Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

Sangre de potro hay en mis venas.

(…)

Y un gesto inmortal, momentáneo.

Pablo de Rokha

 

 

Te digo que esta respiración

del día a día con sus noches

-con sus largas noches-

me oprime si no me aferro a ti,

y por eso debo hacer.

 

Hacer lo que sea,

con sueño, con barro,

pero hacer.

 

Porque de otro modo,

volvería a los caminos de la locura.

 

Y escribo,

leo, vuelvo a leer,

y escribo.

 

Me distraigo un poco

en uno que otro abismo

y no niego que hay momentos

en que un armamento de voces regresa.

 

Los murmullos se abultan a mi alrededor.

 

Me entra el frío,

tiemblo,

quiero entrar… y no sé adónde.

 

Hago como si no fuera conmigo:

pongo algo de música

y escribo y te ofrezco lo que escribo

y quisiera que estuvieses conmigo

para reír y escuchar la canción

que nos regaló el mar.

 

Siempre amigos,

propensos al deseo y al amor,

te veo llegar

-aunque no sea cierto-

y después de un tiempo

siento que me besas.

 

Porque sé que llegará la prisa

-entrada la lluvia-

y tendrás que marcharte.

 

Es cuando te enteras

que el poeta también declina

y, no obstante, te beso de nuevo.

 

Entonces pides un taxi que te lleve a casa.

 

Tú te sabes cuidar

y no soportas los guardaespaldas.

 

Me dices que estarás bien,

que me quede al tanto de las palabras,

de la poesía que es habitarte.

 

No obstante, me llamarás

cuando llegues y cierres la puerta.

 

Y me llamas y me cuentas

que la pasaste bien conmigo,

otra vez bien.

 

Lo dices entre suspiros

y con un leve tono encantador,

como una alondra entre sus cereales.

 

Entonces me tomo mis píldoras,

y pienso en ti antes de dormir.

 

“Qué sueñes bonito”, te susurro.

 

Y yo -que bramo en otro cuerpo-,

acepto que un poema como estos

no durará mucho tiempo.

 

Que su final sólo le hablará a tu oído.