Siempre vivió en el infierno y ninguna de sus palabras ha renacido de las cenizas. Desde que tocaron esa mañana a su puerta, desde que al despertar ya no era un hombre sino un extraño insecto, desde que envío la carta a su padre, la agrimensura de su tedio fue una lenta entrada en el vacío. Tal medida de la soledad se fue convirtiendo, cada minuto de cada día, en una tentativa para querer ser incinerado con todo aquello que lo rodeaba: los libros de su biblioteca, los enseres de cocina, la dura cama, la única silla, la lámpara que iluminaba los papeles donde escribió el curso de una humanidad que ahora se alimenta de su memoria. Y, además, esa pequeña hoja con su testamento ―incumplido por su fiel amigo― que ordenaba quemar todas las noches derretidas en tinta, esas noches en que tuvo la certeza de que la mayoría de las observaciones que hizo sobre sí mismo, no pasaban de ser una gran mentira. Por ese afortunado incumplimiento, por esa traición que muchos bendicen, el mundo ha podido leer a Kafka. Y podemos estar seguros que sus palabras arden y arderán en el fuego donde las hemos dejado por siempre. Aunque Kafka ya no sea Kafka.
Imagen tomada del Internet: http://ozancavdar.blogspot.com.co/2016/08/franz-kafka-portre-karikatur-cizim.html