Las personas, ese grupo de instintos que crea alianzas para bien y para mal. Las personas que van edificando sobre ruinas. Las personas, hombres y mujeres que buscan alejar de su mesa lo que no sea apetecible para su buena digestión, se tragan a los demás y escupen el bagazo cuando ya no ofrecen el gusto debido.
Ciertas perspectivas se asumen como válidas y acallan a aquellas que difieren de su certeza, van cazando los puntos de vista que no encajan dentro de su manera “correcta” de vivir. Hablan de tolerancia, de solidaridad, de resistencia y hermandad, pero uno solo que manifieste lo contrario, y se aviva la picota pública para desecharlo sin más.
No hay quien pueda decir “así son las cosas” e ir arrasando mentalidades que, es lo más probable, están cargadas de dolor y miedo. Si hemos crecido, si vamos cruzando el mundo y sus laberintos con una claridad tentativa, también es cierto que la libertad no ha sido un regalo sino el esfuerzo de los años, el resultado de una guerra solitaria. Una suma de caídas y errores que los demás tuvieron que soportar. Así es la vida y cada cual tendrá que lidiar con las consecuencias.
Cuando las cosas no están de buena manera, cuando se salen de lo esperado, tendemos a modificarlas, a corregir su rumbo. Hay gente que logra salir airosa, otros no pueden consigo mismos y se siguen tropezando y van perdiendo la posibilidad de que las demás personas confíen en sus decisiones. Entonces se acusa, se señala, se hace lo más que se pueda por ver al otro bajo la presión social, bajo el yugo de la “superioridad moral” que no duda en derribar a quien se le antoje.
Ayudar, buscar la “mutua ayuda” y hacer de tal principio una regla de vida, también implica mirar al otro a los ojos y confrontar su comportamiento, sobre todo si se ha vivido de cerca lo que los hechos parecen reflejar: una mala conducta, un desatino, un exceso que haga sufrir y vulnere a los demás. Pero se estigmatizan acciones que podrían implicar cosas de fondo en estas personas que “la cagan”.
Estamos enfermos, querámoslo o no: pensamos que el mundo funciona porque lo hacemos funcionar. Y nos equivocamos, una y otra vez. Y vamos arañando la vida con lo poco que tenemos: desorientados, jugando al escondite, buscando dónde clavar el aguijón que nos envenena lentamente. Y el amor que nos movía se convierte en odio y tiramos a matar. Nos volvemos sectarios y avivamos el escándalo. Hacemos de una llama débil un incendio apocalíptico. Y hasta que las cosas no se hagan como hemos querido siempre, no dormimos en paz.
Sentencian los que saben: “el carcelero es un prisionero más”.