos motos. Está sonriendo. Alfredo se va a parar con un gesto de saludarlo y le hace un ademán para que no se mueva, se hace a su lado permaneciendo de pie y se apoya en su hombro:

—Les disparaste a mis hombres.

—Ellos se metieron a la casa de la niña.

—Se metieron porque estaban persiguiendo al periodista ese. ¿Por qué no me avisaste?

—Fue una coincidencia. La suerte se ríe de nosotros.

—Dejá de ser imbécil, Flaco ¿cuál puta coincidencia? La suerte es pa’ los mediocres y vos te dejaste engañar de un güevón y por ahí derecho dejaste de ser leal. No estás cuidando ya bien a Sara.

—¿Y qué es lo que pasa, Miguel? ¿Dónde está el amigo de este pelado?

—Ese se nos murió.

—¿Y cómo fue la cosa?

—No esperábamos un retén y el pelado no colaboró, entonces hubo que matarlo antes de la sesión y desviarnos y enterrarlo en el lotecito ese de las monjitas, ese lote de engorde.

—El de Las Carmelias —dice alzando la voz Alfredo—. Déjeme yo me encargo de este pelado, él necesita enterrar a su amigo y largarse del país.

—Ya lo enterramos al lado de un árbol que le da sombra. La muerte ayuda a que la vida siga, a que los negocios fluyan. Ya ahora falta es el segundo entierro. Si quiere los enterramos juntos al lado de un olivo.

—Vea, Miguel, yo le aseguro que yo puedo convencer a ese pelado de que no dé más problemas.

—Esa noticia, su investigación muere acá —dice Alfredo mientras mira con decepción mezclada con tristeza.

—¿A vos se te ocurrió que era el momento de terminar conmigo y entonces empezaste a pagar un periodista? ¿Qué es lo que pasa? ¿Querés volver al negocio o te dio por evangelizar narcos?

—¿Y es qué vos pensaste que iba a ser para toda la vida?

—Hay que morir luchando, hay que jugar hasta el último día.

—Todavía te podés retirar. No hay una sola orden de captura, no hay una sola investigación.

—Me podía salir, ya no puedo. Mi foto vuelve a aparecer en un titular de prensa y los gringos presionan al presidente, y ahí los que se tuercen: los corruptos que se regeneran y quieren ser los policías o fiscales del año. Yo sé cómo es de delicado nuestro juego. Esto es el comienzo del fin, ya no sé cómo detenerlo, pero el pelado se tiene que morir, eso sí.

—En todo caso: tenés plata para sobornar a medio mundo, irte muy lejos. Tenés que cambiar de vida, ser austero, no joder más, hacerte una cirugía… no sé.

—Así que todo se trata de una estrategia para reformarme. Siempre dije que te desaprovechaste, hubieras estado para más cosas.

—¿Qué sentido tiene esto, Miguel? ¿Qué sentido ha tenido? Vivimos bueno los primeros años cuando éramos jóvenes e imbéciles ¿pero todavía hay algo que te dé felicidad? ¿La plata te puede dar alguna alegría?

—Nacimos hijueputas, Flaco. Teníamos muchos afanes, a vos se te quitaron, a mí no. Yo pagué el costo, seguí manteniendo las cosas, fui dique tuyo.

—Está bien, Miguel… eso es verdad, pero hicimos mucho daño los dos, ahora merecemos pagar, entreguémonos juntos, vamos a parar tanto dolor. Acabemos con este negocio, vos podés acabar con este negocio. Yo puedo ser Mistral, me puedo entregar como Mistral y te pago por estos años de tranquilidad, de vida.

—Cinco años te dejo de ver y te encuentro reblandecido, ponzoñoso, traicionero… y sobre todo, completamente estúpido. Los narcos de cartel como nosotros, los que frenteamos el negocio somos como futbolistas, somos unos ancianos a nuestra edad… pero ya lo tuyo es ridículo: estás senil. Vos creés que si me hacés agarrar el negocio se acaba, vos creés que yo soy el gran capo y que sin mí el sistema criminal se derrumba.

—Necesitábamos plata, pero no nos estábamos muriendo de hambre, necesitábamos figurar, queríamos un reto del tamaño de nuestras ambiciones —continúa Mistral—. La mafia real está encima del narcotráfico, en la política y en el poder, y debajo, debajo mío, agazapado, haciéndome creer que tengo poder, aunque con capacidad de despellejarme vivo en el primer descuido, hay varias capas, varios lechos en movimiento, donde cada semana surge un pelado como éramos nosotros que se quiere comer el mundo, escalar con los muertos como peldaños, como les enseñamos.

—Vos, Alfredo, ¿no te das cuenta que aquí en Colombia tenemos una mejor moneda que la cocaína, que la heroína, que el éxtasis, que los dólares?: es la muerte, el homicidio. Eso que hay debajo donde se mueve el bazuco, el sacol, los carteristas, todo tipo de prostitución, los cobros, los préstamos, está aceitado por la moneda del homicidio y si mirás el mundo, la miseria de unos complace los placeres de otros. ¡Todo el mundo, todo el mundo! Los peces bravos del fondo de la pecera; los agiotistas; las esposas de empresarios, los comerciantes jóvenes perfumados de universidad.

