Por: Román González.
Fue un sábado de febrero de 1989 pasada la una de la tarde. Lo recuerdo muy bien. Hacía un día tan soleado en Medellín que nuestras sombras en el asfalto se extendían como un gigante arañazo. Mis amigos y yo habíamos salido de la primera reunión de scouts del grupo 45 para ese año y cruzábamos la Avenida Colombia en sentido noroccidental, atravesando el sector del Estadio para buscar la avenida 70 y llegar lentamente al barrio Florida Nueva.
A lo largo de la caminata, el “Mono” nos iba contando que esa noche habría un concierto con varias bandas locales y que el baterista de uno de esos grupos era un amigo cercano que nos tenía reservadas unas entradas para que viéramos en vivo a su banda. Éste era un músico mítico y reconocido en la creciente escena de Medellín: Era un coleccionista de música comprometido, fanático de Kiss, quien hacía varios programas de radio en 1500 am (Radio Disco ZH), la única emisora de radio que colocaba rock fuerte en Medellín.
El rock que se hacía en la ciudad por aquel entonces me llegaba por intermedio de amigos mayores del colegio que me grababan casetes y me contaban lo que pasaba en la calles. Fue tan motivador ese ruidajo gutural de aquellas cintas, que entre el miedo, el desafine y la estridencia que emitían, lograron llamar tanto mi atención que desde entonces quedé matriculado dentro de ese sonido… el sonido del Metal Medallo.
Así que de cierta forma esta música me abrió el panorama a la Medellín que yo estaba dispuesto a descubrir y que aún permanecía subterránea a mi realidad. La idea era lograr hacer una incisión inmediata dentro de ese movimiento underground, para vivir eso de manera real y vivirlo sin ficciones descritas por otros.
Llegamos al barrio y en el segundo piso de una casa, a través de una ventana que sostenía unas persianas metálicas, pude visualizar varios afiches de rock entre los cuales reconocí uno con la tapa del disco solista de “Ace Frehley”. Al instante pensé: “¡Wow! Allá adentro hay muchas cosas que ver”.
El Mono gritó mirando a la ventana: “¡¡Maurooooo!!”
Dos manos separaron las persianas de aquella ventana y sólo se alcanzó a ver una silueta que exclamó: “Eh, quiubo pues… ya les abro”. Subimos por las escaleras al segundo piso, luego de que la puerta se abriera por medio de una cuerdita que removía el pestillo desde el piso superior. Entramos para encontrarnos con el tal Mauro y su colección mítica de discos. Mientras subíamos las escalera aquella voz sin rostro aún nos iba diciendo, “Suban que ando al teléfono con Alex cuadrando unos detalles que faltan, parece que falta un amplificador para las voces”. Tal parecía que el tal Alex era otro miembro más de su banda. Luego de eso sentimos que colgaron el teléfono y nos salió al corredor un tipo de casi dos metros de altura, cabello oscuro y largo, vestía una camiseta de Slayer, una correa de taches y una cadena al cuello de la cual colgaba una calavera de dos tibias cruzadas. ¡Uff! Parecía que lo hubieran sacado de alguna carátula de “Testament”. Era realmente impresionante la presencia de un rocker de este tipo.
El Mono nos presentó de una. “Vé, estos son Román y Diego, unos amigos míos de porai que quieren ir hoy al concierto”.
Así que, bueno, ahí estábamos. Entramos al cuarto que más bien parecía una disco tienda. En mi vida había visto una colección de discos tan contundente. Había L.P. desde el piso hasta el techo distribuidos en diferentes muebles. Otros estantes estaban llenos de casetes perfectamente marcados con los logotipos de las bandas que influenciaron toda esta movida: Slayer, Exodus, Testament, Sodom, Celtic Frost, Anthrax, Destruction, Necronomicon, BloodFeast, Kreator, Nuclear Assault, Metallica, Metal Church, Voivod y Whiplash, por nombrar algunos. Las paredes estaban llenas de afiches, la mayoría de Kiss, posters diversos como Kiss Alive 2, Unmasked, LoveGun y un afiche del concierto de Barón Rojo, firmado por los hermanos “de Castro”. Mauro era estudiante de publicidad, así que a duras penas le abrió espacio a una cama y a una mesa de dibujo. Ésta estaba llena de rapidógrafos, marcadores y revistas como Circus Magazine, Hit Parader, Metal Hammer, entre otras.
