Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

 

Únicamente los más cercanos estuvieron allí. Podrían ser las últimas palabras de ese hombre que los había llevado por largas faenas a la victoria y a la expansión de su reino. Él, en medio de un cansancio evidente ―pero con firmeza― habló de esta manera: “la alta torre inamovible es la misma isla firme en medio de la tormenta. De la misma manera el dardo que va hacia el blanco y la tortuga que vive en su caparazón sin necesidad de otra casa. La llama de la vela que se extingue es igual al lago donde ahora mismo cae el guijarro que se pierde de vista. Y también la inconmovible caída de las hojas y la lluvia que cesa. No perturbéis su sueño”. Luego de esas sorpresivas palabras, el rey-sabio enmudeció. Quienes presenciaron su muerte, jamás volvieron a ser los mismos. Se dice que desde ese momento vagaban con una mirada perdida sin nadie que pudiese adivinar el porqué. Caminaban sin descanso y sólo comían polen en primavera y bebían ―muy de vez en cuando― en las orillas de algún arroyo. La gente, al no entender esa especie de locura, los tomaba como fantasmas y nadie más les prestó atención hasta que se perdieron en la telaraña del tiempo. ¿Qué otra cosa podría suceder?