Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

El olor a madera, gasolina, cítricos y flores se impregna en el aire mientras camino por el barrio. El tiempo parece detenerse, y las preocupaciones se disuelven con cada inhalación y exhalación del humo que se eleva lentamente en la atmósfera. No importa el día que leas esto, a mi pudo sucederme ayer o incluso, mientras lo lees, imagina que quizá, esta historia que te contaré, le está sucediendo a alguien en cualquier lugar de la comuna 13. 

Mientras iba caminando a coger el bus para irme para mi casa, pensaba en que las esquinas en el barrio son como pequeños universos paralelos que coexisten en el mismo territorio. Cuentan historias de ausencias obligadas, de aquellos que tuvieron que irse porque la vida se puso difícil o de otros, a quienes les hicieron ir del mundo solo por no cumplir con las expectativas de la sociedad, aquellos a quien nadie les preguntó sobre sus sueños o deseos. Las esquinas son vistas, a menudo, como lugares peligrosos, llenos de “vagos sin futuro” o “delincuentes acechando la presa”, según dicen quienes no las habitan. Sin embargo, quienes nos reunimos aquí sabemos que estos lugares también guardan confidencias de las más profundas tristezas, de los amores fugaces que se escapan en un beso apresurado, de las risas que alivian, al menos por un momento, la carga de los días. 

Pensar en la esquina como un espacio físico es pensar en las tiendas de barrio que son el alma de la comunidad, en las “chacitas” donde siempre hay rostros conocidos. Pensar en la esquina como refugio es encontrarla en diferentes rincones de la comuna, habitada por aquellos que, a veces, necesitamos huir de las miradas inquisidoras de las vecinas, de la institucionalidad que nos observa con recelo. Aquí, los consumos nos hacen ver como una amenaza, nos criminalizan y, aunque reconozco las problemáticas que las mafias generan en los barrios, no siempre, no todos y todas, somos delincuentes por el simple hecho de ser consumidores.

El consumo es, al final, un comercio. Se hace a través de intercambios rápidos, casi indiferentes, entre un pelado—más joven que yo muchas veces—y alguien como yo, que busca ese breve momento de desconexión. Es un acto que se esconde a plena vista: un puñado de billetes, una pequeña bolsa que se guarda con naturalidad en el bolsillo. No hay mucho que decir; comprar cannabis se ha vuelto un gesto cotidiano, una transacción que ya no sorprende a muchos, que se vive en los rincones como una rutina normalizada. 

Recuerdo una vez que escuché a una señora decir que el barrio olía a “pereza”. Pero, ¿es realmente pereza? ¿O es solo la forma que tenemos de sobrellevar el día a día, de hacerle frente a la realidad que a veces nos supera? A veces me pregunto si esa percepción de “pereza” no es más que un juicio apresurado, una forma de ignorar la complejidad de lo que vivimos aquí. Tal vez, esa “pereza” es en realidad una búsqueda de alivio, un intento de encontrar un respiro en un entorno que nos exige más de lo que muchas veces podemos dar.

En un momento, alguien alza la voz: “¿Quién tiene la candela?” La respuesta no tarda en llegar, un encendedor chispea y corta la monotonía del trayecto. La calle se llena de una complicidad que es difícil de explicar, pero que se siente en cada mirada cruzada, en cada sonrisa disimulada. Es un pequeño ecosistema con reglas que nadie escribió, pero que todos conocemos. Normas que nos enseñamos entre nosotros mismos: “No caliente si no quiere calentarse, no se meta donde no lo han llamado y cojala suave”. “Préndalo y rótelo” es la consigna, y el cigarro circula de mano en mano, como un ritual compartido entre conocidos y desconocidos. Alguien que no estaba con nosotros pide un “ploncito” y, sin mucho drama, se lo pasan. En ese momento, no importa si los rostros no se conocen; todos compartimos algo más que el aire cargado de humo, compartimos un instante de pertenencia, de ser parte de un mismo lugar.

El barrio tiene su propio ritmo, su propia melodía hecha de motores, murmullos y humo flotando en el aire. A veces me pregunto si ese ritmo,
con su aparente caos, no es en realidad una forma que tienen las calles de recordarnos que hay un orden en la desorganización, un acuerdo tácito entre todos los que aquí vivimos. Cada bocanada de humo parece una pausa en medio del bullicio, un instante de calma antes de que el
ruido regrese y la vida siga. El olor me llega de golpe, una nube densa que se instala en la piel y en los pulmones. Me trabo a lo pajarito, con ese mareo ligero, la sensación de ir flotando pero sin despegar los pies del suelo. Y mientras el bus avanza, me pregunto si solo me pasa a mí, si soy el único que siente de esta forma, o si todos los demás también van navegando en esta bruma invisible. 

