Nunca pensé que la venida del Papa al país y a la ciudad pudiera llevarme de la total indiferencia a un profundo impacto sobre mi ser. No me refiero a esta situación en términos religiosos, cristianos o espirituales, sino en términos humanos, en términos existenciales.
El primer asombro fue al ver las magnitudes de las diferentes movilizaciones de inmensos grupos de personas, de cifras que jamás había visto en el país, pero la impresión más fuerte que me dejó todo esto fueron las profundas emociones de los distintos participantes.
Ver las lágrimas de muchos al ver al Papa, al tenerlo cerca, al recibir su bendición o dirigirle unas palabras, señalaba lo trascendental de ese instante para tantas personas. Este hombre representaba mucho más que al sucesor de San Pedro, él es el mayor símbolo de la religión de la que se alimenta la existencia de millones de personas, él es la materialización del sentido de la vida de muchos seres.
¡Por Dios! Si el sentido y propósito de mi existencia estuviera materializado en un ser o en alguna cosa, yo también correría detrás de él, también esperaría días en la lluvia para poder verlo con mis propios ojos y así poder fortalecer y reforzar aquellas razones que le dan orientación a la vida, que permiten marchar diariamente. Yo también lloraría si lo viera pasar, si me tocara o si pudiera estar al lado de ese propósito existencial materializado. Pero este no fue mi momento, en esta ocasión lloré por aquellos que vi llenos de alegría, de emociones, pero especialmente, llenos de fe. Cuando veía a esas personas corriendo para ver al Papa, lo que realmente veía era al corazón del ser humano persiguiendo el sentido de su vida, corriendo para sentir aquel motivo por el que valen la pena y se justifican los esfuerzos y dolores de cada día, de cada persona. Vi la nobleza del ser humano, vi personas con hambre de esperanza, queriendo tener cerca y ver con sus propios ojos la justificación de una existencia basada en la fe, de una promesa de la inmortalidad del ser.
Todo esto va más allá del asunto de un dogma o una religión en particular, llega a lo más hondo del ser humano, a sus temores y esperanzas más profundas sobre la vida, las inseguridades y temores con respecto a esta, sus grandes preguntas y pocas respuestas; llega hasta el deseo propio de cada ser humano por vivir, por ser y por existir.
Con la venida del Papa me di cuenta que todos somos existencialistas, solo que mientras unos leen a Nietzsche, otros van a Misa.