Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

Cuando la tarde comienza a caer en la comuna 13, el ruido de los transeúntes empieza a llenar el aire de risas, murmullos y conversaciones, todo esto si decides quedarte en quietud y observar el ir y venir de la gente. Allí pronto comenzarás a notar la rutina del lugar: los puestos de los vendedores ambulantes y negocios que han estado desde temprano, con sus frutas, sus aguas y sus gaseosas, buscando refrescar a quienes pasan apresurados. 

Entre esta cotidianidad, surgen aquellos que recién comienzan a organizar su puesto ajustando sus carritos y letreros que anuncian sus delicias… Sin embargo, diagonal a la estación se encuentra un carrito particular que no necesita ningún tipo de presentación, más que al pasar observas cómo las tripas amarillentas chisporrotean con el calor y la grasa pegada a la parrilla, liberando un olor que habla de tradición, un aroma inconfundible que para algunos resulta irresistible y para otros un tanto detestable; ese olor fuerte, que se adueña de la calle y le da un toque de sabor a las tardes e invita a los curiosos y extranjeros a acercarse y probar. 

Y sí, huele a vida. Y la vida, aquí, tiene aroma de chunchurria, esa fritura crujiente por fuera, tierna por dentro, que se cocina en parrillas improvisadas a un lado de las escaleras y en los callejones. Ese olor es parte de nuestra cotidianidad, como el sonido de las motos subiendo la ladera, los buses frenando, los guías del sector promocionando el Graffitour, uno que otro idioma extranjero y el bullicio de los vendedores ambulantes.

La chunchurria, que no es más que los intestinos de la vaca bien sazonados y fritos en la brasa, se convierte aquí en un símbolo de pertenencia, en un pedazo de cultura que se queda impregnado en el aire. Y cómo no va a ser cultura si al pasar, escuchas a la gente hablar “un limoncito pa esa grasa y queda melo”, “que no le falte la arepita, pues que estoy es que me como” y el “coma usted que yo veo eso y ni ganas me dan”, y uno que otro transeúnte pasar y decir “¿Eso sí lo lavaron bien?”, mientras unos ponen cara desagradable, otros se saborean sólo de sentir ese olor penetrante, como si de limón con sal se hablara para que reaccione la boca. 

Y es que la Comuna 13 huele a chunchurria, y en ese olor está contenido todo lo que somos: las historias de quienes se fueron y de quienes se quedaron, los días de miedo y los días de fiesta. El aroma que se escapa de las chacitas es el aroma de una comunidad que, a pesar de todo, sigue encontrando en la calle un lugar para vivir, reír y resistir, recordándonos que en cada rincón hay un olor, un sabor que contar y que cada pequeño emprendimiento puede ser una forma de resistencia ante una historia que ha transformado la comuna 13. 

La chunchurria es mucho más que una comida: es un punto de encuentro que proporciona no sólo alimento sino un sentido de pertenencia, resistencia y dignidad. 

Por: Damián Ruda Franco y Juan Manuel Muñoz.

Este producto es realizado con recursos públicos priorizados por habitantes de la comuna 13, a través del Programa de Planeación de Desarrollo Local y Presupuesto Participativo del Distrito de Medellín.