Y allí, tras la negrura de la tramoya, ella: pequeña, desamparada, angustiada y abandonada por un destino truculento y escaso de compasión, observaba sintiéndose impura como asqueada por la piel que la cubría, pues con solo ser la vil e insulsa daifa del director de la Ópera de París, causaba en la pobre muchachita profundas arcadas cada que recodaba su manera de pagar por pan cada que se inmolaba todas las noches con aquel mantecoso y curtido hombre. Pero exceptuado esto, tal ultraje era tan sólo un pequeño menester diario en aquellos instantes de la noche en los cuales se escondía. Toda pesadumbre sobre su mascada carroña parecían limpiarla en su lubricidad cada que presenciaba su acto.
Con volátil magín, con exasperación y exageración, maquinaba en su mente aquellas ficciones tales para un novelista libertino como el Marqués de Sade, Giovanni Boccaccio, Pietro Aretino… en las que junto a la (o el) bailarín estelar, de nacionalidad española, de la galardonada producción de la Ópera que se presentaba una vez a la semana ante los admiradores de las bellas artes y los aristócratas pomposos de la época.
Enteca de deseo por presenciar a tan celebérrima artista, la pequeña Delila, de tan solo una década de existencia, que se vendía a los desmedidos y ruines caprichos de su grotesco dueño, con tal de presenciar por unos intangibles minutos el ensayo de la magnífica, imponente, incitante y andrógina Joseline.
Ay de mí, ay de mí, suspiraba en una exhalación tan profunda que sus pulmones experimentaban la asfixia por enfermos segundos, mientras con sus, aunque pequeños pero famélicos, ojos devoraban la lejana figura de quien se hacía sentir con burdas exclamaciones.
De un ávido encanto, Joseline maldecía y reprochaba con suciedad; cual marinero ebrio o un adicto del opio en su máximo estado de exaltación, al negarse a usar, según ella, un tan desvergonzado vestuario. Embelesada con la soez de su hablar, Delila, literalmente, goteaba de deseo, como si las blasfemias que ésta escupía fuesen los más dulces versos dictados por el mismísimo Eros.
Te amo, te amo desmedidamente, se decía para sí misma con la esperanza en boca, con el calor del deseo entre sus frágiles piernas y la añoranza de que sus ansiados ruegos fueran escuchados por su negligente dios.
En el centro de aquel magnifico escenario, Joseline con la voz exigente y altiva, maldecía sin mesura ni pudor:
—Inútil cerdo, entiende por la puta que te ha engendrado: ¡No me pondré esa mierda encima! Me importa un jodido coño que te hayas partido el culo elaborándolo. Por mi haz de reventarte las putas manos a pinchazos —decía esto Josenile al mismo tiempo que arrojaba cualquier objeto que tuviese el infortunio de caer en sus manos.
—Pero señorita, así lo ha ordenado el director de la Ópera —se defendía el interpelado en un intento vano por apaciguar la ira de aquella—. Le ruego que se lo ponga y no proteste más.
—¿Qué no me has oído infeliz? Traedme a tu celebérrimo director para que yo misma le parta el culo en dos —el sastre, con el temor en su rostro apenas si parpadeó, pero de eso no movió nada más— ¿Pero no escucháis lo te digo? ¡No me pondré eso! ¿Entendéis bastardo o te lo hago entender a golpes?
Sin más remedio que sucumbir ante la imponencia que desataba aquel o aquella con su tempestad de insultos e imprecaciones, el pobre sastre al fin se retiró con torpes pasos del escenario; cabizbajo, avergonzado y profundamente humillado. Entonces la música hizo trémulas las paredes y el público fantasmal nuevamente languideció con la interpretación de Joseline. Sus delicados pasos entre el aire impuro y envidioso, parecía acariciar las notas de Giuseppe Tartini con su soberbia gracia.
