Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

 A los amantes del suicidio

y su mundo desproporcionado

 

 

 1

Leer y escribir a y sobre Cioran, es sumergirse en un tiempo indeterminado, pues, este filósofo rumano, adolecía de un referente patente que lo situara de una manera expedita en el mundo de la realidad.

 

Su escritura fragmentaria, contradictoria y paradójica impide pensar de manera continua; sin embargo, traslada a lo esencial.

 

Cioran era conocido como “el diablo en bicicleta”. Sus largos recorridos por París y la adopción de la lengua francesa, lo hicieron un apátrida y, al mismo tiempo, le permitieron acercarse a sí mismo y estructurar una de las prosas más depuradas por lo incisivas, a la voz de Paul Valéry.

 

Sus aforismos nos plantean una batalla perdida en lo que ellos no presentan, pues, como él mismo dice: “se accede a lo que está formulado, pero lo importante es lo que no está, lo que está implícito, el secreto de una actitud o una idea”

 

Cioran vivió al margen del mundo, y esta manera de no asistir, lo llevó a fundamentar una terapéutica para su ansia de libertad en la escritura. Si Cioran no hubiese escrito, seguramente hubiera levantado la mano contra su humanidad, ausente por lo demás, al común de los acontecimientos.

 

O más bien, fundada en los acontecimientos comunes como el dar largos paseos en bicicleta, acercarse al mar, el insomnio… De todas maneras la mirada de Cioran tenía una lucidez demoníaca, refractaria, y lo situaría para muchos como el profeta del suicidio o el filósofo del pesimismo y la desesperanza.

 

Su angustia existencial y la presencia esencial del vacío lo conminaron a expresarse capitalmente sobre sí mismo y los problemas de la vida. Su metafísica, si hay tal, es la entrada en la temporalidad y en el ser musical, que sólo podrán revelarse, según él, en la pasión de la noche.

 

Cioran fue un existencialista, más que un condenado, y su escritura, libre y “vital”, no es conducida por el terreno académico. Sin embargo, la academia le ha adjudicado un puesto en sus salones. Acercarse a Cioran es una experiencia dramática.

 

2

Cioran trata de curarse de, y lo hace curándose con. En este cuidado de sí ataca la angustia de ser arrojado al mundo y se libera con la escritura.

 

Ese yo corroído abre campo a la negación como camino al éxtasis y a la desesperación como vehículo de la profecía. De esta manera las supera en sí mismas y contrae el mundo a una imagen de lucidez que no puede ni quiere encontrar nada nuevo ni declararlo.

 

Un pensamiento lúcido no busca la originalidad, un pensamiento lúcido es uno que discurre con extraordinaria claridad; es uno despejado de fiebre o libre de delirio, de locura. Un pensamiento lúcido es uno que no se deja arrastrar y, sin embargo, la embriaguez vuelve siempre. Porque embriagarse también implica lucidez.

 

A la lucidez la define Cioran como: “la culminación del proceso de ruptura entre el espíritu y el mundo”. Por tanto, la condición de la lucidez es el desgarramiento; de allí que vuelva a la embriaguez, al hechizo.

 

En tal sentido, Wittgenstein escribió que la tarea de la filosofía era “una batalla contra el embrujamiento de  nuestra inteligencia por medio del lenguaje”. Y Cioran declara que la palabra nos hechiza, nos pone en la cuerda floja.

 

De otro lado, ¿qué discurso no cae en el delirio o en la fiebre? Freud y Lacan, que discurrieron sobre el delirio, también cayeron en la acción delirante del lenguaje. Discurrieron en torno a un deseo que los sobrepuso. El deseo es para Cioran lo que está más cercano al delirio.

 

El deseo nos convoca a la acción, nos proyecta y está inapelablemente unido al lenguaje. Como expresa Savater: “el hechizo de las palabras, nos abruma y nos define; pero la vida misma, tal como la padecemos, se cifra en ese embrujo”.

 

De allí que se pueda hablar del sorge heideggeriano como “cuidar de”, “curarse de”, y “curarse con”, pues, “mientras vagamos sin sentido, la familiaridad de lo cotidiano se estremece” (Heidegger).

 

Esto lleva a interrogar el yo de Cioran que intenta asumir el sinsentido, la vacuidad, con las palabras. Ya que se siente “sin casa”, “desamparado”. Venido, aunque más propiamente, y como se ha dicho, arrojado al mundo.

