Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

A CLAUDIA LE GUSTA KLAMYDIA

Aquel día llegué al correo y vi un pequeño sobre. Era una nota con el nombre completo que no reconocí. Lo único que terminamos por reconocer completamente es el propio infierno y el deseo incesante de recuperar la humanidad que aún pertenece al paraíso; no supe quien eras. Caminé feliz por el encuentro con una escritura secreta que dejaba ver su intención de recordar y seguir adelante. Imaginé, representé, traduje, inventé de nuevo el caligrama de algún rostro; sólo cuando ya me veía dispuesto a la derrota, reconocí el perfume, el tono, tu brevedad.

 

Decías que estabas cansada, que habías recibido mis recados, que ojalá todo saliera muy bien, que fuera feliz todo el año. Entonces decidí llamarte, fundar el diálogo que nos quitó la vida apresurada de la juventud, tan hermosa y vacilante. Y así acordamos escribir, recuperar el tránsito epistolar que se sucedía en los países lejanos, en las historias del enamoramiento viajero. Entonces cumplo y te consigno en secreto lo que algún día será tesoro de algún adolescente digno y con horizontes. Dejo ante ti la gran senda que citarán aquellos que no alcancen a levantar su oro en tiempos de cosecha. Los esclavos de su propia incertidumbre. Los que olvidan el origen del mundo y el nacimiento del hombre.

 

Deja atrás las noches en que no podías visitar tu propia casa, la noche que se edificaba sobre los seres que vagaban como un himno destruido. Ven, caminemos juntos. Tomemos el té, crucemos el sueño y la inmortalidad y la muerte; encarnemos el abrazo, la llama que se escurre en los atardeceres, la tinta que dibuja la resurrección y el eterno volver y la familia y el imperio. Yo no quisiera dejar que se fuera este mapa aunque te pertenece, por eso voy hilando signo a signo la madrugada que te esconde y te revela, la máscara que te recibe y te violenta. Voy tejiendo el concilio de tu aliento, de tu guerra serena con el mundo. Tu oración que te cubre toda de estrellas y te descubre el sonido del caracol, del aguijón y de la niebla; la señal del mantra del cielo, la inscripción que han dejado en la puerta del tiempo los ángeles caídos que ungen tus pies.

 

Yo también me veré eternamente exhausto por tener en mi tierra la herida del rayo. La piedra se estaciona hasta que el espanto la mortifica, entonces recobra su alma y por sí misma sube a la cumbre de la montaña; temblor, sismo fantasmal, mujer, templo de aceite de llanto, antología de astromelias, caos y arpón. Aquí voy de nuevo pronosticando el final de las cosas pequeñas: todas para ti. En ellas la gran sabiduría, y en tus ojos la aventura estridente de un nuevo y erguido dios. Aquí estoy sentándome como cicatriz de la piedra, cruz, sangre afilada, látigo o palabra en la raíz que es movimiento sin tregua, lámpara para encontrarte.

 

Yo acudí a la obscuridad contigo, ¿lo recuerdas? Y casi salimos cogidos de la mano. No recuerdo los diálogos, pero sé que estuvimos juntos y te vi desde que el mundo era habitado por la amonestación y el asombro. Tenías el cabello hasta los hombros; siempre en silencio observando cómo los hombres se aman como si supieran quienes son. Fuimos a cine. Caminamos por las calles preguntando al mundo si ha sido creado o espera a su creador. Luego te encontré en la sala de la biblioteca, con una copa de vino, con el cabello a la espalda, más hermosa que la felicidad misma de haberte visto.

 

No sabía que de vez en cuando me pensabas. Heidegger decía que pensar es amar, y Johannes Bobrowski escribió que donde no hay amor, no debemos pronunciar la palabra. ¿Sabes? La palabra es un puente que nos une y nos separa al mismo tiempo. He estado escribiendo en estos días, además he estado solo; pero asisto a mi soledad en la poesía. Por ahora te envío una carta, una esperanza, una trampa para que el tiempo nos permita una tarde. Sé que tienes tus manos en otra casa y que en ellas comen los pájaros que el sur no puede recibir. Soy ave de herida de canto y ceniza, mis ojos traspasan las cosas buscando tu loto, la túnica que cubrirá la muerte mientras el ángel nos reúna; la puerta endemoniada que evita el refugio y nos obliga a perder nuestro abrazo de nuevo.

 

Ha llovido y el sol se cansa de tanto descanso; los días se van haciendo memoria y olvido en la medida en que nosotros nos hacemos a nosotros mismos, moldeando la arcilla que habitará el aliento del ser que finalmente amaremos, el que nos muestre la batalla incesante del espíritu que busca libertad, el que nos arrojará al mar hasta que seamos capaces de caminar sobre las aguas; es decir, de soportar la mirada de la mujer que nos ama. La mujer que no pregunta porque sabe. La mujer que mirando los demás planetas y el sol, alcanza a ver su propio cuerpo, tierra, madre a la que vuelve aquella escritura que los hombres ordenan en el polvo y la luz.

 

Aquí estoy de nuevo pidiendo un relámpago de licor de guayacán que te acerque hasta mi alcoba. Una palabra que te nombre nombrando tu nombre y te acerque como la mujer que ha de venir. Sé que andas ocupada leyendo el polen y el viento; pero no renuncio a que esta vez tu mano esté con la mía sembrando el árbol silencioso y capaz.

 

Tomado del libro: LUCIFER EL HERMOSO (1987)

 

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