Dichosos los que no han nacido.
Helí Ramírez
El líder de la tribu arrasaba con ímpetu cualquier muestra de desacuerdo con su tiranía. Él era la única pieza del conjunto que, según su autoproclamada superioridad, podría estar en la punta de la pirámide. Era la única persona a quienes los demás debían reconocer como culmen de la jerarquía establecida por él mismo, por supuesto. Los demás aceptaban su intenso poder, no por respeto a su excelencia, sino por temor. Era evidente.
En cierta ocasión osó con lapidar al poeta que por esas fechas había sido investido con la memoria atávica de su gente. Fue arrojado al abismo en el que, irrestrictamente, sería tragado por el olvido como cualquier otro que diera asomo de rivalidad. Esa misma noche —después del sacrificio— una de las mujeres que servían de solaz al guerrero, pronunció estas palabras frente a él mientras daban vida al amor: “tus lágrimas saben a sal. Tu sangre es roja. El frío te pone la piel temblorosa y el sol te hace sudar. ¿En qué eres diferente a los demás? Pero te sientes ‘superior’ y envías a matar a quien no venera tu falsa corona. ¡Muéstrame un canto inédito y el cosmos podrá estallar de alegría!”.
A la mañana siguiente todos presenciaron una matanza de proporciones inimaginables.
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Tomado del libro: MONEDAS DE ORIENTE (Amazon, 2020)