Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

Dos parceros se sientan en un parque de la ciudad, a medianoche, cuando la brisa fría acaricia la piel y el único sonido es el susurro de las hojas moviéndose. Un poste de luz parpadea a lo lejos, apagado por momentos, sumiendo el lugar en una penumbra casi mística. La conversación fluye como lo hace siempre en las noches de reflexión: sin rumbo fijo, pero cargada de algunos silencios que expresan más que las palabras.

De repente, algo cambia. El aire parece hacerse más denso, más pesado. Uno de ellos frunce el ceño y aspira profundamente. “Ey, parce, ¿vos sentís eso? Huele como raro”, dice, interrumpiendo el silencio. A lo que el otro, responde haciendo lo mismo, olfatea el aire como si buscara una respuesta. “Sisas, nea, como a hierro, de pronto… quizás sangre”, murmura, y su voz se pierde en el eco del parque vacío.

El comentario resuena en Damian, quien, después de un momento, asiente con un aire de resignación. “No me extraña para nada, esta ciudad ha olido a sangre desde siempre… A sangre perdida, olvidada.”

El tono de la conversación se torna más sombrío. Damian habla con la certeza de alguien que lleva mucho tiempo pensando en lo mismo, de alguien que ha visto cómo el pasado de la ciudad se mezcla con el presente. “Es que aquí han pasado tantas cosas y tan horribles que a uno solo se le queda ese olor grabado en las ñatas”, dice, como si intentara convencerse a sí mismo de que el olor nunca se ha ido.

Mael lo escucha, no del todo convencido. “¿Cómo qué cosas, nea?” Y entonces, Damian comienza a desenterrar recuerdos, memorias que preferiría olvidar. “Actos violentos, ¿sabés? Por ejemplo, aquella mujer que mataron hace como unos meses en el parque de Santa Elena, a piedra y cuchillo, y que todavía

no hay respuesta de quién haya sido. O lo que nos contaba mi mamita el otro día, que cuando joven vivía sola por allá arriba y al menos dos o tres veces por semana veía pasar un grupo de manes con un muñeco amarrado a un palo, botando sangre…”

La ciudad, esa misma ciudad que para muchos parece haber cambiado, sigue cargando un peso que no se hace más grande, más difícil de cargar y cada día menos encarado. Mael asiente lentamente, recordando historias propias, como la de la mamá de una amiga, que sobrevivió al atentado en la estatua de Botero en el parque de San Antonio. “Ella sigue viva de milagro”, dice, y su voz suena como si estuviera repitiendo algo que todavía no logra entender del todo. 

Hemos denominado milagro a todo acto bueno que se nos escapa del entendimiento, como si los comportamientos decentes pertenecieran a un ser divino y los actos indecentes fueran tan propios de los hombres que cuesta encontrar en ellos algo de generosidad, de bondad y sobre todo, como si los hombres, los mortales, entendieran cada día menos su mortalidad y desde el azar y sus ínfulas de divinidad les hicieran creer que pueden tomar la vida de otros y otras, sin importar las razones, solo porque tuvieron oportunidad de hacerlo.

Damian lo mira, la cara endurecida por la tristeza y la frustración. “Parce ¡qué gonorrea! Este olor me trae a la memoria esas cosas de las que no nos gusta acordarnos. Cosas malas que me han contado o que yo mismo he vivido… ¿Yo a vos te he contado de la cosa más horrible que alguna vez escuché?”, pregunta, sabiendo que la respuesta será negativa. Mael se limita a negar con la cabeza, un poco temeroso de lo que viene. Y entonces, Damian lanza la historia al aire como un dardo envenenado. “Eso me lo contó una tintera de este parque, que en los años 80 mataron a un man de por acá, lo descuartizaron vivo y con su cabeza montaron un sancocho que repartieron en una olla comunitaria, a la que, en especial, invitaron a la propia mamá de ese personaje.” 

Mael queda en silencio, incapaz de procesar las palabras que acaba de escuchar. “Nea… No sé ni qué decir, no me gusta pensar tanto en estas cosas”, murmura, tratando de desviar la conversación a algo menos crudo, menos doloroso. “Prefiero relacionar esta peste con algo menos crudo, como el aroma de la morcilla en casa de mi abuela o las marranadas en diciembre que hacen mis tías”, dice, buscando un refugio en la nostalgia de lo familiar.

Damian se deja llevar por ese desvío, aunque no del todo. “Es verdad, ya que lo mencionás, una vez cuando yo estaba pequeño, mi abuelo mató un becerro y se bebió su sangre en una totuma, dizque para curarse de la anemia. Y le sirvió, dice mi mamita que después de eso se le mezcló la sangre y por eso era AB+”, cuenta, esbozando una sonrisa triste, consciente de que están hablando de lo mismo, aunque con distintos nombres. Y ahí, en medio de ese vaivén entre el recuerdo y la resistencia, Damian suelta una verdad que le pesa en el pecho. “Parce, sé que he hablado de cosas muy feas, pero aunque tampoco me guste recordarlas, yo lo veo hasta necesario. 

Es que, si no tenemos presente lo que nos antecede, ¿Quién va a venir a salvarnos de que se repita? Si no lo hacemos nosotros mismos…”Mael lo mira, con esa mezcla de comprensión y cansancio que se vuelve común entre quienes han visto demasiadas cosas. “Sisas, a nosotros se nos olvidan muchas de esas cosas y yo creo que de eso no se habla tanto porque para muchos es doloroso recordar. Y si lo pienso bien, tampoco los culpo. Si me hubiera pasado a mí, yo habría intentado enterrar ese recuerdo”, responde, con la voz apagada.

Y entonces, Damian cierra el ciclo con una reflexión que golpea más fuerte que cualquier otro recuerdo. “Yo creo que es que nos obligan a olvidar, a no estar tristes para funcionar ‘bien’ entre muchas comillas, porque si no, no les servimos pa’ nada. Y no sé, yo no quiero eso”, dice, como quien está decidido a mantener la memoria viva aunque duela, aunque incomode, aunque el aire siga oliendo a sangre. 

La conversación se disuelve en la noche, como el humo que a veces envuelve la ciudad en su abrazo denso. Los dos parceros se quedan en silencio, sabiendo que el pasado sigue ahí, respirando junto a ellos, recordándoles que cada rincón de la ciudad guarda una historia que nadie quiere contar, pero que todos llevan consigo. Y que, por más que se intente ocultar bajo la bruma de los días, ese olor a sangre, a hierro y a historias no contadas, sigue presente, esperando a ser nombrado.

Por: Damián Ruda Franco y Juan Manuel Muñoz.

Este producto es realizado con recursos públicos priorizados por habitantes de la comuna 13, a través del Programa de Planeación de Desarrollo Local y presupuesto Participativo del Distrito de Medellín.