Primero un camino en subida con vista a camión, malo para el hígado o alguna tripa donde se cree que queda el mareo. Mi amigo me decía que es ir dejando montañas y ese despropósito de subir y bajar, entrar y salir de la tierra fría y caliente, se hacía menos absurdo con su descripción.
Llegamos a la Pintada y, con su contaminado espíritu de puerto camionero, empezaba a notar las mínimas disposiciones, miradas que nos miraban como adivinando qué podíamos querer, miradas que ya no eran las de los televidentes de ciudad, sino de hombres y mujeres que lavaban llantas y servían pescado. Un primer rostro de alguien al que le pedimos una indicación me recuerda a un ser amado, pero más bien es que el ser amado tiene la magia de diluirse en muchos rostros, sin ninguna pretensión y ninguna displicencia.
Abro una llave en nuestra primera y quizá última parada y sale un buen chorro. No dejo de pensar que es un chorro que escapa a tanta gente. Me siento en un pueblo donde alguien mató al río: todo huele a gasolina y sus humos. Me mojo la cara. El agua me deja un rato sonriente, como cuando era niño y al rato, ya en la carretera, me vuelvo a marear pero no digo nada.
Paramos a ver el río, es una parada de minutos, es para ver un río con el que no simpatizo, pero que se mete en este viaje sin permiso con una buena escena de luna, montaña y piedras.
Todo es accesorio al río: la montaña está puesta ahí diminuta, las piedras de dos kilos son su arena dispersa y la luna es apenas un lucero que se le escapa, una esfera con volumen y con notoriedad pero que podría, fácilmente, sumergirse en el río. El río es central y gigante desde esta esquina de la noche en que miramos y orinamos.
La vía ya es rápida por la vera del río y el clima perfecto. El Cauca es un río que aunque no es dulce sí sabe de redención. Se lo concedo esta vez.
Perderse también era parte de este camino. Hay lugares a los que sólo podríamos llegar perdidos. Fuimos más allá a ver, y nos tuvimos que devolver, mi amigo reniega por perder una hora, yo saco la cabeza por la ventana.
La luna sigue peinando la montaña –con un roce de sus arbustos– y hace a la noche más clara que la montaña. La oscuridad de la montaña que no se deja penetrar –por el hálito de la luna– la hace ver más vieja, como si estuviera ahí antes de la noche, antes de los ojos y de cualquier contradicción entre luz y oscuridad.
Cuando el río Cauca se encuentra con el río Arma llegamos a un puente que pareciera no sólo estar suspendido entre un cruce de ríos, sino separar dos montañas liberando los vientos de su vientre.
El camino que ya sólo llevaba a Aguadas empezaba con un reten militar con vara. Alcanzaba a dar el miedo de que nos devolvieran, que no tuviéramos un motivo para ir, para llegar a donde no estábamos volviendo ni tampoco éramos turistas claros. El militarismo no sólo elimina caminos si no lenguaje: sólo volviendo sabíamos a qué íbamos. Este relato no hubiera soportado un interrogatorio en ese momento; pero no fue el caso, sólo el susto de un segundo que se demoró en ser la vara levantada.
Los soldados muy sonrientes, uno de ellos gordo, evidencia tranquilizadora de la falta de combates y correrías, nos saludan con un gesto amplio y escueto de la mano. Y el camino empieza sin asfaltar, a subir. ¿Por qué dejar los ríos? Mi amigo dice que primero llegar arriba y luego pensar, era la lógica de la época de fundación de pueblos y caseríos. También habrá habido románticos buscando los vientos más altos… perseguir en la cima la nada.
Casas abandonadas, luego las interminables haciendas ocupadas por el alambre de púas. El monte se comía una pequeña franja desde las haciendas, estrechando el camino con todo tipo de matas y arbustos revueltos en noche. Todo eso recordaba que el camino estaba en el filo entre el descuido y lo atesorado, ese carácter de relegación que tiene el abandono.