La suma de tantos elementos impregnaba al ambiente con un olor de imprenta. Sí, ese aroma a tinta y plástico que emana de los vinilos nuevos recién desempacados. La sensación era tan especial que me sentí transportado a la mejor tienda de música del mundo. Eso fue una experiencia única, tanto, que siempre la recuerdo cada que compro algún nuevo disco. Una pequeña satisfacción que sentimos los coleccionistas cada que adquirimos alguna nueva joya.
Aquello era un altar místico al rock más fuerte que existía en el mundo hasta ese momento. Fue tanta la saturación de información en ese cuarto que era imposible disimular la cara de asombro frente a todo ese panorama Heavy Metal; tanto que de una el Mauro nos dijo: “Bueno, si quieren vengan luego con algunos casetes y así graban lo que les llame la atención”. Diego y yo respondimos en coro, “Ok, mil graaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaacias Mauro”. “Tranquilos, pero me gusta más que me digan “Bull Metal”.
Así se hacía llamar este personaje. Ese apodo fue el resultado de un proyecto musical en la época del colegio al lado de sus amigos que comenzaban con esto de tocar rock. Así que se ponían nombres artísticos para darle más actitud a su postura Heavy. Ya en confianza mi amigo Diego pregunta: “Vé, ¿cómo se llama tu grupo?” y con risa amistosa respondió: “Masacre, ¿no nos conoces?” Y de la mesa de dibujo tomó un manojo de boletas en donde aparecían los logotipos de las bandas que tocarían esa noche: Masacre, Némesis, Quiromancia y Dexconcierto. Señalándolas nos dijo: “Tienen suerte. Yo diseñé las entradas y soy el encargado de distribuirlas, pero ustedes están invitados por ser amigos del Mono. Así que esta noche nos vemos allá. Tengan las suyas”.
Yo conocía de nombre a algunas de estas bandas, y Masacre en especial me era muy familiar, ya eran muy populares en la ciudad, pues supe una historia de una chica de mi colegio que había muerto a la salida de uno de sus conciertos a cuenta de unos pillos a los cuales no les simpatizaban los metaleros, y Natacha, por enfrentarse con esos casposos, perdió la vida. Esa historia la escuché de boca de un pelirrojo pecoso que estudiaba en mi colegio y con el cual yo intercambiaba música.
Precisamente ese año en Colombia una ola de violencia azotó la tranquilidad de la sociedad civil. Si 1989 hubiese sido un lienzo tendría más tinte rojo que nuestra bandera nacional. Y así se soportaron crímenes a varios dirigentes políticos, atentados terroristas, asesinatos a jueces, magistrados, gobernadores y policías. Mi generación estaba al lado de todo este conflicto. La música que escuchábamos nos brindaba otro tipo de sensibilidad y creo que nos salvó de atentados y del pánico colectivo. O no sé si estar en contravía con la cultura paisa nos cobijó dentro de una burbuja que nos mantuvo plácidos, como si se tratara de una matriz que albergaba a unos jóvenes rebeldes.
Pareciera ser que Masacre como banda, y de manera casual desde su nombre y sus líricas, describieran la realidad que vivía el país. Eran muchas las razones que me invitaban a asistir esa noche al show, y para evitarles preocupaciones a mis papás, que como muchos sufrían de paranoia por las diarias noticias de bombas, secuestros, toques de queda y “MASACREEEEEEEEEEEES”, opté por no decirles a donde me dirigía esa noche y así todo estaría más tranquilo.
El punto de encuentro sería a eso de las 7:00 de la noche en Pan Pluff, una panadería famosa por ser el sitio de encuentro de muchos roqueros y metaleros para tomar vino y comer pan caliente, muy cerca de la Villa de Aburrá, en la avenida 80 con 33. La casa de mis padres estaba ubicada en el barrio Simón Bolívar, a unas veinte cuadras del sitio acordado. Salí de allí caminando entusiasmado por el evento, vestido totalmente de negro, pateando piedras con mis botas obreras, y en la mano una chaqueta de jean adornada con algunos parches y prendedores.