Muchas veces se había escuchado gritar a Mistral, aunque nunca hubieran sido gritos dirigidos a Alfredo. Esta vez lo más raro no es que estuvieran dirigidos hacia é lsino que en su monólogo, había menos control que de costumbre, las palabras se le remontaban cada tanto y en su voz alta y acelerada se leía también el abatimiento y, sobre todo, un desgarro indescifrable, algo que lo hacía sufrir a este que siempre parecía inconmovible.

—Y te digo otra cosa: cada sociedad necesita su vertedero y el mundo necesita de Colombia. Y yo, y yo soy una marioneta, todos lo somos, sólo un loco como Escobar se sentía jefe de todo. Me complace saber que soy una marioneta con los hilos largos, saber quién me los mueve y quién me los templa.

Yo no entiendo a los que están arriba de mí, pero los envidio. No los envidio por su prestigio social ni por su elegancia ni por poder gastar abiertamente su riqueza y aún así saber cómo parecer austeros; yo los envidio porque no tienen cargo de conciencia, negocian todo y con todo, se relacionan con el que tengan que hacerlo para mantener el poder y parece que se olvidan por completo que uno de los negocios que los hace viable, con el que tienen que convivir para mantener su sistema y su lugar en él, está aceitado con sangre y casi todos construidos sobre la miseria.

Al tiempo que habla va sacando su arma lentamente, aumentando la fuerza en el hombro de Alfredo para que no se pare. Con cara de agotamiento aprieta el cañón contra la sien de Alfredo y continúa:

—Nosotros, en cambio, tenemos que cargar con lo que somos, nunca hemos tenido el delirio de perfumarnos de héroes como los hermanos Castaño… esos sí, marionetas absurdas. No hay tregua en el espejo, no hay como fabricar una conciencia que ayude, entonces no hay conciencia, somos pistoleros. Lo poco de ética que tenemos es ética de negocios; sabemos que somos escoria y que nuestra gran cualidad es la falta de escrúpulos. Te estoy muy agradecido, Alfredo.

Mientras, Alfredo calcula una posibilidad extraña pero que en medio del torrente de adrenalina, adquiere nitidez. Justo en el delicado momento en el que Mistral aprieta el gatillo, Alfredo voltea la cara con brusquedad en dirección al cañón y, tras el disparo, la bala se incrusta en su pómulo.

El dolor es terrible, como ver convertida la cara en cristales rotos que se vuelven a enterrar en cada nervio. Alfredo se cae con silla y todo y la mesa donde estaba la pistola se voltea ante la presión de Alfredo que se intenta agarrar (o quizá alcanzar su arma). Uno de sus ojos está lleno de sangre, los hombres se agitan en el segundo en el que todo pasa, pero Mistral con el reguero de mesas y sillas tapa la visual por completo hacia donde se encuentra Alfredo, haciendo que fuera virtualmente imposible impactar a Alfredo sin impactar al propio patrón.

Desde el lugar donde está Alfredo se escucha otro disparo y Mistral cae.

—Apaguen ya la música hijueputa que es mi jefe —grita Martínez.

—Señor.

—Mataron al señor.

—¿Quién?

—Alfredo.

—¿Alfredo? ¿Y ese hijueputa con quién estaba?

—No, nada, fue en respuesta a la bala del jefe. Murió pendejamente.

—¿Cuál pendejamente, malparido? Lo mató su amigo del alma, el que siempre nos decía que había sido el pistolero más teso que había conocido. ¿Quién más lo iba a matar?

Al otro lado del teléfono el hombre joven permanece en silencio hasta que Martínez dice con tono golpeado:

—¡Oiga!

—¿Cuántos combos están bien firmes con nosotros?

—Todos.

—¿Y Los de la Quema?

—Ahhh, esos ya casi ni existen.

—No existen, oigan a este… 50 bien armados, con la “inmortabilidad” encima de la adolescencia que se le meten a todo, y en ese hijueputa reversadero.

—Diga no más, ¿Qué hago?

—Háblese con el sargento, el rolo ese, ya sabe. Y aliste también las cosas, pa’ ir a visitar a estos otros manes del Doce.

—Listo.

Una niña de 13 años está acostada al lado de Martínez. Está asustada, siente un poco de alivio, le duele el ano y su vagina, pero sobre todo el ano.

Se escucha el sonido de una raya gruesa de cocaína aspirada por Martínez.

—Suerte, malparidas, la próxima vez sin tanto show —les dice a otras dos adolescentes sentadas en un sofá (ligeramente mayores que la que tenía en su cama).

XVII

Se asusta porque cree que durmió mucho, aunque sólo fue un poco más de una hora. La fatalidad tarda en prepararse durante años pero se precipita casi siempre en minutos. El arroyo había crecido al punto de volverse quebrada y había hecho un pantano el lugar donde Machuca, estirado, tenía los pies.

Machuca vuelve y ve las marcas de las llantas pesadas y es cuestión de segundos para saber que algo grave ha pasado. Procura poner su mente en blanco esperando comprobar los cadáveres de ese charco de sangre.

