—¿Y entonces usted qué piensa de la vida?
Ahí va otra vez, pensé, otra diatriba de mi madre de por qué no he podido ser un adulto responsable. Todo estaba tranquilo y calmado, acostado en mi cama leyendo relatos policíacos mientras escuchaba jazz y swing de los años 30.
—No consigues trabajo, no has podido entrar a la universidad… ¿Qué pensás hacer? Lo único que lo veo haciendo es quedarse ahí leyendo, dizque escribiendo, osea: haciendo nada. ¿Hay algo en su vida que de verdad le importe.
—Pues… ya que lo dice, madre —dije cerrando el libro y mirándola a los ojos—: cuando estaba en octavo, Olga, la profesora de español, nos puso la tarea de escribir sobre algo que nos hubiera cambiado la vida hasta ese momento.
Mi mamá aguzó los ojos como haciendo un esfuerzo por tratar de entender lo que quería decirle. Ya que había captado su atención, continué:
—Entonces escribí sobre una lagartija que me encontré en las escalas de la casa, entre las materas. No tenía la cola, se la habían arrancado. La cogí y no hizo esfuerzo por escapar, como si estuviera resignada a que terminara el trabajo que alguien empezó con arrancarle la cola. Sin saber por qué caí en cuenta de que estaba hablándole. Noté como sus ojos se fijaba en mí mientras se humedecía los ojos con esa lengua babosa. Le dije que aunque estaba herida, se recuperaría. Que estaba igual que yo, herido, pero sabía que no iba a recuperarme. Cuando dejé de hablarle, la lagartija seguía quieta en mi mano, mirándome fijamente. Entonces pegó un brinco y se perdió entre las materas. Ahí entendí que alguien me llegó a importar y sentí como alguien me escuchaba por primera vez la vida.
El silencio se volvió incómodo, y mi mamá no dejaba de mirarme. Yo apretaba culo hablando para mis adentros de que levantara el culo de ahí y se fuera a hacer cualquier cosa, lavar la loza, ver su telenovela de mierda, joder a mi papá o alguna otra cosa. A la final suspiró, se levantó y salió del cuarto.
He ganado esta batalla, pero no la guerra. Es curioso que no alegara nada, pues el papel de todo padre, aun cuando el hijo tenga razón, es contradecirle. Su obligación paternal es hacernos ver que siempre estamos equivocados.
Pero debo sincerarme conmigo mismo al menos: la verdad de mi relato es que no es verdad. Recordé un fragmento de Henry Miller en Trópico de Capricornio y más o menos lo adapté a un contexto más mío, como lo de mi profesora de español, Olga, a la que le llevo ganas todavía. Maldita profesora sexy.
Volví a entonarme, hice otra lista de reproducción y me enfrasqué otra vez en la escena del crimen que el agente de la Continental intentaba resolver.