A mi alrededor, los rostros cambian; algunos se relajan, otros permanecen serios, como si no se permitieran bajar la guardia ni siquiera en ese pequeño momento de desconexión. ¿Qué pensarán aquellos que no consumen, los que solo lo huelen desde lejos? ¿Les molesta? ¿Lo entienden? El aroma tiene esa mezcla de relajación y desconexión, como si el tiempo se detuviera, como si en cada calada se aligerara un poco el peso de la vida cotidiana. Pero me pregunto si detrás de esa sensación de calma hay algo más profundo, una razón oculta que nos empuja a repetir la misma rutina una y otra vez.

El consumo de marihuana se ha normalizado en muchos espacios, pero para algunos sigue siendo una forma de escape, una vía de salida cuando las puertas parecen cerrarse una tras otra. El humo que se disipa en el aire es, en cierto modo, una metáfora de esa necesidad de desaparecer, de dejar de pensar por un rato en la incertidumbre que nos rodea. Quizás no sea una coincidencia que este consumo sea más visible en lugares donde la vida se siente más difícil, donde los recursos son limitados y la frustración, constante.

Recuerdo la vez que un amigo me dijo que el barrio era como una gran olla a presión. “Uno tiene que buscar la forma de liberar el vapor, o si no, revienta”, me explicó. Y esa imagen me quedó resonando. Quizás, el humo que inunda el aire no es más que esa válvula de escape, la forma que muchos tienen de soltar un poco de esa presión diaria. La presión de vivir al día, de enfrentarse a los prejuicios, de no saber si mañana será un día mejor o simplemente una repetición del anterior.

El olor a marihuana ya es parte del paisaje, tanto como el murmullo de las motos o el grito del vendedor ambulante. Pero mientras observo a la
gente en el bus, me pregunto si detrás de cada risa no hay un rastro de tristeza, si no hay un deseo de que las cosas cambien, de que ese mismo grupo que comparte un cigarro hoy, pueda compartir mañana algo más que humo, algo más concreto, más esperanzador.

Los que estamos en este lado de la ciudad sabemos que la vida aquí tiene un ritmo propio, que la calle es nuestra escuela y nuestra trinchera.
Pero a veces me pregunto si la rutina de “préndalo y rótelo” no es más que un síntoma de algo más grande, de una búsqueda de sentido, de un espacio de paz en un entorno que a veces parece no dar tregua. Y mientras el bus sigue avanzando, me encuentro atrapado entre la bruma del presente y las reflexiones que esta trae consigo. ¿Será que algún día el barrio cambiará tanto que este ritual quedará en el olvido, como una vieja costumbre que ya no tiene sentido? ¿O será que, mientras las condiciones sigan siendo las mismas, este ciclo de consumo y desconexión se mantendrá como un refugio, como una forma de sobrevivir la monotonía de un entorno que no siempre ofrece esperanza? Hay quienes ven en este consumo un símbolo de pérdida, de una juventud resignada a lo que la ciudad les ofrece. Pero yo no lo veo tan simple. Cada calada es un respiro profundo, una pausa, un intento de olvidar, sí, pero también una forma de hacer comunidad, de sentir que pertenecemos a algo más grande, aunque solo sea por un momento.

Y, sin embargo, me pregunto si no hay otras formas de pertenecer, otras maneras de ocupar las esquinas y de llenar las calles. ¿Cómo sería el
barrio si en lugar de humo, lo que se compartiera fuera el entusiasmo por un proyecto, la emoción de una nueva oportunidad? Quizás es una
fantasía, pero es difícil no pensar en ella mientras el aire se llena de esa mezcla de marihuana y murmullos que define nuestras tardes.

Tal vez lo que nos falta no es tanto la calma que trae el humo, sino la posibilidad de soñar con un futuro diferente, uno donde no sea necesario
desconectar para sentir que la vida vale la pena. Porque, al final, el olor a marihuana en el aire es solo un síntoma de algo más profundo, de una necesidad de hacer las paces con una realidad que muchas veces nos duele, pero que seguimos llamando hogar.

Las risas continúan, el cigarro sigue su curso, y yo sigo en mi reflexión, atrapado entre el aroma que me envuelve y la esperanza de que algún
día, las esquinas del barrio tengan algo más que humo para ofrecer. Pero hasta que ese día llegue, el barrio sigue siendo lo que es: un lugar de
encuentros, de pausas, de búsquedas que, aunque a veces se pierdan en la bruma, siguen ahí, esperando ser respondidas.

Por: Dylan Cruz & Laboratorio Ciudad Morada

Este producto es realizado con recursos públicos priorizados por habitantes de
la comuna 13, a través del Programa de Planeación de Desarrollo Local y Presupuesto Participativo del Distrito de Medellín.