Detrás de la mesa destruida por los disparos y junto a una silla tumbada está Alfredo desfigurado en medio de varios charcos de sangre desorganizados. Es claro que está muerto, tiene por lo menos 30 disparos en su cuerpo, además del de la cara. En todo caso, Machuca le grita fuerte sin atreverse a tocarlo.

Machuca cae en otra de esas grandes depresiones aún más fuerte y ya sintiendo menos fuerzas. No sabe bien la suerte de Sada, cree que se la han llevado después de buscar en todos los cuartos, aunque es claro que a unos metros de Alfredo hay otro charco de sangre, pequeño, nítido.

Machuca se acuesta en el suelo lo más cerca del charco de sangre que puede sin llegar a ensuciarse. Desea morir ahí.  Se siente el ser más débil en medio de la telaraña de ese cazador de mil cabezas, ese enjambre.

Tiene los ojos cerrados sin lograr conciliar ningún pensamiento, cuando Sada llega caminando lenta y silenciosamente. Sada llora de inmediato con unos ojos que se hacen líquidos cuando supera la curva que lleva hasta el frente de la casa. Primero piensa que habían matado a Machuca, pero este se levanta cuando ella empieza a gritar mientras corre en dirección a lo que parecían dos cadáveres. Es él quien sonríe y quien toma la iniciativa de abrazarla. Al principio ella también lo abraza pero se desprende pronto cuando ordena la otra imagen confusa, obstaculizada, de ese hombre alto, de ese ser querido desplomado, completamente ausente, vuelto piedra, vuelto mundo.

Sada cierra los ojos ahogada en llanto. Se arrodilla y besa en los labios al cadáver de Alfredo. Era un objeto, pero desde un ángulo y temporalmente, era de ella; un reflejo de aquel hombre al que nunca había besado aunque fuera en la mejilla y mucho menos abrazado.

–Me quedé completamente sola –grita a todo pulmón profundamente desgarrada.

Machuca se acerca y en cuclillas le acaricia la espalda hasta que le duelen las rodillas. Luego se para detrás de ella como queriendo que su mirada la abrigara un poco. Machuca no sentía consternación por la situación, pero estaba lleno de amor y ternura por ella.

Una media hora después, Sada dice con una voz mustia y categórica que hay que enterrar a Alfredo. Ya para entonces, Machuca temía el odio de Sada, estaba convencido de que para cualquiera él era el detalle, el ingrediente que había hecho que Alfredo muriera.

En todo caso, Machuca vuelve al plan de seguir y seguir con Sada, articulando la idea de que él no había matado y lo único que había pretendido era que le devolvieran a su amigo. Con esa anestesia para su conciencia dice:

—Sada, vámonos de acá. Metamos todo en el carro y vámonos de acá.

—Tienes razón. Tú te tienes que ir o te van a matar y eso es lo último que quiero… yo me quedo. Se lo debo a Alfredo.

—Yo sin ti no me voy.

Sada bastante ausente intenta mover el cuerpo de Alfredo y no puede ni pocos centímetros. Va y busca una cobija y se la pone encima. Corta todas las margaritas de un jardín y las pone en los envases vacíos y rojos de la cerveza local, encuentra un par de velas en la cocina y saca media barra de incienso de su equipaje.

Machuca se pone a quemar ollas y ollas de café y lentamente el olor a sangre se disipa. Mientras que ya el barullo de mesas y sillas queda fuera de escena.

Algo lee en baja voz Sada junto al cadáver de Alfredo; algo en una tablet (tableta digital) que Machuca piensa que es un poema.

–Alístate que nos vamos –dice Sada con una voz, esta vez, llena de dulzura.

Empacando lo poco, Sada toca suavemente y con fluidez las costillas de Machuca llegando hasta sus muslos y pasando por sus caderas. Machuca detiene todo, su pulso, su respiración, cada movimiento, se permite sólo mirarla.  Él no sabe pero Sada lo capta muy bien en esa mirada y los dos se besan.

Empieza a llover y el cielo está ya bastante nublado, pero cuando se le empieza a mojar el pelo a Machuca, mientras meten los maletines al carro, no puede más que crecer su felicidad.

Él ocultaba un poco todo ese buen ánimo que, dadas las circunstancias, sentía que era ilegítimo: <<Tantos muertos ya, tantos disparos y tanta piel rasgada, tanta carne agujereada. Dos personas han muerto por mi culpa>>.

—¿Para dónde? —pregunta Sada.

—Para el fondo de la carretera.

XVIII

Cada tanto, igualmente, el ensueño de la felicidad impenetrable por cualquier otra tragedia distinta al desamor caía en una sonrisa o en una mano de Sada.

Mientras la carretera, la mano se abría, se entrelazaba, se posaba.

Seis horas Sada maneja sin parar el carro y entran al casco urbano de un pueblo caliente. Duermen en un hotel muy pequeño en una loma.

Esa madrugada él se despierta sonriendo porque había hablado con Jean Paul por teléfono: había estado muy tranquilo con una voz tierna que brotaba siempre que sus rutinas se lograban asentar lejos de los trámites y la bulla de oficina.

