Mi papá fue desplazado por la guerrilla (ya a lo último no se acordaba si fue las FARC o los Elenos) y sin embargo no se volvió paraco (es decir nunca anduvo armado, ni mató, ni asustó y, aún más, no quiso pagar una extorsión jamás).
Yo, sin embargo, y aunque conocí su dolor por haber perdido 10 hectáreas de café, le pediría perdón a la guerrilla. Conservo una entrevista en la que me cuenta esa historia y dice que los trabajadores de esa finca cafetera no tenían condiciones dignas, que su padre se portaba como una especie de señor feudal. Aún así mi papá quería más a mi abuelo que a ese sindicato real que le terminó por arrebatar la finca con un brazo armado.
Nunca más mi papá quiso saber del campo y se dedicó a la tipografía. Luego cuando su empresa creció a fuerza de audacia, austeridad y sobre todo una disciplina férrea, fue un jefe justo: remangado, austero sí pero tacaño nunca.
A raíz de este proceso de paz pienso mucho en mi época de universitario en la que me indignaba que las AUC nunca hubieran pedido perdón, una increíble pobreza performativa. Fue por esos mismos días que en un círculo de participación política que ofrecía la universidad propuse una acción simbólica y artísticas para “pedir perdón a las FARC”.
Me acusaron de farquiano y me segregaron, pero no me pasó nada más. Era Bogotá y había muchos libros por leer. Quizá mi situación hubiera sido otra en Montería o en el Putumayo; me hubiera tocado tomar partido y no me podría perfumar tan fácil de (aprendiz de) intelectual.
Hoy me vuelvo a reconciliar con las ideas de pedir perdón simbólico, en nombre de unos padres, aunque también nos podemos culpar de vivir en una burbuja, de nuestras complicidades “pequeño burguesas”… quién sabe…
Lo que sí he superado es el asco y la sorpresa porque los combatientes no pidan perdón. En esa circunstancia, por fin entiendo y le saco provecho a esa extraña “formación” para la resolución de conflictos, el honor del guerrero dicta que si al que le pedimos el perdón no concede el perdón tendríamos que pagar con la vida misma.
Uno tendría que ser capaz de pagar con la aniquilación política, organizacional y hasta la obvia.
Como quiero ser mejor etnógrafo del amor que de la guerra, relaciono ambos campos para decir que el amante le pide perdón a su “amor” y si no se lo concede lo aniquila: no tiene licencia de volverse a enamorar, ha perdido todo su valor.
Es difícil amar algo que no es único o una unidad, es difícil amar un país y es más difícil amar algo que no lo es como Colombia.
Para pedir perdón hay que saber amar y aprender a amar a quien se lastimó. Eso es algo que los violentos casi nunca logran (y mucho menos los que nunca han combatido).