Después de muchas legislaciones, desacuerdos y diálogos rotos, han conseguido su autonomía. Libres de sonreír a quienes no conocen —un ademán arcaico de buenas costumbres—. Ya no provoca hacer ningún gesto, simplemente. No interesa si alguien se cruza de frente y se lo ha visto con anterioridad. De todos modos nadie conoce a nadie ni lo quiere conocer. Ninguno se lamenta. No hay quien sienta como antes. Ya no hay memoria sobre las reuniones familiares donde todos cantaban y aplaudían y se cogían de las manos. El amor exige protocolos ya olvidados. Ya no existe la molestia de las buenas noches antes de irse a la cama ni el beso a la mañana siguiente. El que quiere se emborracha sin el eventual problema del vómito en la costosa alfombra del anfitrión. ¿Anfitriones? ¡Eso ha quedado atrás! Ahora cada cual vive a su manera y sin mucho esfuerzo: el gobierno vela por la tranquilidad de sus ciudadanos. El otro es una incomodidad. Quienes ya no dan más, y por alguna razón buscan ayuda, se las deben ver con ellos mismos, sea la hora que sea. Muchos aprovechan una tarde gris —como casi todas— y se cuelgan con pulcritud, sin escándalo. El suicidio requiere decoro: no importa que el cadáver apeste o sea encontrado tres meses después. No hay quién se inmute, ningún habitante estará atento ni se hace necesario. El dinero llegará a su lugar de destino como el sistema lo ha previsto. Lo que resta será inventariado con detalle antes de ser incinerado, no hay nada de qué preocuparse.
Todo está bajo control. No cabe duda.