El ser humano parece una palabra pomposa y más cuando de relacionarnos con el mar se trata, entonces lo primero que habrá que decirse es mamífero humano.
Ese mamífero humano tiene una relación extraña con el mar, una fascinación que a la larga y, sobre todo colectivamente, terminó siendo la del mal amante, la del marido celoso que termina de asesino y la del seductor impotente que encierra o intenta impresionar por fuera del amor.
Ese cuerpo humano tan amado en los preferidos y cómplice en uno, en el mar es un asco que recuerda más a un zancudo, una equis que se retuerce y aspavienta, un armatoste que rompe con las bellas curvas pulidas por milenios de sal. Simplemente, nuestro cuerpo, a veces en contravía del alma misma, nos recuerda que el mar no es nuestro medio.
Lo otro que nos recuerda que no es nuestro medio son nuestros ojos. No sirven en lo basto del mar, por debajo de su piel, en su inmensidad, y si lo conocemos o recordamos con algo de exactitud también podemos saber que nadando torpemente en la superficie, como nadan los humanos, tampoco lograríamos ver mucho más que espuma con el oleaje serio (y apropiado).
Nos hace pensar qué sería de la vida y del romanticismo sin ojos. Es cierto que sólo podemos encontrarnos en la mirada del otro y eso no es romántico, es así, y al ser así, es atroz. Pero en el mar la mirada no podría ser la de ojos, tendría que ser la del sonido o la del sonar, la del olfato o su equivalente líquido que podría ser el gusto (desde aquí importante aclarar que tal vez el olfato es de la tierra porque es del aire) y, sobre todo, los roces. Miraríamos rozándonos y así quizá el amor se perdería menos sin el aire en la mirada.
Cabe decir que la más profunda desnudez es necesaria y ni se diga de los aparatos o vehículos. No estamos hablando aún de la vida de los amados barcos que son ante todo seres del aire, estamos hablando de la vida de las ballenas (que sabemos han tenido miradas y formas de ser narradas muy cursis).
De tal manera para estar con alguien en el mar, un amante, una manada, no puede ser como en la tierra, optando por el sedentarismo, tiene que ser en movimiento y nunca parar (o llegar).
Por otro lado, la soledad en el mar es distinta, es la destrucción, es diluirse con todo. Siento la soledad en el mar, la de la tormenta, la de la noche, aguda pero nunca indiferente.
Dejando el cuerpo y con su incapacidad primate para contener el alma del hombre enamorado del mar llegamos a las embarcaciones. Llegamos a la nostalgia de los tiempos de los piratas. Esos amantes castos del mar, amantes inocentes que no pasaban de la piel, pero qué hay que no sea piel entre los amantes se podría contra argumentar en su defensa y además profundizar en belleza pensando que los naufragios no eran más que penetración, coito.
En todo caso, y ya en favor de los piratas, tenemos que el buen amante logra, como en las cintas del símbolo de infinito (un ocho usualmente acostado) acostado, que la piel sea infinita, que no termine, que no tenga límites, relacionarse con el mar sin pliegues y sin ángulos. La clave, sencilla: no se usa el mar para llegar a la tierra.
El mar, es el mar.
No deja de sorprenderme lo evidente de que en un planeta líquido la especie de la que somos sea terrestre, ¿por qué nos tuvimos que secar? Nada es nada, tal vez simplemente una tautología de que en el mar no se puede dar la dominación, los juegos de poder y de conquista inherentes al mamífero humano (¿especie dominante).
Iba a simular la pregunta de por qué tengo tantos deseos de volver al mar pero la pregunta queda respondida.
Pero igual: ¿por qué sin ser navegante, ni nadador, ni buzo, me siento con derecho de pertenecerle al mar?
El mar con su sal oxida todas nuestras torres, finalmente desgasta nuestros lujos y nos deja desnudos de tecnología. Al mar a encontrar la poética del desgaste (la inmortalidad del influjo que todo lo gasta).
Quiero descansar del signo de conquista y de poder de mi especie.
Y volver al mar no es una playa, no son unas vacaciones. Es la profundidad, es el parasiempre.
Cuando el arte, oír música, leer literatura, desprenderme de mis palabras visceralmente ajenas, me invitan a la muerte, me invitan a disolverme mar adentro y perder o intercambiar los sentidos.
Vuelvo al mar en búsqueda de los dioses y en especial de las diosas.
Vuelvo a reclamarle a las diosas mi parentesco (a involucionar hasta quedar perfecto, afortunado).