Fue un sueño extraño porque, como suele pasar con las conversaciones telefónicas, no contaba con ninguna imagen de la persona, y para el caso era como si Machuca hablara desde esa misma cama con los ojos cerrados. Todo era igual menos el artefacto y la certeza total de tener a Jean Paul al otro lado, que se disipa al despertar.

Había una molestia y una nostalgia de que existía una larga distancia y una imposibilidad de hablar muy seguido o inclusive muy largo (quizá muy costosa la llamada y estaban en lugares donde había que caminar bastante porque simplemente, como décadas atrás, la llamada no salía de cualquier sitio), pero ese dolor se disipaba cuando Jean Paul era elocuente para decir que estaba bien y que estuviera tranquilo, que lo que quería era que la pasara bien, “que pasara bueno”.

Era tan tangible esa complicidad, sin necesidad de explicitar mucho. Esta vez era como si supiera de Sada.

Machuca no atinó a decirle que lo quería con una terrible profundidad, pero se despertó riendo por alguna burla inocente que compartía sobre Ronald. Lamenta no saber que el sueño se terminaba, lamenta que el sueño se hubiera acabado, aunque sabe que es la única forma.

—Ronald.

—Hola, ¡hola! Creí que te habías olvidado de mí.

—Esto está muy enredado… bueno, no sé. Todo se precipitó.

—¿Dónde estás?

—No te puedo decir. Necesito que nos veamos. Que me prestés plata. Me tengo que ir un tiempo.

—Yo creo que me dan de alta mañana. Estoy en observación.

—Ay, claro… yo soy una güeva. ¿Cómo estás?

—No fue nada. No te preocupés. Mañana voy.

—Es que tengo mucho miedo de que nos encuentren.

—¿Nos encuentren? ¿Con quién estás?

—Acá te digo.

—¿Pero cómo hago? La dirección…

—Estoy lejos. Mañana te doy una nota. Ten cuidado.

—¿Y cuánto necesitás?

—100 o 200.

Por el tono de Ronald, Machuca se tranquiliza y pierde un tono secreto o confidencial con el que empezó la conversación y entonces siguen hablando un rato más mientras Sada sale del baño. Hablaron del hospital, de las dolencias y de la salud.

Llega la noche, piden una botella al cuarto y se sirven, brindan y ante el primer trago, Sada dice:

—Nunca voy a perdonar a mi papá.

—Tu papá es imperdonable.

—Hay un mensaje de voz en el celular, es de Alfredo.

—¿En serio?  ¿En sueños? Yo hablé con Jean Paul en sueños.

—¿Qué te dijo?

—Ahora empiezo a creer que está muerto.

—Lo está, Javi.

—¿Segura?

—Seguro: el mensaje de voz lo comprueba. Es mi papá hablando, Alfredo lo puso en el altavoz sin que él supiera.

—No sufrió, ¿tú sabes? —continúa diciendo Sada.

—Sí sé. Ese lugar bonito desde el que me habló tiene que ser su muerte. Espero que no sea aburrido como la paz, sino una gran biblioteca llena de seres amados para conversar; un retozadero también en un bonito bosque francés al que siempre quiso ir.

Sada sonríe y agrega:

—No sé si haya bosques franceses bonitos, pero en ese lugar bonito sí debe estar Jean Paul.

—Y debe estar entrando en breve Alfredo.

—Pero Alfredo era malo. Eso es lo que me duele.

—¿Malo por qué?

—Empezó ese negocio con mi papá.

—Supo rectificar en vida, ¿no? Lo abandonó y se dedicó a cuidarte a ti.

—Puede ser.

—Lo es. Yo creo que encontró la manera de hacer lo correcto.

—Algo por encima de nosotros ya lo debió haber perdonado.

Después de un silencio en el que Sada sonríe (con una sonrisa cada vez más infantil, más recóndita, más desnuda), Machuca continúa:

—¿Qué le gustaba?

—El aguardiente —dice Sada entre risas—. Mentiras, tomaba una vez por año, creo que había dejado de hacer ejercicio pero había sido muy atleta: correr, saltar, todas esas cosas… Era bueno con los trabajos con las manos, hacer arreglos en la casa, trabajaba mucho con madera.

Se quedan en silencio un momento y se besan.

—Oye —le dice Sada.

—Dime.

—¿Y tú cómo vas a estar de tu dolor?

—¿La verdad?

—La verdad—dice ella y le toma la mano entrelazando sus dedos con los de él.

—Me duele mucho no haber podido salvarlo —responde con voz atrancada en un llanto pesado que intentaba contener.

—No entiendo. ¿Cómo lo pudiste haber salvado?

—Yo tenía unos audífonos y no le escuché bien la dirección de dónde iba a estar, no me tomé la molestia de preguntar, rectificar, apuntar. La verdad, he sido muy mediocre en muchas cosas de mi vida y esta vez la vida me la cobró.

Contrario a lo que él pensaba que iba a hacer ella, no habla más y se dedica a llenarlo de besos, a acariciarlo. Él se queda dormido y se despierta una hora después y la ve aún despierta, mirándolo, la besa. Hacen el amor.

A la mañana, Machuca se da un baño largo y Ronald llega apenas cuando este se está secando, anunciándose con una llamada desde la recepción.