Me gusta el camino, con su enmalezado, aunque me inquieta su aridez, lo inerte de su tierra, me parece contradictorio. ¿Cómo se hace un camino? No por qué, ni quién, ni para qué, sino cómo. El camino no puede ser una tierra donde crezca la vida, para poder ser transitado, para poder estar lleno de presencias necesita un suelo donde las presencias no se queden.
Vuelvo a sacar la cabeza que había guardado frente a los uniformados. Miro hacia arriba, el filtro inverso que le hacen los árboles a la luna y a las estrellas.
Estar yendo a Aguadas por un camino en la noche me recordaba que era un viaje de ida y vuelta, que era un viaje que no ofrecía la recompensa de la quietud. Pero quién quiere quietud. Lo que me molesta no es el movimiento, es la desvinculación.
El camino es nocturno porque la noche es buena para los seres y es buena para ser, pero no tanto para la vida, la falta de sol está en código muerto, el camino es igual, es huida, desprendimiento y desamarre. Los seres de la noche pueden estar vivos o sólo pasar.
Mientras pasamos somos espectros, necesitamos quedarnos para tomar forma. Pero pasamos y en ese pasar de aire ni forma, ni raíces, ni aún una especie de ancla.
Los habitantes del camino no le pertenecemos a nadie y por eso nos pertenecemos tanto.
A 25 kilómetros de Aguadas se anunciaba que estábamos pasando por la vereda La Lorena y empezaba a ver flores amarillas cuidadosamente dispuestas por pobladores de casas alargadas y de un solo piso como vagones.
Éramos dos hombres de 30 años recorriendo un camino con horas en silencio, pero ya nos empezaba a acompañar un muchachito de 13 o 14 años para el que el amarillo intenso de esas flores era la promesa del esplendor. El esplendor estaba realmente ahí pero podía estar ligado a un mundo sin fin desde el balcón que podía ser cualquier caserío en ese camino.
Seguíamos subiendo y ese muchacho veía desde ahí un mundo inmenso, aguadeño, sabía que su pueblo era un pedazo pequeño, ligado y a la vez distante del río Arma, donde había aprendido a pescar, un río que estaba mesclado con el río Cauca donde había aprendido a nadar y a salir, según cuenta, de un remolino. Nosotros nos reíamos, ¿un muchacho tan bajito y niño luchando con un remolino en el Cauca?
La yerba se iba poniendo más aliviada, más verde, el precipicio era más amenazante y la vista nos ponía soberbios como hombres alados.
Las flores amarillas empezaban a alternar con otras blancas muy grandes y otras amarillas muy espigadas.
De repente un pueblo muerto un viernes a las once de la noche. Llegamos a la Plaza luego de dar dos vueltas y considerar en comparación con cualquier cosa que Aguadas era grande. Las Araucarias gigantes al lado de una iglesia fea pero que no hacía fea la plaza, parecían árboles de otro planeta o de una época ajena a lo humano por un tipo de poda que luego nos explicarían que era para curarlas de alguna enfermedad, quizá un hongo. Allí el fracaso de un par puñados de borrachos y dos puestos de comidas rápidas le quitaban lo lúgubre a la llegada.
–Allí al lado de la iglesia me di trompadas con un niño. –Decía el adolescente como con palabras de otra época.
–¿Por qué?
–Dijo que mi mamá era un costalado de puchos.
–¿Y qué es eso?
–Un insulto.
El clima era perfecto para mantener las manos tibias y las orejas frías y me daba por pensar en la chaqueta de gamuza de un ser amado. De día la plaza era un hervidero de gente, muchos camperos, camiones y bultos. Veía cargar panela.
Las campañas políticas con sus vallas inmundas no terminaban de afear al pueblo, quizá porque era un pueblo, en parte y en lo grandioso, hecho de aire y con un azul clarito inmenso, que no lo pone a uno a detallar para adentro, sino a mirar de repente a Tarzo, o en otro momento a Jericó, seguir una huella hasta Arma o buscar novia en Pacora.
