La lluvia cae
y su rumor
amortaja a los durmientes.
Lentamente las voces
de una ciudad amada y terrible
van siendo presas del sueño.
De una distancia inocente
—acercada en el recuerdo
y negada en el pedernal del corazón—
su figura resplandece en agonías
porque la muerte sigue a la escritura.
Errante, su cuerpo se aproxima,
su canto nimbado en medio de la noche.
Las calles hambrientas
danzan en sangre fresca,
una tonada entra en el oído.
Poco a poco su hilo delgado
envejece en la memoria.
La turba roba el espanto:
jauría dedicada al degüello
y la carnicería atroz.
Ábrele la puerta
para que imante el rostro
de una posible destinación:
acontecimiento-apropiador de la belleza.
Sin poder salir del vórtice de la carne,
sus manos crearán un nuevo signo.
Y en silencio podrá dar otro paso
en el lienzo las espiraladas legiones.
Extrayendo lo más íntimo de su cuerpo
el pulso será una locura irredenta
venida en caravanas de amorosos ecos.
Quizá la impiedad de una vida conquistada.
Pero no le hables para huir.
Deja sus potros alborozados, ariscos.
Permite a su desvarío comerse las montañas.
Cuece en su ansia la desvertebrada pureza:
los animales ebrios le darán la salud.
¿Qué es todo esto,
sino la ceguera
de un hombre atropellado
por su prodigio?
Canta, sigue cantando…
así arribará la paz que alborea