Machuca le pregunta a Sada si quiere conocer a Ronald y estar con ellos. Ella dice que no.

Ronald lleva un morral, está un poco pálido y se ve algo débil. La forma como se cubre el estómago ante el saludo efusivo de Machuca le recuerda que lleva un vendaje.

Se sientan en la única mesa que hay al lado de una piscina minúscula y un palo de mangos gigantesco.

—El narcotráfico, Ron.

—¿Será qué es eso?… –pregunta Ronald con algo de desinterés mientras mira para otro lado donde se ve la cúpula de una iglesia ordinaria.

Machuca ve en él una expresión que no le conocía. Ya de buena gana reconoce en él una profundidad, hasta un poco de sabiduría, que nunca había podido ver y que hubiera también negado en su asomo. Y aclara:

—Bueno, los narcotraficantes, los señores de la cocaína. No importa esto, yo ya estaba acabado… Nos quitaron a Jean Paul —dice Machuca con los ojos que se le van llenando de lágrimas y la voz que se le quiebra cuando dice “Jean Paul”.

—Fueron, fueron unos desgraciados. Eso es claro. Pero hay algo más profundo, hay algo distinto… Los narcos están hechos de lo mismo que estamos hechos, están hechos de Colombia. No llegaron acá como extraterrestres. Y sabés que hay en el fondo sólo dos cosas: homicidas y corruptos. Así se formaron estos países y lo que crece por fuera de eso, es porque no molesta, crece desautorizado.

—En todo esto, es cierto que son mafias enfrentadas, y de lo que decís sobre lo que están hechos, no sólo están hechos de Colombia, están hechos de mundo. Redes internacionales… te falta un componente: el contrabando. Estarían hechos de corruptos, contrabando y homicidio.

—Me refiero a que quizá no hubiéramos tenido problemas con narcos en Buenos Aires o en Myanmar —insiste Ronald—. El contrabando no era tan violento. El negocio, el método y la esencia. En la esencia la corrupción; el negocio es de tráfico, de rutas, los mismos senderos del contrabando; pero lo curioso es que el método, un método que es bastante usado hacia adentro, como el homicidio, defina tanto el juego y los jugadores.

Eehh… Me gusta ese trípode que conceptualizás del narcotráfico —insiste Ronald reapropiándose de la palabra después de unos segundos donde Machuca permanece en silencio y él siente que es exagerado en su elocuencia.

—¿Y en El Periódico qué? ¿Han dicho algo? Cristina está bien.

—Pues tenías que volver ayer. No sé, yo creo que se imaginan que tuviste alguna recaída.

—Mmmm… pues qué bobada. Ya qué.

Se quedan en silencio unos minutos y Machuca retoma:

—Pero oíme: eso del éxito, de tener cosas, de a lo que llaman los hombres del poder “respeto”, son ideas que transitan por cualquier país y es lo que hace admirable y merecedor de portadas de revistas, películas o estatuas a alguien arrojado, que consigue lo que quiere, que no se deja de nadie e impone sus normas.

—Hay cosas que hacen los narcos colombianos que no es normal. Y eso otro de triunfar, querer tener algunas cosas, o descrestar a alguna mujer bonita, no es tan grave, no es el pecado original del narcotráfico. El pecado es el exceso violento, el pecado es de sangre y la circunstancia. La violencia es lo extraño y la única circunstancia necesaria era la debilidad del Estado colombiano que en algún punto permitió que todas esas redes de matones crecieran como mutantes con esos recursos exagerados de la cocaína.

—Pero yo quiero que me entendás una cosa, Ronald: yo sé que te caigo bien y todo y me has cogido cariño y que al que consideraste siempre como un buen elemento fue a Jean Paul. Yo en todo caso siempre me lastimé con las consecuencias indirectas de ser flojo y fracasado: tener que trabajar en cosas aburridas o no estar con una mujer… Tengo que reconocer eso… Pero en todo caso ese asunto del éxito, del hombre importante, de andar triunfando, nos sacó el alma y ya en un mundo sin alma, que llegara a Colombia el narcotráfico y se formaran esas mafias heredando la violencia de tantas redes y tantos grupos era fácil.

No sé. Perdimos el norte, hermano, de verdad, y ahora no tenemos a dónde referirnos. Este mundo está más desconectado que antes, pero hicimos un sistemita, desde todas las esquinas lo apoyamos y es un sistemita donde se pierde, se pierde siempre, se pierde el alma.

—Machuca.

—¿Qué?

—¿Vos estás enamorado?

—¿Por qué?

—Si no tuvieras a alguien no serías capaz de decir algo así sin sumergirte en una terrible depresión… además estás muy cambiado. Decís todo eso con voz enérgica, te brillan los ojos, sonreís.

—Tengo a alguien.

—¿Y de dónde salió?

Ronald prende un cigarrillo y se dedica a él con un gesto del primer soplo mientras lo oculta del viento, encorvado, en un gesto en el que su amigo no podía más que encontrar a Jean Paul. Machuca mira hacia arriba las hojas del mango y detalla una abeja muy pequeña que intenta, y recalcula, aterrizar verticalmente con la seriedad que suele haber en los insectos.

