Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

EL CAOS QUE DORMÍA ENTRE CUATRO PAREDES

En momentos de estupidez y de un maltrato continuado a la inteligencia por parte de la institucionalidad, se debe estar atentos, dar un giro propicio; debemos facilitar la distancia necesaria para mirar los acontecimientos sin dobleces, sin fanatismos ni rechazos preconcebidos. Pero también es nuestros deber hacer notar que la oscuridad tiene afilados los colmillos y pareciera no tener intenciones de parar; que seguirá con sus mordeduras a diestra y siniestra, desgarrando la carne ajena.

Una creciente “enfermedad”, la violencia indiscriminada de la que nos vamos contagiando y cuyo remedio se nos oculta en los momentos más críticos, nos cobrará caro la ceguera que nos devasta y nos ha hecho retroceder. Ya habíamos dado algunos pasos para salir de nuestras casas sin el temor a ser asesinados, pero nos han timado; nos han dado un disparo por la espalda; nos han quitado los amigos y a nuestros hermanos; nos han cambiado el poco sosiego que teníamos, por la brutalidad y la sevicia.

Así las cosas, la indignación se abalanza sobre todo lo que obstaculiza la vida que queremos vivir —por mínimo que sea— y enarbola esas banderas que, como bien decía el poeta Juan Manuel Roca, servirán luego de mortajas. Ya es poco lo que importa: ahora son muchos sobretodo la gente joven quienes sienten un gran cansancio que se desata sin freno, cobrando con creces la traición de quienes nos gobiernan. Y pese a ver cómo nos siguen matando impunemente, no faltan aquellos que aplauden las risas macabras de quienes deberían cuidarnos y en su lugar desatan su odio sin pudor alguno.

Los asesinatos se recrudecen y no podremos contar las víctimas de una irracionalidad que aumenta a cada paso, que no se detiene, que parece no tener intenciones de acallar su barbarie. Y lamentaremos no haber prestado atención a las demandas de los perseguidos, de los humillados, de los sistemáticamente conducidos a la cueva del verdugo: personas del común que están siendo masacradas ante los ojos indiferentes de un país sin retorno.

Joan-Carles Mèlich, filósofo español, dice en uno de sus libros: “hacemos nuestra vida, sin duda; pero, sobretodo, la padecemos. Esto se da de tal modo, porque la vida nos es tanto lo que uno hace, sino más bien lo que a uno le sucede; o mejor, lo que uno hace con lo que le sucede”. Estas palabras me hacen pensar que es casi normal que después de un encierro tan prolongado, debido a una “pandemia” con nudos en su interior, las energías represadas se desborden, que todo tienda al desorden, que la gente quiera quitarse de encima lo que se fue reteniendo en estos meses inéditos. Era previsible que las cosas se salieran de su curso somnoliento para entrar en una pugna que pudo haberse evitado.

Ahora bien, la política en manos de los políticos es una broma. No solo hablo de la derecha tirana y asfixiante, sino de la pérfida izquierda con sus vicios. Pero también de esos “centros” que se acomodan dependiendo del lugar donde suene la bonanza. Y claro, de los amansados “incautos” que abonan tiempo a su negocio. La raza política no se sacia y sabe maquillar muy bien sus negras intenciones; sin embargo, cada vez hay más bríos para delatar esta farsa, y el pensamiento crítico está firme ante las “recortadas” miradas que emiten los manipulados medios de comunicación, pues la verdad suele ser disfrazada con la intención de ocultar lo evidente a la opinión pública.

Sería catastrófico seguir alimentando la indiferencia para quienes aspiran al diálogo y están convencidos de que las cosas pueden mejorar un poco. Ahora son muchos, no obstante, los que buscamos espacios para llegar a acuerdos sostenibles a largo plazo, por si las masacres se intensificaran o si los gobiernos continuaran defendiendo lo indefendible; si siguieran haciendo caso omiso a los excesos de autoridad, si insistieran en tratar todo con su acostumbrada negligencia. Lo digo, porque la violencia de este país es producto de una falta de empatía y del aquilatado encubrimiento que desalientan todo impulso por lograr una vida digna para todos sus ciudadanos. Estos puntos que menciono, implican hechos concretos y no promesas que nos conduzcan a la anhelada justicia social y al fin del conflicto armado; es decir, discutir con la inteligencia, con argumentos: abrir un debate público para las ideas en un contexto donde las diferencias tengan voz y voto; donde pensar de otra manera no sea un motivo de persecución o de nuevos derramamientos de sangre.

No pienso que sea una mera tontería, no creo que sea una salida en falso, pero, es bueno aclararlo, la juventud ya no soporta más; y pese a que es carne de cañón, saldrá a combatir si no se brindan los espacios para hallar una solución donde el Estado abra sus posibilidades para un cambio real, efectivo y afectivo, donde se neutralicen los desmanes de la fuerza pública, la falta de sensatez, el fuego cruzado de quienes desean desestabilizar las réplicas legítimas, los diferentes puntos de vista. De otro modo, la indignación de estos muchachos desatendidos en su mayoría, cansados del mismo caldo, irán hasta donde sea necesario, dispuestos a todo. Ya no serán dos o tres en una noche cualquiera, no serán la estadísticas de un hecho aislado; serán la respuesta incendiaria a las masacres sistemáticas que avivan la rabia y el rencor acumulados de quienes sufren esta carnicería que llamamos Colombia.

Por todo esto, necesitamos defender la vida, exigir que la vida sea respetada y cuidada por sobre cualquier otro interés, pese a que la vida misma esté emparentada con la muerte. No depende de filiaciones o alianzas políticas o maneras de pensar: es el deber de toda una nación, pues se nos ha robado la calma, se ha ensangrentado la poca esperanza que teníamos. Hay que gritar ¡basta!, y al levantar el grito, mirarnos de frente y reconocer que ese otro también puedo ser yo mismo; que cada cual es ya la suma de todos los hombres y mujeres cuya vida debe ser protegida por encima de todo cálculo o prejuicio que vea en el otro un tiro al blanco. Si no lo hacemos, será imposible lograr la humanidad de la que alardeamos y al parecer tanto nos pesa.

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