“Que en Pereira van bien”, “que en Manizales cierran muy temprano”, “que en Cali pasan muy bueno”, “que Medellín de todo pero qué despelote”, “que Bogotá frío no tanto por la tierra si no por la gente”.
Si uno se sentaba con tranquilidad en la plaza a mirar a la gente sin que detallaran que uno los estaba viendo, es decir, sin ponerlos a actuar, se podía distinguir quién venía de Medellín, Bogotá y Manizales a hacer política, porque por ser políticos y no ser de Aguadas eran más escuetos y, en especial los de Medellín (o Antioquia), menos elegantes.
El Aguadeño es un ser algo mustia y apacible, tiene un tipo de elegancia que adentrando en su discurso tiene algo de ingenua, pero sólo sí se entra desde afuera. Allí se entra por caminos estrechos y se llega cansado de viajar: está lejos de todo. Siento algo con ellos como la elegancia de un frío que no deja de ser amable (por lo menos en esos días sin lluvia) y unos vientos altos que los hace orgullosos, pero posiblemente más de lo intangible que de lo concreto, cosa que los hace mucho más que soportables.
–Usted no será primo mío.
–Tendría que ser Jaramillo –Le respondí como en complicidad con un chiste.
–Jiménez Jaramillo –Dijo la farmaceuta.
Fuimos a los cafetales, matas oscuras, densas, y yo acordándome de una culebrita, la imitadora y la real aclaraba mi amigo señalando que son dos, una que pica y otra que no. Aguadas es un lugar donde hay que estar subiendo y bajando, se baja al río, se sube a mirar y, por su puesto, se sube al cafetal. Hay mucho espacio pero el café no lo quiere, no lo necesita, no es como las vacas; al café le gusta la falda.
Mi amigo dice que qué intuición puede llevar a alguien a saber que de esa fruta roja iba a salir algo tan distinto, después de ser tostado, como el café. Yo sigo adivinando la culebrita Rabo de Ají y cómo y en dónde me podría picar con una cabeza tan chiquitica.
–Si lo pica en un dedo es mejor mocharlo –Dice el muchacho con el que andamos.
El agua caliente que contiene el café es sosiego pero el cafetal es otra cosa, significaba buenospueblos, vecindades llevaderas, pero yo no podía dejar de impresionarme por el desbarrancadero donde muchas veces estaba sembrado, quería ver recolectar el café con una rodilla adelante, y quería ver la culebra del mismo rojo de las pepas maduras saliendo de la espesura organizada, asomando su cabeza. Aparentemente mansa, la espesura de otra hora y siempre nocturna del cafeto es ponzoñosa, nos recuerda que es veneno, pero suficientemente indiferente a nuestra especie como para dejarse volver capricho con dos fuegos.
El adolescente con el que vamos coge unas flores blancas del cafetal. Creo que yo sabía pero olvidé que el café tenía flor, como si me leyera el pensamiento, me dijo:
–Este no necesita la flor porque es un cultivo que se maneja con la semilla, si fuera café de monte necesitaría la flor.
Yo lo observo con una pierna muy recogida y la rodilla frente al pecho y la otra muy estirada. Pueblo faldudo.
–Casi una pared. Aquí si uno juega parqués se le resbalan las fichas.
Bajamos entre una ladera cultivada por café y el niño va bajando aún con rastros de una risa explosiva y amplia por su anterior chiste. Mi amigo se pregunta porque hay tantas plantas podadas con grano y todo. ¿Alguna plaga? Bajando y resbalando hasta la quebrada de la que nadie sabe el nombre, se nos suben las hormigas, no nos pican, los dolores son otros: a mí me duele la rodilla y a mi amigo la planta de los pies.
Intentamos pescar pero al rato descubrimos una espuma que recuerda que ahí no puede sobrevivir un pez. Bajamos en carro al Arma, descubrimos que ya no estamos en Aguadas, ni siquiera en el departamento de Caldas, las playas son amplias y son custodiadas por árboles altos, vemos la corriente en contravía y los remolinos. Es un río de piedra, bastante transparente y después de cambiar dos veces de lugar dejo de sentirme al acecho y empiezo a sentir el río, su ruido por encima y por debajo, se siente como un ser, con consciencia aunque difuso, y los peces parte de él.
