1
Maduró el signo
en la cuenca
de tu vientre.
Y la campana
que escucharon tus muertos
anunció
la renovación del agua.
2
En la colina
se desató el peligro:
caballos blancos
se preparaban
para enmudecer
los sueños,
la compañía ósea
de los tiempos.
3
Dilapidadas
contra la noche,
las máscaras
recogen
el último giro
de la danza.
Al otro lado del rito
se ajustan cuentas
con los penitentes.
4
De tanto mirar
se están muriendo
las caravanas.
Sus trompetas
aúllan más allá de la sed.
Todo lo que piden
es el secreto
de la mañana.
5
Rayo
y herida
se cuecen
en tus pupilas:
¿qué esperas encontrar
en ese mar tranquilo?
Símbolo imposible
el sonido del mundo
que se confunde
con tu lengua.
6
Las catástrofes
del ángel
golpean en tu memoria.
Al decir de las estrellas,
leones y palomas
van al mismo cielo
con sus generaciones.
Lo demás
es nacimiento y muerte,
otoño de soles
en la ventana
de los ahorcados.
7
Cuando algún dios
tire de nuevo los dados,
los hombres
ya habrán descubierto
otra ruta.
Es posible que sirva de algo.
A pesar
de que el juego
siga siendo el espejo
que petrifica
a quienes miran
a sus espaldas.
8
Tierra
de pétalo
de ceniza
o estación de regreso,
la eternidad
sin sus relojes
camina sonámbula
por tus desiertos.
Siempre habrá un canto
en nuestra alma,
una voz que no aceptaremos.
E igual,
al abrazo le damos la fiesta
y el espanto.
En principio, estos poemas hicieron parte del libro Alas para el Escorpión, editado en 1999. Aquí se presentan de nuevo, con leves cambios y puntuación.