Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

Nuestro amor comenzaba con las lluvias. Un aguacero que no iba a parar y se iba a llevar primero la ciudad y ese mundo de los hombres. El agua afilada se volvió en una cortina que hacía imperceptible nuestro amor al mundo para que aguantara eterno.

 

Seguía lloviendo: primero permanecían los amantes mucho tiempo encerrados desnudos y luego la lluvia era tan fuerte que los cubría desnudos en la calle

 

Seguía lloviendo: primero todo el suelo eran charcos y después lentamente los techos fueron desapareciendo. Ellos ya tenían pasos de agua y en los rostros empezaron a trazarse pequeños ríos

 

Llovía y los cuerpos lograban entibiar las aguas y el aliento nunca mermó su calor por los vientos. También hubo nuevas profundidades.

 

La lluvia ya era otra. Los ojos ya eran otros. Caía el agua como cascadas que colgaban de un día rosado de alguna nube y de una noche bajo la protección de una estrella imaginada.

Un día ya desatados de la complicación de los demás subieron por las cascadas ya sin nariz que les impidiera el beso más largo. Ya para entonces volvieron a ver las estrellas: estaban abajo.