Dios,
aquello que nombramos
como lo innombrable,
el de los muchos nombres,
asumió el mundo creado
a partir de su propia creación.
Estaba solo.
Única posibilidad para ejercer
las nuevas palpitaciones de lo por venir.
En soledad
el creador puede crear;
lo demás es ruido que abona
-de mínima manera-
el acto mismo de lo que se crea.
Quizá por esto
el poeta,
el artista,
el filósofo,
crean antes en ellos mismos.
Para luego dejar la visión,
el verbo,
el delirio y las máscaras.
Sin embargo,
Dios ha sido olvidado.
Habita ahora su propio vacío.
Crea hacia adentro.
Quizá así,
y por tal razón,
la creación del creador
comienza de manera efectiva
en la distancia,
después de su muerte.
Dios ha muerto
afirmaba el loco,
el gran master of puppets
ha declinado.
De allí,
nuestra vocación por el futuro,
el ánimo del progreso,
la autosustantivación
y el ejercicio diario
en la búsqueda de lo creador.
Algunos piensan,
intuyen,
imaginan un mundo nuevo;
pero se arrojan desbocados
con las mismas palabras del año pasado.
Voces nuevas, sin embargo,
preparan nuevas palabras,
incluso creen guardar un mundo sin muerte.
¡Terrible!
Dirán muchos,
y no hay tal.
Al menos tendríamos la prisa de Dios;
es decir, la paciencia infinita.
Habría dientes de sable eligiendo presa,
mares y continentes sumergidos.
Pero el tiempo inapelable,
el fracaso de los ejércitos,
la mortecina que golpea al hombre…
Esta historia podría continuar;
mas acabamos de llegar a la azotea
de una inmensa y macabra civilización.
Al final está escrito:
adiós diocesito pequeño…
adiós.