Hora: no es importante.
Clima: no lo sé aún.
A las primeras horas de la madruga sin mirar el reloj me propuse a escribir esta última carta.
No sé quién pueda leerla, pero todo lo que se deja escrito vence a la muerte, así que intentemos a ver qué pasa. Ya he cumplido 23 y como le prometí a muchos de mis viejos compañeros y conocidos hoy será el día en que un fierro caliente calibre 38, proviniendo del aliento de fuego de un revólver smith y weasel, va a traspasar de palmo a palmo mi cerebro, asesinando de manera insensata a uno o a miles, lamentablemente eso nunca se sabrá.
Aunque a muchos esta idea les desagrada y simplemente los perturba, yo solo espero que el tiempo siga su indolencia al caminar cada vez más acelerado sin preocupación alguna por un simple hombre que es concebido por azar, destrozado por sus congéneres y esclavo del destino.
Es casi medio día y se escucha un disparo proveniente de un piso 6, la gente corre a ver qué pasó pero la puerta está cerrada, el cerrojo muy bien cerrado y atrancado para evitar intromisión alguna, en este ritual cualquiera, han pasado como quince minutos más, los bomberos derriban la puerta y al mirar solo expresiones de pérdida y desesperanza en lo que se encuentra habitando lo que es su rostro, el joven del piso 6 que aquel día pasaba su cumpleaños veintitrés, murió, con una bala calibre 38 que corrió una maratón de costado a costado en su cabeza, su nombre, Torres, un estudiante recién graduado de periodismo.
Y recién empezando su carrera de física pura. En su mano el testimonio de su profecía que de una u otra manera se cumpliría y en la radio su canción favorita bhoemian rapsody, con un volumen tal que solo se compara con un concierto de la misma banda, su cadáver aún está tibio y la sangre aún fresca, mientras una extraña sonrisa se plasma en su rostro como si morir fuese su único y real anhelo.
Simón Monsalve