Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

Diomedes se fue y con él la excusa

Como adolescente fui tan barato como todos: aprendí a despreciar el folclor, a sentirme culturalmente superior que los juglares y más después a burlarme de Arjona (y la música de peluquería luego plancha) y de Coelho (y los libros de autoayuda), negando de paso que lo había leído todo.

Con el tiempo, y debo reconocer que gracias a un cronista que es insoportable en persona, ya más equipado de camino y odiando más muchos perfumes que algunos sudores, noté a Diomedes, lo comprendí y como ser mitológico, compuesto del artificio y la naturaleza, lo amé.

Este presente colombiano que me asquea y me hiere, me desvincula y a la vez me asfixia por envolverme en él, se me hacía más llevadero con Diomedes, código de sus días. Diomedes lograba que el presente colombiano se desnudara de moral, lo lograba contener sin llenarse de absurdos en comparaciones.

Por un momento sin moral la realidad por la que Diomedes trasegaba, de miseria, corruptos y violentos, volvía a ser bella en la simpleza de la parranda. Comprendí, gracias al cronista, al Diomedes pobre, feo y enamorado en un pueblo donde nuestra mirada (urbana y clase media) saturada nunca hubiera encontrado la belleza para hacer canciones.

Desde el niño me dejaba llevar a la parranda con alcohol, amores, y hasta coca y me purificaba junto al personaje, inserto en una parranda universo donde no puede haber un juicio porque la parranda sólo es inmoral si termina y entonces lo descubro fiel a su esencia.

Fue sin duda un hombre que evadió con belleza la tentación de ser bueno y fuera de cultura también fue incultura como los perros, el mar, la sabana, la sierra y el sexo. Ante su muerte hubo unos tan insensatos de hablar de su culpa o su inocencia, olvidando que el artista tiene el don divino de tener varias versiones y, aunque muy pocas veces, de mezclarse con su obra. También otros posando de folklorologos hablaron de cultura con la hipocresía del que no sabe del silencio.

Diomedes, por fortuna, es incultura y aunque su obra nos queda, esta tiene la suficiente pureza (levedad) para que se la lleve el viento. Sé que en una entrevista muy vieja se sorprendía de que alguien comprara sus CD’s (pensando que toda su fanaticada lo seguía sólo en sus parrandas) y confesaba que no le encontraba gusto a su música si no en concierto.

Lo único que nos queda entonces es una excusa menos para el absurdo de ser colombiano.

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