Entre tanto Delila, la pequeña Delila, presa de la fogosidad y las ansias de saborear, independiente de las cálidas palabras que salieron de la jugosa boca de su lejana y utópica amada, aquella a la que nunca podría siquiera probar, se limitó a consumir su amor negado con sus inquietas manos.
Pronto, sus carnes agitadas al borde del abismo orgásmico, se contorsionaron con tal tracción que toda la utilería que había tras ella se vino abajo al mismo tiempo que el elixir de su entrepierna. El estruendo partió en dos la cautivadora epifanía que Joseline experimentaba y con un grito inquisidor advirtió a la orquesta que debía detenerse, otra vez.
Colérica y a pasos agigantados irrumpió tras el escenario en busca de la sabandija responsable del barullo. Entre el polvo y la chatarra Joseline vislumbró una mugrienta infanta de piel morena, cabello largo negrísimo y unos ojos de rasgos arábigos que la miraba entre ojos lacrimosos y mejillas coloradas. Por su parte, Delila palideció al tenerla tan cerca, el corazón se le contrajo permaneciendo estático en su prematuro pecho y el susto desató sus esfínteres haciendo que un líquido amarillento, caliente, de agrio y salino aroma recorriera sus piernas.
Al verse en tan embarazosa situación, la sangre le subió al rosto, la respiración se le aceleró en un jadeo canino y sus ojos se sumergieron en un mar de lágrimas. La expresión furibunda de su rostro pareció transformarse en estupor y tras breves fragmentos de tiempo una risa estruendosa y fina hizo que la niña rompiera en llanto por la humillación. Pronto las carcajadas se apaciguaron y un leve y moribundo sollozo sobrevivió al silencio que había tras la tramoya.
Joseline, irritada por los animalescos chillidos, la tomó bruscamente de sus finos cabellos y la zarandeó con enorme frenesí.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! —gritaba la pequeña entre gemidos de dolor.
Siendo arrastrada por el piso enmaderado de la Ópera, Delila se retorció entre los quemones por la fricción. Al sentir la oposición en contra del arrastre, Joseline se desquitaba al tirar con más fuerza de su cabello. El trayecto culminó a puertas de una gran oficina que en letras doradas galardonaba el título de “Directeur de l’Opéra”. En cuanto reconoció el lugar la niña se quebró en alaridos lastimeros.
—¡No! ¡Por el amor de su Dios, no, por favor! —lloró en suplicas por unas migajas compasión.
Al abrirse la puerta de un estruendo, la bailarina estelar no perdono la calma de la oficina y se dispuso a rugir por pleitesía:
—¡Tu adorada putica ha interrumpido mi ensayo con su grotesca simpleza! —gritó mientras la arrojaba a los pies de aquel hombre.
—¡Haz de controlar a tu perra! ¡Disciplínala o yo me encargaré de que la encadenen desnuda y de espaldas a un poste en medio a la intemperie!
El hombre tras el amplio escritorio se mostraba serio e inmutable ante los gritos de Joseline. Pareció terminar lo que en lo que estaba trabajando, pues bajó la pluma, levantó su gélida mirada por encima de su monóculo y con una voz tosca y grave cuestionó a la joven.
—¿Y qué ha hecho? —preguntó austero y seco.
—La he atrapado masturbándose detrás del escenario —afirmo ésta con una expresión fría al tiempo que cruzaba los brazos sobre sus escasos pechos.
—Comprendo —se limitó a decir él.
Un pequeño silencio se hizo notar en la habitación.
—¿Y bien? ¿Qué harás al respecto? —en su rostro se esbozó una mueca altiva y presuntuosa.
—¿Nada? —reclamó con asombro e histeria.
—Nada. Si deseas castígala tú.
—Bien —musitó esta mientras se daba la vuelta, volvía a tomar fuertemente de los cabellos de la desgraciada, cerraba estruendosamente la puerta de la oficina ahogando los alaridos de la niña que poco a poco se extinguieron en los recovecos del pasillo.