Durante mi recorrido pude ver en la misma dirección muchos personajes vestidos similar a mí, con una actitud parecida, y que por obvias señales se dirigían al mismo sitio; así que sólo se trataba de seguir a los peludos en su misma dirección para dar con el lugar.
Tal pareciera que ésta sería una reunión subterránea y selecta. Pocas personas sabían llegar. La mayoría eran invitados personales de los músicos y algunos seguidores afortunados de pertenecer a este círculo cerrado, ya que no cualquiera podía ingresar. Prácticamente se debía tener una bendición directa de algún miembro y de esta manera se hacía un filtro a los aparecidos y sapos que llegaran .
El lugar era una casa desocupada. Unas cuadras bajando por la avenida 33. Parece ser que los dueños la habían desocupado para ponerla en venta. El celador encargado de cuidarla mientras le daban destino era el baterista de una banda Hardcore, y de manera clandestina armaban toques en ese espacio.
La casa tenía un garaje de triple espacio donde se acomodaba toda la gente mientras se armaba todo y se disponían a volear las cabezas. Había un corredor que comunicaba la cocina con un patio de ropas, y éste se conectaba a escasos pasos de la zona de garajes. En ese punto se ubicaba un improvisado escenario en donde la batería reposaba dándole la espalda a una poceta y sobre la cual se acomodaron un par de amplificadores de guitarra. Al frente había un palo de escoba clavado en unos ladrillos y que hacia la función de paral de micrófono. De lado a lado de las paredes se desprendía un alambre al cual le habían colgado un foco pintado con vinilo rojo; imagino que para darle teatralidad al show.
En la audiencia éramos un poco más de 100 personas, entre los cuales pude reconocer varias caras amargas de metaleros que había visto en las calles del centro, algunos hardcoreros, un par de crestudos y unas pocas chicas, no más de cinco. Mis amigos y yo apenas éramos unos semi-peludos emergentes en medio de todo este tinglado, pero nos mimetizamos en breve, después de varias carcajadas y abucheos por parte de la gente quejándose por que no comenzaba a sonar nada.
De repente, detrás de la poceta, salta un tipo con un aspecto muy peculiar, vestido de jeans, una camiseta blanca con ilustraciones de unos planetas en el pecho y un crucifijo de madera muy grande colgado al cuello. En el instante su cara me recordó a Bob Geldof en su papel en la película de Pink Floyd “The Wall”. Era una copia viva de aquel personaje. Tomó el micrófono y comenzó a recitar un texto que decía: “Vi un sol nuevo y una tierra nueva, porque el primer sol y la primera tierra habían desaparecido. He aquí a Dios entre los hombres, y serán su pueblo. Él limpiará las tristezas de sus ojos y la muerte no atormentará más. No habrá dolores ni tristezas, ni sicarios que atormenten al pueblo, porque todo esto ya es pasado… Bienvenidos a la nueva Jerusalén”. Seguido a esto, un estallido de doble bombo y pajueleos se suman a la voz de Lucho. Éste era el cantante de la primera banda de la noche: “Némesis”. Lo que siguió fue una descarga de metal que duró dos canciones y media, ya que en el medio del pogo y el desorden que se armó, la cabeza del micrófono salió volando desde el improvisado escenario por encima de las melenas ubicadas en las primeras filas cercanas a la banda. Lucho hizo señales a los demás músicos mostrando el pedazo de micrófono que aún conservaba entre manos, y así la canción que sonaba no alcanzó a llegar a su final. Cuando todo el mundo entendió lo que había pasado, alguien en medio del publico gritó: “El micrófono lo dañó Lucho por culpa de esa cumbamba tan hijueputa que tiene”. Y bueno, las risas alivianaron el momento.
“Ey muchachos, todo bien, vamos a ver de dónde sacamos otro micrófono para seguir con el parche”, fue lo último que se le escuchó decir a Lucho de Némesis. Lo que siguió fue un poco más de dos horas de desparche. A esa casa abandonada seguía llegando gente y se fueron apropiando de los diferentes espacios para fumar y beber mientras regresaba la música.
