Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

(extrañezas de un poeto casi enmudecido)

 

Para las categorías del mal planteado “feminism(o) lingüístic(o)”, la palabra “hombre” jamás expresará la unidad de la especie humana, porque algo le cuelga. No tengo discusión con esta manera de hacer valer el poder de la Diosa Madre, de connotar el ya desobligante empequeñecimiento del que ha sido objeto. Pero es tal el maní, que ahora las “Evas” no tienen cuerpo, sino “cuerpa”. ¡Qué barbaridad! La luna en español es femenina y en alemán es masculina… ¡y es la misma luna! La “a” y la “o” son vocales neutras como las demás letras del abecedario, y ambas se sienten bien donde están, no hay que abrirles “grietas” para que escapen.

 

Digamos entonces -es lo que aconseja la prudencia- que hay que guardarse la “risa”, porque podría provocar un “riso” que, entre otras cosas, vienen siendo lo mismo (los habitantes de cierta región española lo saben). Uno no sabe si las “feministas” están buscando reconocimiento para su ternura, su delicadeza, su posibilidad de reunir y proteger en el abrazo como Hestia a sus congéneres, caminando a su amaño sin ser ultrajadas por los “Hermes” que deambulan violando sus carnes y opacando sus muy reales inteligencias, o si lo que pretenden es vengarse por esos delitos históricamente comprobados contra sus hermanas de claustro (me refiero a las ya casi desaparecidas “amas de casa”).

 

La vía del lenguaje que se ha tomado en estas circunstancias, es particularmente anómala. Si te quieres hacer valer es importante hacerte entender, dicen los que saben. Hay una anécdota en el territorio donde nace el sol, que me interesa recordar en estos momentos: cierto sabio fue interpelado por un discípulo de la siguiente manera: “maestro, si el emperador lo llama para ayudarle a gobernar ¿cuál sería su primera medida?”… a lo que el sabio contestó: “haría una reforma al lenguaje”. Otro maestro de esos tan escasos, y de la misma zona, recibió la visita del emperador, y una vez el poderoso hubo salido de la humilde morada del sabio, éste se lavó los oídos. Ni siquiera cambió sus “indiscretas” palabras, las deshizo.

 

Si lo que se quiere es una reforma en el lenguaje para que exista la inclusión, hay otras maneras más apropiadas que la pugna entre las letras que suenan a “rebelión” y las “opresoras”. Modificar las palabras, o anular las formas usuales para su enunciación, no requiere este tipo de forcejeo, a pesar de la resolución del sabio citado. Esta nueva guerra entre “los significados” y “las significadas”, entre “las palabras vulva” atacando a “los palabros falo”, no deja de abrir la herida. Pienso que la tarea está en articular, en agregar a lo ya hecho (o deshecho) las más posibles voluntades de expresión, el más alto empeño poético, sin necesidad de diferenciarnos tan tajantemente, sin generar esos enquistados fraccionamientos con tales quejas. La búsqueda está en aunar esfuerzos para lograr condiciones dignas tanto para ustedes que embellecen el mundo, como para nosotros que lo disfrutamos. Y viceversa. Pues, es un hecho, las palabras desatan acciones. Y así las cosas, nos matará la gramática sexista que se encumbra frente a los altares del idioma.

 

Señalar, y más que todo escribir o hablar, con esa condición de “luchador (a) para la igualdad de género”, haciéndolo del lado masculino o del lado femenino cada vez que se presentan “él” o “ella”, o “los otros” y “las otras”, “estas” contra “estos”, “las dentistas” sobre “los dentistos”, “las futbolistas” goleando a “los futbolistos”, como si la “a” fuera femenina y la “o” masculina, entorpece el discurso y el lenguaje en sí mismo. No sé cómo pueda sonar esto, pero mi verga termina en una “a” y te quiere fresca y restallante como siempre lo has sido, mi dulce mujer. Tú que me sabes y a quien espero ante el cuaderno que huele a poemas del siglo que viene. Tú, que al irte, dejas un estallido de galaxias en mi memoria.

 

No obstante, hoy me quedo en “casa”. No sea que me persigan y me conviertan en un “caso” de esos que la justicia de este país entierra. Por favor, mis amadas y hermosas mujeres, comprendan de una buena vez: ¡las palabras no tienen la culpa!… ¿O sí?

 

 

Medehollín, 25 febrero de 2017. (2:04 p.m.)