Uno empieza a mirar otras cosas que no tienen que ver con la caña, entender con paciencia la complejidad de los ruidos dentro y alrededor del río, oler el agua o mejor las piedras en el agua y su mineral disuelto en el aire. Siento el sol calentarme, quizá quemarme los brazos porque me había quitado la chaqueta.
Llega el atardecer en minutos, se nubla y siento el frío, el viento sopla tan duro que alcanza a mojarnos un poco con agua de río. La incomodidad del frío hace acordarme de un propósito para poder irnos y ví que el hilo de pescar se movía a un ritmo distinto que el viento, lo enrollé con el carretel y pude captar el movimiento de algo por debajo. Enrollando más, la lucha endemoniada que hacía devolver el yoyo de la vara y que la doblaba. ¿Quién sabe hace cuánto estaba agarrado ese pez? Al cabo de un momento me quedé con el carretel en la mano, se me había roto y aún así lo intenté traer jalando del nylon. Al terminar de recogerlo salió completamente desnudo. Había puesto mal el anzuelo.
Mi amigo sí pescó y me hizo ver todas las sensaciones que yo apenas intuí y no alcancé a ordenar: el pez se quiere ir, al sentir la imposibilidad del nylon arremete como si nos fuera a atacar, en algún momento quiere desistir de lo que se está comiendo, pero en otro se lo quiere terminar de comer porque cree que es ese ser, ligado a algo invisible, el que lo mortifica. Quiere acabar con todo, pero no se quiere rendir: separarse, acercarse, escupir, tragar. Cuando sale del agua, el gran sacrificio: perder la respiración; y el sol le pega y el pez se sigue moviendo con gracia en el aire y aunque no sirve de nada, su último aliento esconde el poder vital de una apuesta final.
Después de tener el pescado en el balde mi amigo siguió intentando. Al cabo de quince minutos enredó el anzuelo en una piedra subterránea. Él movía la vara en todas las direcciones y jalando sólo conseguía que la vara se doblara. Irónico que ese bello movimiento de la pesca significara, adentrado en su terreno, un completo fracaso. Es extraña la sensación de que el río nos haya atrapado, éramos un animal que se podía amputar sin mucho despecho al enredarse en un misterio del río, su vientre. Tan malos pescadores éramos ese día que no teníamos cuchillo y tuvimos que quemar el nylon. Perdimos también una pesa.
–La pesca es lo más lindo que hay –Me decía el muchacho que iba con nosotros.
–Me parece que debe ser una sensación horrible tener un anzuelo en el paladar.
Él me miraba como si hubiera dicho algo que no tenía ninguna lógica y yo intentaba con un cuchillo acabar el sufrimiento del pez del balde. La sangre se ponía muy oscura bañando la poco agua que tenía a su alrededor ese pez naranja, plateado y de vientre crema claro.
–Así no es. Es con un golpe seco en la cabeza.
Mientras comíamos el pescado, una mujer encargada de un negocio donde se cocinaba lo que se pescaba en un estanque, hablaba de su marido y de un negocio que tenían juntos que antes estaba en Pacora y ahora en Aguadas. Decía que no se quiso ir para Aguadas porque no quería dejar su hija sola en la casa allá, “en Pacora sí, pero en Aguadas no”.
También decía que su marido no reconocía todo lo que hacía en el negocio y que un día que le pidió ayuda con unos discos, él le preguntó irónicamente si le había quedado grande el negocio. “Él se enreda con cualquier cuentica.”
Esa noche comimos perro caliente en el parque y a la mañana tomamos un capuchino casi sin café.
“Todo el café de Aguadas va para Suiza.” –Nos dijo alguien.
Gracias a los primos fuimos a conocer la finca del mismo dueño de hace muchos años de dos partidas de mulas, “una de ida y otra de vuelta, mulas grandes porque le gustaban grandes, entonces el terror era que alguien con sus mulas se las encontrara de frente porque le pasaban por encima.”
