Crónica por : Editores de ciudad – El Ciudadano.
Creo que por primera vez me enamoré de un cuerpo. Esta vez no me encariñé de alguna personalidad. Esta vez no me enamoré de unos sentimientos, no. No me enamoré de un “Buenos días” o de un “Hasta mañana, que descanses” a horas de la noche, ni siquiera de un “Te amo”. Tal vez sí sea uno de los seres más insensibles, solo por no deshacerme e idiotizarme ante gestos afectuosos como esos. Pero, sin yo querer y, en contra de cualquier voluntad, consciente:
Me enamoré de una sonrisa que se dejaba ver cada que contara un chiste tonto, careciente de mucha gracia, obviamente. Pero se dejaba ver por mera felicidad y disfrute del momento.
Me enamoré de unos ojos, hermosos, que reflejaban miradas tan apasionantes y tiernas. Miradas que demostraban amabilidad, lealtad, respeto, ilusión y cariño.
Me enamoré de unas manos que me brindaban caricias tan cálidas y delicadas que me calmaban en momentos de ansiedad e impaciencia. Caricias que desordenaban mi pelo, pero me hacían sentir en un pedacito de paraíso.
Me enamoré de unos labios que me hipnotizaban con cada palabra, frase u oración que salieran de ellos. Podía escucharlos por mucho tiempo, pero al final no resistía tenerlos tan cerca y terminaba besándolos. Unos labios tan bellos y tentadores que jamás pude negarles la propuesta de recibir un beso de ellos.
Me enamoré de una silueta preciosa y sensual por naturaleza. Una figura de la cual, nunca me cansé de acariciar y abrazar. Una que me regaló siempre por su calor y suavidad. Una silueta que, en momento de auxilio, se encarnaba a mi lado para no dejarme vivir la extensa soledad y así acompañarme por horas que se desvanecen como segundos, uno más veloz que el anterior.
Al final, por más que me resistí y combatí, perdí todos los debates en contra del amor. Y terminé entregando mis sentimientos, mi pasión y pensamientos a ese cuerpo del que me había enamorado.
Hacía frío esa tarde y aunque tú podías notar grandes rayos de luz que lograban filtrarse por las hojas de dos árboles sentía frío, tal vez porque esa misma tarde sentado en el comedor solo era compañía, mientras los otros comían y reían, yo, 549, puede cruzar los ojos con una chica que llamaré Yooo, que tragedia, pues sentí un escalofrío, así como lo siento cuando invoco estos recuerdos.
Mi corazón pegó un salto y aparté la mirada enseguida que era este sentimiento tan inusual en mi persona. Sentía cómo mi mente se mareaba. Sentía todo mi cuerpo temblar. Por unos segundos escuché una voz hablar, aunque lo noté no se movió y una historia me contó a una gran velocidad, puede que incluso mayor a la luz.
Pero lo entendía fue como si hablara con el alma de un ser superior, esta historia dijo que se llama Pigmalión. Cómo podía ser que me hablaran sin mover su boca, al final desapareció y me quedé solo de nuevo. Debo decir que mi estómago no se sentía igual, un dolor tremendo surgía de él, que no se confunda con mariposas, porque son poemas desde mi interior.