 

Por eso, y quizá sólo por eso, escribe que “sólo un alma desgarrada de amor todavía puede rehabilitar este mundo vulgar, mezquino y repulsivo (y) un gran amor no existe sin una gran renuncia”.

 

En efecto, la renuncia de Cioran lo pone en el entreacto que hay entre el delirio y la locura, éste que hemos llamado lucidez. Misma que para Cioran está cifrada en el amor.

 

De esta forma encontramos un desgarramiento constante en sus palabras; un éxtasis que niega la negación y que lo encumbra a las esferas místicas, a las alegrías y las tristezas de la renuncia.

 

Lo enfrenta con el-ser-en-el-mundo, y, también, con el sacrificio que no enrostra la propia imperfección y que por tal no acusa y no culpa. Es como Cioran se libera accediendo a estar-con-el-mundo; es así como pasa por donde nadie pasó y confirma su propio sendero.

 

Cioran, sin embargo, no se deja arrastrar a las profundidades de la seriedad; no se acerca a lo esencial con aspecto tremendo, pues, su espíritu corre muchos peligros y se ve llamado a multiplicar los malentendidos que existen en él.

 

Así, el amor, y, más precisamente, la muerte, son asumidos con espontaneidad y en la interpretación de la cosa misma, con libertad y despreocupación. Como si estuviera en manos de la música. Como si quisiera el absoluto. Esto es, asumiendo el riesgo que comportan las grandes separaciones.

 

3

Cioran no quiere la pérdida del ser provocada por el conocimiento, porque todo conocimiento es una pérdida. El conocimiento expresado como conocimiento del mundo nos aleja del otro, imposibilita la alteridad.

 

Hablar con sus prostitutas debería ser para Cioran una manera de evadir este conocimiento como lógica y fundamento científico, como verdad filosófica. Él dice al respecto: “olvidaos de la ciencia, que jamás habla del dolor, e impregnaos de vuestras propias revelaciones”.

 

Lo que Cioran retoma del conocimiento es el gnoti seauton, el empezar un camino hacia sí mismo. De esta manera podría cuidar de sí, activar la epimeleia, la cura sui que estudió Foucault.  Porque el conocimiento del mundo que nos anula, equivale a un “borrar” el misterio, por pobre que sea la existencia.

 

Por esto hay que poner una gran pasión en todo para que el menor gesto sea una revelación de lo que se es y se representa. Por esto hay que hablar como un condenado a muerte; donde cada palabra lleva la marca de lo definitivo, de una tensión postrera.

 

Esto implica que hay que quedarse en todo momento en el límite del ser; esto es, en lo más presente, donde el futuro es lo más inmediato e impele a la “maduración”, al lugar de la muerte.

 

Misma a la que sólo se puede acceder de forma personal. Sin por esto decir que la “vivamos”. Incluso porque la muerte no es. Cuando se está vivo no está presente, y cuando se muere no se es ya. A este orden articulado por Epicuro, se podría añadir que la muerte es sinónima de individuación y no se puede morir por otro.

 

Quizá así, Cioran siente que ya no hay muerto al cual su mirada y su confianza le den vida, que no hay enfermedad que él pueda convertir en salud. No obstante, se reúne en el caos y esparce las formas cobrando forma; muere en su fuego toda resistencia y hace de todo una plausibilidad.  Es como Cioran alcanza el poderío ante el que las fuerzas del  mundo desparecen como sombras; sombras absorbidas por su temblor loco y divino.

 

Pero estas son sólo ideas, y como afirma el propio Cioran: “las ideas no generan nada y, de esa manera, no completan efectivamente el mundo en el que estamos. ¿Por qué pensar en el mundo si el pensamiento no se convierte en su destino? Ninguna ley de la naturaleza ha cambiado a causa del pensamiento y ninguna idea ha impuesto a la naturaleza una sola ley nueva. Las ideas no son ni cósmicas ni demiúrgicas y, de esta forma, nacieron condenadas”.

 

De nuevo la crisis del pensamiento que Cioran adscribe a la manera de anular el yo de la salvación del mundo lo pone en el entredicho, en la desesperanza y la duda frente a la razón. Y esa salvación no debe ser del mundo sino en el mundo, y va por la línea del amor que es por esencia pesimista.

