Estamos con padre e hijo, el equipo de trabajo de una productora de cine de Caracas. La historia comenzaría con Pablo de la Barra, un chileno socialista que no cree en Maduro, aunque se haya alcanzado a ilusionar con Chávez. No es para menos: es un exiliado de Pinochet y un nostálgico de lo que pudo ser con Allende; o sea ante todo alérgico a todo lo que se acerque a una dictadura.
“La utopía tiene horizontes infinitos que se van arrancando de uno a medida que uno se acerca”.
Su primera película, Queridos Compañeros, la empezó a grabar en Chile y la terminó de grabar en Caracas. Venezuela históricamente ha acogido a muchos desesperados por las dictaduras. Pablo recuerda la primera impresión del verde, de la potente naturaleza que rodeaba -casi inmediata- a una ciudad como Caracas. Todavía lo enamora la corta distancia a la que se puede perder en un bosque espeso.
Su hijo Juan de la Barra complementa y dice que le gusta de Venezuela la forma de “no enrollarse en la tristeza”. Ellos perseveran en Venezuela aún en la crisis de 2019, sienten que Chile es un país triste y Pablo recuerda sus primeros años en Caracas, caminando por ahí y entrando a un velorio, donde todo el mundo estaba feliz y tomaban sopa, tiene una conexión emocional con el sabor de esa sopa. Ese día -quizá con una pariente joven y lejana de la difunta- no pasó mucho rato para trasegar del velorio al motel.
“No se le para mucho a la muerte”.
Ya en Venezuela hizo una segunda película importante, Aventurera, y en esta deja ver parte de su historia cuando el protagonista -como él mismo con la mamá de Juan- se enamora de una colombiana. Es la historia del atentado a un dictador.
El hijo baila tango y prefiere más la fantasía y lo corporal. Últimamente están juntos en una exploración por los pueblos originarios como una clave para proteger el mundo, empezando por sus selvas.
“El indígena es el que tiene la actitud correcta con la madre tierra”.
En ese 2019 la urgencia es del día a día, estar buscando un presupuesto gigante para una película, pero también lo de la supervivencia inmediata. Llegó a tal punto el crispamiento de la economía, que se llega a decir que con comer y hacer arte estaría suficiente; Juan increpa a su padre y plantea que también se necesita caminar tranquilo por una calle alumbrada: el crimen en la Caracas del 2019 se ha llevado la noche de los artistas.
“Es muy interesante vivir acá, pero estaría bueno también comer”.
Pablo tiene una idea de una patria de artistas, de gente a veces torpe pero también reconciliados emocionalmente con esa gran historia; explica -o quiere creer- que los artistas nunca de alían a los tiranos, sólo “porque el arte no se puede hacer de mala manera”.
“A mí las películas me salen del alma”.
Pablo tiene un humor y una chispa, claramente su talento está en captar muchas historias y en penetrar en ellas con facilidad. Con esa misma gracia y carisma también ha sido muchas veces profesor.
“La única forma de hacer cine es estar en Latinoamérica” -dice Pablo- y explica que “Las historias están como los mangos”.
Juan es completamente venezolano, probó vivir en Chile y en Argentina y no le encontró el gusto. Pablo tiene el alma dividida entre Chile y Venezuela, aunque su presente complejo y -casi una terquedad- está en Venezuela, quizá una responsabilidad envuelta en gratitud, porque uno no es sólo de donde nace, sino donde se reconstruye y donde ama.
“El lugar donde nací, crecí y amé, eso es Latinoamérica”.
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Fuentes:
- Entrevista a Pablo y Juan de la Barra en el 2019.