—Fue un amor de esos que…

Machuca se siente ridículo hablando en tercera persona y continúa diciendo:

—Me empieza a querer cuando me siento tan embalado… me dio todo el amor…

—No te preocupés, lo importante es que estén bien, no me tenés que contar.

Machuca se siente ofendido y casi lo muestra, pero recuerda toda la circunstancia y así olvida su sensación cuando Ronald sigue hablando:

–Pero entonces el narcotráfico ya no importa, “all you need is love” —dice Ronald y suelta una estruendosa carcajada.

–Dejate de güevonadas, Ronald, los asesinos nos quitaron a Jean Paul ya es claro que está muerto.

–Los asesinos sí, eso sí…

Machuca menciona la ciudad, la ciudad donde está el periódico, donde han vivido, y se queda callado. Ronald repite el nombre de la ciudad a manera de pregunta.

–Me iba a enloquecer igual en esa ciudad. Nunca confíe en ella pero después de Jean Paul y después de toda esa mierda sobre mí… Es la peor ciudad para una persecución, siempre se siente uno encerrado, no sé si es lo caliente que se ha puesto con lo contaminada que está o el hecho de ser un valle, pero me asfixia, me asfixia.

–Qué va. Si no hubiera pasado todo lo que pasó seguirías bien en la ciudad. Algún día volvés– Le responde Ronald, de nuevo como si hablara con un adolescente.

–La hubiera tolerado es verdad, pero es una mierda, es una mierda.

¿A vos si te gusta en serio? ¿Le encontrás algo? –Continúa diciendo Machuca cuando parecía que Ronald no estaba dispuesto a seguir la conversación.

–Sí, sí me gusta. Es la ciudad para mí.

–Qué pendejadas. ¿Vos de verdad pensás que es una ciudad especial, que tiene algo que no hay en ninguna parte del mundo, que su gente es excepcional?

–No, no es eso, es por cómo me muevo en ella, la ciudad es conocida por mí y se puede vivir bien. Me gustan esas cosas sencillas que tiene, con una pisca cosmopolita, me gusta las licencias que da para ser básico y a la misma vez ser elite, me cae algo mejor la gente de acá… no sé, la entiendo, hay una historia que comparto. O sabés qué, posiblemente es que esa señora en la tienda o ese electricista me recuerda a alguien, en esos rostros veo a un abuelo, en esas manos a una tía… es un accidente, pero es mi accidente.

Ronald apaga el cigarrillo, la temperatura baja.

Después de un silencio, Ronald continúa (con una sonrisa que varió a un rostro mezclado entre la ternura y la piedad) preguntando:

—¿Y sabés dónde está el cuerpo?, ¿lo averiguaste?

—Sí, pero no soporto la idea de que lo desentierren, que lo vuelvan un pedazo de carne en una burocracia forense, no quiero que hagás más show con él.

—Otra vez vos cobrándome no sé qué.

Se quedan callados un rato y Ronald prefiere no mencionar que la mamá de Jean Paul merecería darle sepultura a su hijo.

—Te pude conseguir 120.

Machuca, que nunca se había sentido tan pobre, recuerda que más o menos eso tenía en su banco y se ofende pensando que Ronald no le iba a traer menos de 200. Eso le iba a alcanzar para tanquear de gasolina y para poco más.

Ronald saca sin demora un morral que Machuca había olvidado que él había puesto debajo de la mesa. Se lo estira a Machuca.

–¿Qué es esto?

–La plata.

Machuca abre y entiende que no son 120 mil, sino 120 millones.

–¡¿Qué?! Yo no necesito tanto… eran 120 mil.

–Dejá de ser güevón. A dónde vas a llegar con 120 mil.

Machuca coge un puñado calculando que fuera un millón y devuelve el morral a Ronald.

Ronald dice que se tiene que ir y con su sonrisa “perfecta” últimamente tan televisada y su abrazo distinto, de otro color, de otro olor al de las cámaras, se despidieron.

Machuca se queda junto a la piscina un rato, y cuando vuelve al cuarto, Sada está radiante como con una nueva capa de piel que le daban la lluvia de ese pueblo que empezaba a arreciar y ese descubrimiento femenino que por alguna razón, y más que todo gracia, versa sobre el hombre conquistado.

El morral está en el cuarto.

Esa noche viajan otras 6 horas y llegan a otra ciudad, se hospedan en un hotel y mientras hacían el amor por primera vez muy lento, por primera vez con voces que hacían palabras, él reseña pausado y lleno de pálpito la conversación con Ronald. Ella le responde a los minutos sentada en la cama fumando:

–Primero el individualismo y estaba bien, luego se acabaron los ismos y el único perfume que nos quedaba era el cinismo. Primero encontramos una civilización y estaba bien porque en ella encontramos artistas, luego el sistema era todo y el mercado y el éxito lo definió todo y se acabó lo demás, lo innecesario, lo inútil. Amor mío: el ser humano perdió habilidades y conocimientos de placer y poco sabe preguntarle a un sistema sobre eso o fundar patrias para eso.