 

Ese amor sólo es posible sin distanciamiento si se quiere que sea total e infinito. Y para eso se debe amar individualmente, se debe amar inmediatamente. Pero Cioran escribe que “amamos demasiado nuestra imperfección y por eso nuestros amores nos entristecen”. Hay que renunciar, hay que abandonar y “pasar de largo”. Mas, una renuncia también puede ser fecunda, sobre todo si está abierta a la vida.

 

4

La fractura del espíritu y el mundo, la quebrada noción de lucidez, lleva al ser a afrontar creadoramente el embate del sufrimiento. Por esto, el sufrimiento aterriza el orden de lo insoluble en el momento mismo que el ser se acerca a sí mismo.

 

Esta escisión resulta de la presencia subrayada del yo que interviene en el ámbito de lo representado. Porque la inmediatez del ser está en la capacidad de ver y escuchar las cosas del mundo, de pensarlas en procura de la validación del mundo mismo.

 

Es, pues, “ese maldito yo” el que interrumpe la vinculación en el mundo de la realidad, que se hace presente como imposición de un espíritu que se desborda en el mal de una posible creación. Ya que el bien en su distancia y mudez, no se acerca al vértigo del hombre.

 

Si el mundo ha sido creado, es por mediación de un demiurgo maligno que ha defecado en el espíritu del ser, y ha fundado el desprecio y la no posibilidad de acción recíproca de la renuncia que se sustente como alegría. Por eso dice nuestro autor que “tenemos que someter nuestra vida a las pruebas más duras”. Pero conscientes de lo peligroso y lo arriesgado para que no nos sea ajeno.

 

El sufrimiento y la descomposición deben hacernos actuar de tal manera que se conviertan en abono para un pensamiento fecundo, que relacione la voluntad de crear en el plano del mundo que se ha distanciado de la muerte y la vida. Y esto, por considerar la muerte misma como separada de ésta. “El sentimiento interior de la muerte resulta fecundo a condición de que nos permita dar profundidad a los actos de la vida”, asegura Cioran.

 

El mundo es una hoguera y progresar en sus llamas, en eso consiste el goce por el tormento. Y Cioran era un atormentado. Por más vínculos que tendiera en su vida como escritura, el desgarrador vacío de lo inexpresable lo sujetaba y, al mismo tiempo, lo compelía a sacar de la vida más de lo que ella puede dar.

 

Y afirmaba que “no importa que el sufrimiento venga causado por el hombre, por la enfermedad o por alguna pérdida irreparable. (Lo único que importa es lo que pueda) fecundar el interior, para que la vida gane en esplendor y profundidad”.

 

Para eso no hay que dejar nada sin explotar. Hay que convertir todo en medios y estímulos que reafirmen la confianza de sí, y vivir con tanto ardor, que se pueda convertir todo lo que tienda a paralizar el ser en fuelle de su propia existencia: “si no hemos conseguido sembrar las tinieblas de estrellas, ¿cómo vamos a esperar la aurora de nuestro ser?” Pregunta.

 

5

Cioran era un “profeta de la descomposición”, un oráculo de esa podredumbre que arremete del interior y desentrañados sus signos y señales, se convirtió en un sanador de sí, en un médico de su ánimo desgarrado e insomne.

 

La noche le causó la torcedura, y el tiempo, en el que cayó varias veces, le ofreció la claridad. La lucidez propia del que ama la música como un arma esencial para el fecundo desarrollo de su destino.

 

Pero Cioran no eligió la vía más frecuente ni la más fácil. Él, que quería desaparecer, que buscaba renunciar al mundo, se inundó de estrellas y sintió alguna vez el principio del movimiento, se angustió por la primera oscilación del mundo.

 

Cioran experimentó el estremecimiento puro de lo divino, el éxtasis primero del devenir, el torbellino inicial del tiempo. Y todo como si ya no existiera para el mundo. Solo en su intimidad, ab initio.

 

 

20 de septiembre de 2006

Cfr. CIORAN, E.M. El libro de las quimeras. Tradución: Joaquín Garrigós. Barcelona: Tusquets Editores, Segunda edición, 2001. – SAVATER, Fernando. Ensayo sobre Cioran. Madrid: Espasa-Calpe, 1992. – HERRERA A., M. Liliana. Cioran: lo voluptuoso, lo insoluble. Pereira: Sin editorial, 2003. – STEINER, George. Heidegger. Traducción: Jorge Aguilar Mora. México: Fondo de Cultura Económica (edición conmemorativa 70 aniversario), 2005.

 

Imagen de Jan Saudek