Por: Mariana Giraldo Rico
Cerca de la estación San Antonio del Metro, en todo el centro de la ciudad, conocí a don Mario. Eran las 5:30 de la tarde, llovía, los carros pitaban y la gente se arrinconaba contra la pared de una panadería ubicada a una cuadra de la estación; en medio del tumulto y del ruido, don Mario estaba solo y en silencio. Me miraba desde los tres metros que nos separaban, mientras yo esperaba que mi amigo terminara de comprar un pastel de pollo. No me dirigió la palabra hasta que supo que me resistí a darle unas cuantas monedas a un hombre de aspecto descuidado y habla desorientada.
—Dele un pancito, niña.
Fue lo que me dijo don Mario, sin mover nada más que los labios. Su cuerpo continuaba como una estatua.
— Hágale, dele alguito.
Pero antes de que yo dijera algo, una mujer que estaba al tanto de todo se despidió del hombre con un pan y una amable sonrisa, a pesar de la lluvia que nos cubría a todos.
Unos segundos después, don Mario caminó despacio hacia mí con una caja de dulces en una mano y una muleta en la otra; con la misma gentileza de hacía un rato me ofreció mentas, bombombunes, chicles y tamarindos, todos con sus respectivos precios.
Tenía los ojos apagados, y la voz, aunque gentil, revelaba el cansancio. Suspiraba con desgano y respiraba con dificultad, tal vez por el tapabocas, el frío o alguna condición peor. No se movía mucho, hablaba poco y con grandes lapsos de silencio. Le preguntamos sobre la venta de dulces, nos respondió con una declaración devastadora: “Ay niña, llevo tres meses vendiendo estas cositas y los pocos ‘pesitos’ que me gano en la jornada me dan apenas para los tragos del desayuno”. Me dijo que, aunque el calor era insoportable, la lluvia de esa tarde le había obligado a sacrificar parte de su pequeña ganancia para comprar un plástico y que no se mojara su mercancía. Volvió a suspirar con desgano.
No esperó mucho para preguntarme algo:
—¿Usted trabaja por aquí, señorita?
Y al confesarle que apenas iba a salir del colegio, de sus ojos brotaron unos pequeños brillos, parecía que sonreía debajo del tapabocas, lo supuse al ver cómo se arrugaban los contornos de sus ojos.
Me pidió, tal como me lo decía tanto mi abuelo, que estudiara, y que lo hiciera con ganas, con “fundamento”, porque a fin de cuentas estudiar me llevaría a algún lugar mejor. Después de otra pausa y otro suspiro, don Mario volvió a tener la mirada apagada del principio.
El acento, con la s arrastrada, el poncho, el sombrero y el carriel escondido bajo la caja de plástico me incitaban a preguntarle cómo había llegado a ese lugar bajo esa lluvia, entre tanta gente que camina rápido y con rabia. Pero era tarde. La compra estaba hecha, la hora pico había llegado y la lluvia empezaba a escampar.
Le dije, casi como una promesa, que volveríamos a hablar algún día, ojalá uno sin lluvia y sin afán. Sonrió y se despidió, como si fuera un familiar cercano o un amigo querido.
¿Cómo puede ser que nos diferencien, más que la edad o el físico, las condiciones de vida? Sentía uno de los dolores que más detesto: sentir que no hice algo por cambiar algo injusto. Tanto Mario como yo teníamos hambre, cansancio, frío y dolor en los pies, pero yo escogí salir al centro y llegar a mi casa a comer y dormir. ¿Mario tenía esa opción?
Días después regresé con la esperanza de volverlo a encontrar y resolver las preguntas que se me quedaron astilladas es la conciencia, pero no lo encontré. Igualmente, no se necesita recurrir únicamente a don Mario para ilustrar una realidad tan común y dolorosa en Medellín: el trabajo informal en adultos mayores.
Para el trimestre de junio y agosto de 2021, el porcentaje de trabajo informal en 13 ciudades y áreas metropolitanas fue de 46,6 %, de acuerdo con cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE. Por poco, la mitad de la población trabajadora en las ciudades no tiene trabajo formal. Y hablando específicamente de la población mayor, aunque no haya una cifra específica, solo se requiere salir, mirar afuera de un restaurante o una estación del Metro. Ahí están, con sus cajas de mentas, chicles, cigarros y fruta; soportan el cansancio, el calor, la lluvia y la indiferencia; se vuelven parte del pavimento. Invisibles. En esta ciudad hasta envejecer dignamente es un privilegio.
Don Mario está entre el 40 % de trabajadores informales que día a día encontramos en parques, barrios y calles de la ciudad. La investigación Entre canas e historias: la vida cotidiana de los adultos mayores trabajadores informales del centro de la ciudad de Medellín, consolidó 24 entrevistas a trabajadores informales, mayores de 60 años, que frecuentan el Parque Berrío: “Los resultados indican que las edades con mayor participación en esta actividad están entre los 60-65 y 66-70 años y el nivel de escolaridad es bajo con un 25 % analfabeta y un 50 % con estudios hasta 5° de primaria”. Las jornadas laborales oscilan entre las 9 y 10 horas.
Ahí están, con sus cajas de mentas, chicles, cigarros y fruta; soportan el cansancio, el calor, la lluvia y la indiferencia; se vuelven parte del pavimento y la invisibilidad. En esta ciudad hasta envejecer dignamente también es un privilegio.
Este texto hace parte de nuestra alianza Editores de Ciudad y el periódico Uniendo Letras.