Por Camila Hernández*
Hace mucho calor, el hostigamiento, el ruido, motos, carros, vendedores, ¡“todo a $5.000!” Se oye a los lados, la multitud de gente es abrumadora y los olores a caucho quemado, cemento y comida rápida combinaban de una forma un tanto extraña, desagradable pero tan hogareña. El parque San Antonio es el centro de toda esta sensación.
Ocurrió un viernes de marzo, de esos que son quincena. A eso de la 1:00 de tarde, con toda la luz del sol pegándole en su rostro, una mujer alta y morena, de unos 20 años, subía las escaleras del parque como si de una pasarela se tratara. Su pelo abundante y rizado se movía con cada paso que daba, lucía un jean azul claro y una ombliguera de un rosado fosforescente; desde lejos su presencia era llamativa, la seguridad con la que caminaba me hizo sentir pequeña y hacerme encoger en la banca donde estaba sentada, pero mis ojos no la perdían de vista, su seguridad era hipnotizante.
“¿¡A cuanto la hora, mamacita!?”, gritó un vendedor ambulante que se encontraba en el mismo lugar, el tono de su voz me hizo volver a la realidad; en sus ojos veía la burla y una sonrisa que parecía de orgullo por haber hecho ese comentario. Se acercó a esa muchacha para pasarle al lado y susurrarle algo que no se logró escuchar, pero debió ser desagradable porque la cara de fastidio y asco de una se hizo presente en ella. Mi corazón se aceleró. Sin pasar un segundo observé cómo todas las miradas masculinas la rodeaban, la veían con lujuria, con poder y maldad, acompañadas de mordidas de labios, suspiros y los famosos “uff”. Se escuchó un “mamacita” por aquí, un “que rico, princesa” por allá y, a medida que ella seguía su camino, su espalda se jorobaba y se abrazaba el torso con sus brazos para taparse un poco. Parecía como si en el momento en el que un hombre hacía un comentario le daba pie y poder a que otro lo siguiera, y luego otro y otro y otro.
La mujer segura que subió las escaleras ya no estaba, su seguridad ya no estaba. La vi y su rostro mostraba solo querer desaparecer, aceleró el paso y yo no sabía qué hacer. Pasó frente a mí y cruzamos miradas. En un segundo pude sentir culpa y vergüenza en sus ojos, al otro segundo le sonreí apenada, ella me la devolvió y siguió su camino. Fueron solo 3 segundos de contacto visual, pero detrás de mi sonrisa le pedí una disculpa: “Lamento que hayas tenido que pasar por esta situación y me disculpo por no hacer nada, por no defenderte y tener miedo, no es tu culpa”, estoy segura de que ella me entendió, porque su sonrisa o intento de sonrisa me respondió.
Y lo sé porque he estado en su lugar. Fue unos días antes afuera del Éxito de San Antonio a eso de las 3:00 de la tarde, cuando el sol está en su máximo punto. Mi pecado fue salir con short. Cuando caminaba sentía las miradas, oía los comentarios “que rica”, “hola princesa”, “chao mamacita”, sentía que con cada paso que daba estaba dando un espectáculo y yo era la protagonista, cada vez respiraba más rápido y la opción de salir corriendo a comprar un pantalón que me tapara las piernas era mayor. Decidí alzar la vista por fin, quería mostrar la seguridad con la que había salido de mi casa ese día, pero sin duda desapareció, suspiré de frustración y mis ojos se toparon con una vendedora de bolsas afuera del Éxito. Se veía vieja y sentí la vergüenza cuando la miré. “¿Es mi culpa?”, pensé, y como si hubiera leído mis pensamiento ella me sonrió, sentí un abrazo con su mirada, ella entendía y le devolví la sonrisa.
Continué mi camino hasta llegar al bus, no sin antes seguir escuchando comentarios obscenos hacia todas nosotras, como si de fenómenos nos tratáramos, como si oídos no tuviéramos, como si vergüenza no sintiéramos y como sin asco no camináramos.
Me robaron algo, es verdad que en el centro roban. Nos roban la seguridad al caminar, nos roban nuestra integridad, nos roban nuestro poder. Y hay que tener cuidado, los ladrones andan sueltos en el centro.
Este texto hace parte de nuestra alianza Editores de Ciudad y el periódico Uniendo Letras.