<<Amor mío, sé mi patria. Hagamos una alianza con la vida y mantengámonos lejos del mundo, ese no es nuestro negocio. El mundo nunca ha sido un buen negocio, nunca debió haber sido un negocio.>>

No sabe si lo último él lo dijo o ella, no sabe, ni siquiera, si eso fue pronunciado. Después de cerrar los ojos, en la oscuridad y con otras luces, están en ese mundo denso entre la realidad y el sueño (un sueño múltiple y compacto), un mundo sin tierra pero con piel.

XIX

—Te amo, te amo.

En la madrugada, menos de un minuto antes de ser sólo sueño, él se dice algo a sí mismo que no supo poner en palabras audibles: <<Te necesito como se necesitan los buenos milagros.>>

Unos días después, Sada escribe en un blog que tenía abandonado:

“Él me quiere por lo que yo soy y en varias cosas que soy que me hacen una cierta mujer y una mujer como la que los hombres imaginan: lo elijo, lo beso, me dejo tocar y tengo sexo con él. Lo miro, le tomo la mano, lo cuido, soy joven y no soy fea. Yo a él lo quiero por lo que no llegará a ser, en lo que se diferencia del hombre ideal, lo que lo hace único y ordinario: es nervioso, aún guarda egoísmos (cada vez menos conmigo), es pequeño, está deformado por unas quemaduras y hace un par de cosas que me molestarían mucho si no fuera él.

Yo me enamoré de él y él de lo que represento. Poco a poco, sin embargo, parece poder dejar de lado lo que yo representaba y aprecia lo que yo misma quiero representar y creo que se empieza a enamorar de lo que representamos juntos: una profunda complicidad.

Acepto entonces amarlo siempre más a él y por razones más reales y que buena parte de la ecuación de nuestra unión sea lo mucho que él decide necesitarme.

 

XX

Siete meses después, Sada, Ronald y Machuca están en un potrero junto a un olivo que ha crecido mucho, un poco torcido y aún con el tronco delgado como todos los olivos. Tiene unas pequeñas flores blancas que son como diminutas rosas y sus espinas medianas, bien escondidas en medio del follaje, son perfectos sables.

Mientras Machuca está tocando con delicadeza espinas y flores, Sada y Ronald se miran como si fueran viejos amigos y se sonríen sin ni siquiera saludarse. La tarde con su clima de ventarrón reconcilia con la ciudad, se escucha una golondrina y varios grillos, y a lo lejos una moto y aún más lejos un avión.

Machuca se acuesta en el suelo junto al olivo esperando sentir un palpitar. La yerba le tapa la cara. <<Hoy no voy a llorar.>>

Ese palpitar está más allá de la muerte y la vida; no conoce lo bueno y lo malo; ni se deja clasificar por el dolor y el placer.

Ese palpitar que a veces es para seguir y a veces es para detenerse.

<<Hoy con Sada el palpitar es retozo, es pequeña tregua y pequeño puerto, pequeño porque es para seguir, no para detenerse. Algún día el palpitar será más lento y su tono largo, inmenso. Será un palpitar que me ayudará a parar, a partir.>>

 

XXI

—¿Cómo han estado?

—Muy bien. Agradecido con vos… nos hiciste la vida.

—Olvidate de eso. Teníamos que resolverlo…

—Y han estado descansado, viviendo en un hotel, ¿qué hacen?, ¿no se mueren de tedio?

—No, yo conseguí rápidamente trabajo de profesor en un colegio público mediano… ella se encarga de la finca… con la plata que nos diste compramos una pequeña finca, lo que sobró no es mucho.

—¡Uy! Qué vida tan aburrida…

—No. El tiempo se ha ido volando, Ron… entre los pelados, Sada y los libros nunca estoy aburrido…

—Es una vida sin ningún estrés.

—Pues comparado con vos debe ser una cosa muy rara, yo ya había renunciado desde siempre a las preocupaciones del éxito y del ejecutivo en ascenso o el famoso de la tele… y pues la vida en pareja y la vida rural han ayudado mucho.

—Pero, ¿no les hace falta la ciudad? Me imagino que ya fue suficiente. Vinieron para quedarse.

—No, no, quedarse, jamás… allá todo está muy bien. Hemos construido un sistema: Sada camina mucho, yo la acompaño cada ocho días, toma muchas fotos, creo que pronto va a exponer… y bueno, yo me siento más importante por lo de los pelados, pero realmente importante por ser la pareja de Sada.

—¿Por qué le decís Sada? Se llama Sara —dice Ronald mientras hace una mueca como de hostigamiento por algo que Machuca dijo.

—No sé… así se me presentó y así se me grabó en el corazón… Saras hay muchas, Sada en mi mundo es sólo ella.

—Qué montón de bobadas decís.

—¿Y vos qué? ¿A ninguna de todo el montón de treintañeras que te persiguen le has parado bolas?

—Ahorita salgo con una muy peladita pero me aburre… Y tengo mucho trabajo.

Ronald mira algo en el celular, lo vuelve a meter en su bolsillo y continúa:

—¿Sabés que monté una fundación que se llama Jean Utrier? Es una fundación para la libertad de prensa, enfocada en la violencia contra los periodistas, proteger a periodistas amenazados, más que todo frente al crimen y el narcotráfico.

—Qué montón de bobadas hacés, qué montón de bobadas decís.

