Lo apodaban “Proyectil”. Los más calientes del barrio lo llevaban en la mira. Era un sicario de armas tomar. Le tenían un trabajito de esos que no suenan mucho: un punkero de mierda y una cagada que no valía la pena. Pero el dinero siempre canta más duro. Al entrar al concierto, las miradas se abrían paso ante su figura desgarbada y dejaban que siguiera hasta donde estaba el objetivo, esperando los sesos estampillados en la paredes descascaradas. El Tuso gritaba tan fuerte, que Proyectil se detuvo entusiasmado: nunca había presenciado tal éxtasis, temblaba y ni la creía.
En el barrio lo buscaban por haberse robado la paga sin haber apretado el gatillo. Todos lo vieron, un año después, en la tarima del festival que hacían en su comuna con el micrófono a punto de disparar. El primer tema fue una descarga de dinamita pura y toneladas de ruido hicieron que explotaran los mil crestudos del público. Hasta los tombos —sin ningún recelo— se metieron al pogo a dar codazos y patadas voladoras. Enardecidos vivieron el final de sus broncas y no escatimaron en gritos y ganas de llevarse la mano a la cabeza porque, con la música, Proyectil era más afinado que con la pistola.
Nadie quiso cobrarse nada: las deudas estaban saldadas.
VÍCTOR RAÚL JARAMILLO