Unas semanas atrás, mi amigo Diego y yo habíamos tenido nuestro primer intento de banda. Éramos muy malos. No sabíamos tocar nada. Así que ese primer ensayo sonó como la mierda. Pero teníamos un casete que habíamos grabado de esa bulla y queríamos mostrárselo a alguien que nos diera su opinión, así que lo cargábamos a todas partes. Era una cinta TDK con 60 minutos de bulla indescifrable. Ahí estaba en el bolsillo de mi chaqueta. Así que nos pusimos a andar por la casa a ver con quien socializábamos. Conocimos a varios personajes míticos de ese momento. Uno fue el England, que yo le conocía porque él trabajaba de artesano en la Avenida la Playa. Era un veterano de las andanzas. Aprovechamos entonces para mostrarle nuestro casete con la supuesta música nuestra y como que nos vio muy pequeñines y no nos dio bola, así que sólo nos ofreció un chorro de una chicha vinagre que tenía en un recipiente plástico. Hoy es el día en que no sé cómo sobrevivimos a ese menjurje de las más selectas babas de todos los allí presentes.
No alucinamos, pero estuvimos muy cerca de conectarnos con la pachamama metalera de cuenta de ese trago. Seguimos nuestro lobby y conocimos a un punkero, Papeto, que nos presentó a un rubio melenudo que tocaba la guitara en Masacre, un flaco disque Juancho. Pero nos pasó la misma que con el England al contarles de nuestro proyecto musical. En todo caso el Papeto estaba tan petrasquiado que se parchó con nosotros hasta que sonó un guitarrazo y la segunda banda ya estaba lista para tocar. Pensé: “Qué bien ya tiene un micrófono”. Pero no. Entre todos los asistentes había un chico que le decían Kaos, y parece ser que éste con un cable de guitarra, un parlante de radio y una cinta aislante salvó la noche construyendo un micrófono hechizo.
Bueno, el concierto recobró vuelo. Ahora sonaban los de Quiromancia. Les conocía por mi novia de aquel entonces, ya que su hermano era uno de los guitarristas, pero nunca los había visto en vivo, así que ahí los escuchamos. Pero el público estaba algo escéptico con ellos porque corrían rumores de que eran unos hijos de papi y que eso supuestamente no tenía que ver con la ideología metalera.
En fin, como estaba harta la cosa, me hice a un lado a esperar la presentación de Masacre. Ésta era la segunda presentación de ellos en vivo. Mucha gente los seguía desde su primer concierto en el barrio Guayabal; aquel concierto famoso por la muerte de Natacha. Tenían muchos seguidores a pesar de contar sólo con tres canciones en su repertorio. Tenía ansiedad de escucharlos. Muchas personas me decían que rugían tan fuerte como ninguna otra banda de metal en Medellín, que su cantante era muy carismático, con una voz increíble, así que yo ya era fanático de la banda sin haberlos escuchado antes. Cuando se montaron a tocar, lo primero que se escuchó fue una sinfonía de feedbacks, estática y pitos estridentes que duró unos 20 minutos, ya que la guitarra hechiza de Toño negro estaba engallada con unos circuitos que la ponían a hacer esa bulla. Después de esa intro incoherente, suena lo que sería un recital sin interrupciones de brutalidad extrema y cruda, alaridos a pulmón vivo y actitud fuerte. Cuando escuché a Alex Oquendo cantar, de inmediato supe como quería que sonara la música de mi banda, y de inmediato él se convirtió en uno de mis referentes a seguir. Pero la verdad es que nunca pude superar a mi maestro. Sepulcros en ruinas, Imperio del terror y Tiempos de guerra; tres canciones que sonaron aquella noche y que ahora hacen parte de mi selección musical más preciada. Éstas las pude rescatar de una grabación que hizo Bull Metal esa noche con su grabadora. Fue tanto lo que me impactó esta presentación que aún conservo esa grabación, y hoy, años después, esas canciones no paran de erizarme los pelos.
A mi manera de ver, fue una suerte poder haber vivido ese momento, el nacimiento de esa leyenda musical. Hasta lo podría comparar con cualquier hecho histórico mundial, no sé, algo como la primera vez que tocó Black Sabbath, pero en el Birmingham antioqueño.
Desde aquel momento he sido seguidor, fotógrafo y hasta biógrafo de Masacre, pero más que todo eso, un fanático como pocos.
¡¡Death metal forever!!