—Es una fundación que tramita asilos políticos, la protección, que demanda al Estado y a los dueños de los medios por no establecer las condiciones necesarias para disminuir el riesgo de los periodistas. También hacemos presión para evitar la impunidad. Yo estoy convencido de una cosa: con unos medios robustos e independientes se construye una mejor democracia y con una mejor democracia más libertades para la gente del común—continúa diciendo Ronald impasible.

—¿Y vos te crees ese discurso que decís o  por lo menos sabés diferenciar?

Están en un parqueadero de un edificio, dentro del antiguo carro de Jean Paul y permanecen un momento en silencio, que es interrumpido por Ronald:

—¿Vos sabés que García está en la cárcel?

—¿Cuál García?

—García, el Senador, ¿vos no ves noticias?

—No, no veo. ¿Y qué pasa con García? ¿Qué se robó? ¿De qué ladrón más grande perdió el apoyo?

—Todo el caso Mistral lo llevaba a él, con él se cayeron dos coroneles, tres generales y un viceministro de la cartera de Defensa.

—¿Y el Presidente?

—No es santo de mi devoción, pero no tiene nada que ver con el narcotráfico. No jodás con esa paranoia tuya…

Machuca interrumpe a Ronald antes de que se suelte en una cantaleta y le arrebata con risa la licorera.

—Mentiras, Ronald, ¿pero Mistral?

—Se perdió del mapa o se murió, yo he estado muy pendiente.

—Algo raro pasó… Entonces, ¿acabaste con el fenómeno del narcotráfico?

—Ni el campo ni la escuelita donde trabajás te han quitado el sarcasmo… Yo lo que digo es que con esa fundación sentamos un precedente de no meterse con el periodismo, nuestro slogan interno es: ni fusibles, ni comodines… éramos baratos en ese ajedrez de políticos, narcos y organismos de seguridad. Además desde mi dirección y ya en la televisión, he podido mantener un análisis noticioso que siempre se pregunta por la corrupción detrás del narcotráfico: estamos aumentando el costo para los políticos que apadrinan esas redes.

—¿Y cuál es el slogan externo?

—Periodismo fuerte: democracias sólidas.

—Mmmm.

Machuca se queda serio un momento y suelta una carcajada que termina por contagiársele a Ronald.

—Yo tengo claro, profe, que soy parte de la función: salgo de la oficina y ya no pienso en narcos ni en salvar el mundo.

Machuca sonríe y Ronald le pregunta que si se van ya.

Ronald sale del carro y entra a una camioneta, Machuca se retrasa y acerca su cara al espaldar del conductor, respira profundamente y se llena de lágrimas. Abre la gaveta, toma sus cigarrillos, tres y uno volteado, también los huele, los mete a su bolsillo y sale del carro.

≤≤Flaco donde estés: qué falta tan hijueputa.>>

Carta al lector Zef

 

Encuentro el motivo vivo, el motivo incandescente para escribir la novela.

Aportamos nuestro dolor, nuestro desgaste, las piezas del rompecabezas de nuestra alma que quedan todas regadas.

Por azar y comicidad (nunca más por heroísmo) contamos con nuestros pies otra historia. Se trata de una historia para arruinar. No porque nos arruina a nosotros, sino al opresor que nunca lee (en verdad nunca lee).

El opresor cree saber el final de todo, su ingenuidad es la de convencerse de que “las cosas son como son”. Aquí va otro final, pero un final cualquiera, un final de todos (débiles al fin, sin heroísmo por fin).

Esta novela pretende estar en desfavor de la ingenuidad endurecida del tirano, del cínico que lo negocia todo o del negociante que lo ironiza todo. Esta novela que se sabe nunca leída por ellos, se hizo  para combatir desde la ficción (otros cinismos, otras ironías) el miedo (mercancía de aquellos poderosos).

 

ANEXO

Otra forma de cerrar

—¿Cómo estás?

—¿La verdad?

—La verdad.

—La verdad aún no me perdono por no haber salvado a Jean Paul.

—Te he escuchado la historia mil veces y lo que entiendo es que a las seis de la tarde él ya estaba en un carro rumbo a una carretera desconocida y a las siete ya estaba muerto. Él te dijo que llegaba entre seis y siete, eso sí lo escuchaste, pero de verdad ¿a qué horas debiste haber llamado a la Policía, sin que pecaran de un alarmismo que no se puede tener en el trabajo de ustedes? ¿Siete y media, ocho? Supongamos que a las siete: ya estaba muerto. No podías hacer nada amor.

A excepción de Alfredo y Jean Paul, nunca hablaron del pasado, ni siquiera tuvieron que hablar de no hablar del pasado. Nunca Sada supo que a Machuca lo quemaron los narcotraficantes ni que el dedo se lo había arrancado aguien que andaba de visita al mundo del sadomasoquismo.

Machuca se queda callado un rato. Está en blanco, finalmente atina a una palabra:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Nunca había querido hacer esas cuentas. No sé por qué.

Continúan un poco menos de un minuto en la carretera y ella se detiene.

—¿Por qué paras ? ¿Qué hay aquí?

—Estamos tú y yo y te quiero dar un abrazo.