–Las mujeres de acá son muy bonitas, aunque las de Medellín también. Unos tarrados de mujeres.
–¿Y vos tenés novia? –Le pregunto sorprendido por tomar la iniciativa con un tema en el que un adolescente suele ser penoso.
–No. Y es un tema más bien maluquito.
–¿Por qué?
–Ella no me corresponde… yo le prometí que un día me iba a ver en la prensa. Se lo voy a demostrar.
Un primer portón y luego una ruina muy bella. Una casita con la mejor vista, ya no sólo para soñar con Tamesis y Jericó, sino con Medellín en una época en que todavía daba para ficción. ¿Por qué las ruinas son elegantes? Creo que son el ejemplo de extinguirse con decoro, dejar un espacio sin reemplazo, son una renuncia. La ruina se trata de una casa sólida, sin ventanas, pequeña yerba entre las piedras, un arbusto donde no hay techo y algo de pasto alto saliendo por una ventana.
Es la ruina donde la vida es posterior a la muerte, invirtiendo un orden, donde la naturaleza es posterior al hombre. Como si la muerte o la ausencia del hombre estuviere en el interior de la piedra, simulando su alma.
Le pedí a mi amigo que paráramos. No había a donde atisbar pero sí un verde intenso donde fundir la mirada.
–¿Y la novia? –Preguntó el niño.
–No, nada.
–¿Y eso?
–No he encontrado.
–¿Nunca tuvo?
–Una vez.
–¿Y no me la presentaste?
–No, no se pudo. –Dije yo que estaba pensando qué más decir.
–Ya no importa –Dijo con la madurez ventrílocua que a veces tienen los niños.
–No digas eso.
–Ya la recordaste, ¿cierto? –dijo empezando a tutearme.
–Siempre… –iba a empezar a decir y me interrumpió:
–La recordaste distinto.
Después de abrir y cerrar una cerca de alambre de púas y de pasar junto a un cultivador y artesano de Iraca para escobas y sombreros, llegamos a una casa pequeña junto a una casa grande que se resistía a ser ruina. La casa grande o de los patrones –como luego nos dirían– estaba en remodelación total; ese techo de casi cien años lo estaban cambiando del todo.
La carretera seguía, y yo estaba también encontrando un camino a casa, aunque ya el territorio no importada. Cruzando otro portón que señalaba que estábamos ya en la parte habitada o también más privada. Ya no eran los caminos rodeados de potreros sino la quebrada y el monte los que pertenecían a esa idea de finca. Los montes colombianos quedan a veces rodeados de la “civilización” del potrero; tras varios alambres de púas.
Hay un santo negro llamado San Martín de Porres muy desgastado por el tiempo –aunque uno adivinaría que repintado– que no mira hacia fuera sino hacia adentro y hay un estrecho portón con quiebrapatas con una cruz encima.
Un santo que recuerda que finqueros –que se fueron blanqueando– fueron mulatos, pero como es remembranza y no porvenir mejor que mire hacia adentro y esté guarecido por algunos arbustos. Puede que no sea un santo para saludar a las visitas.
–No me gusta ya la finca porque no tiene ya ni caña, ni café.
Me paré junto a la casa más pequeña y en buen estado, una casa que estaba detrás de unos establos; me paré ahí con mis nuevos ojos y saludé y mencioné el nombre que me dieron mis nuevos primos.
Mi amigo que había esperado en el carro, vino hacia donde yo estaba cuando una mujer baja, bizca y de pelo corto nos invitó a seguir.
La mañana ya era muy amarilla y atrás del ruido de algún grillo se oía la quebrada. Tomamos café y –aunque odio el café con aguapanela– allí por primera vez –ese café muy dulce– era un dulce distinto y me invita a darme cuenta que podemos ser otros en ciertos lugares.
Ya –ahí quieto– estaba volviendo a casa, con papá como camino, sin deseos de parar, hacia ella.