Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

En este barrio donde las calles serpentean entre casas coloridas y murales que narran historias de resistencia, hay algo que todos tenemos en común: la tienda de barrio, la de la esquina. Es ese lugar al que ya no se va solo a comprar un tomate para terminar de hacer el almuerzo, sino donde también se llega para ver una cara conocida, una sonrisa, una conversación rápida y, si tenemos suerte, conocer los chismecitos del barrio. 

Generalmente quedan en las esquinas, dando la bienvenida al barrio o despidiendo al que se va; casi todas están pintadas de colores vivos y nombres que hacen alusión a la cultura de la comuna, pero que nunca logran posicionarse porque la tienda de barrio, casi siempre, se conoce por el nombre de la persona que la atiende y siempre antecedido por un don o una doña o en los casos menos conocidos un vecino. 

En la mayoría de casos, las paredes ya son reemplazadas con carteles que visibilizan las promociones y casados de “Pony Malta con buñuelo” o “3×1 en polas”, que incluso se interponen entre sí… En la comuna, es común encontrar que la tienda del barrio es la casa de uno de los vecinos que fue osado y abrió una ventanita, que posteriormente enrejó dejando un pequeño espacio para entregar y recibir lo comprado… En algunos casos, dependiendo del tamaño, toca que salgan a entregar a la puerta y entonces se da cuenta uno que las tiendas de barrio, en últimas, son casas llenas de canastas de gaseosa o de cervezas.

Tienen algo de mágico; hablan de cierta idiosincrasia no solo de este barrio, sino del país entero, porque jamás escuchará uno a alguien decirle al cajero de grandes almacenes de cadena “me faltan 500, ahora se los traigo” y salir destapando el paquete de papitas o “Veci, me fía que le pago el 15” en voz baja, mientras “Don Chepe” termina de atender a la muchacha que se estaba comprando una gaseosa. “El 15 le pago” es un acuerdo tácito entre el tendero y el cliente. Un pacto de confianza, porque en el barrio la palabra se honra. Y así se convierte en refugio cuando el bolsillo aprieta, un lugar donde el crédito se mide en la confianza que se ha construido con los años, no en la capacidad de pago.

Los dueños de las tiendas de barrio se vuelven cómplices que comparten las intimidades de cada familia. Casi que se dieron cuenta cuando las muchachas se volvieron señoritas porque iban tímidas, entre dientes, a comprar un paquete de toallas higiénicas o cuando los muchachos empezaron a convertirse en jóvenes adultos, porque dejaron de comprar canicas o pitas para el trompo y empezaron a reunirse a tomar polas o gaseosa con pan después de un partido. Los dueños y dueñas de las tiendas de barrio son testigos del crecimiento de generaciones y cada cliente es testigo de cómo el hijo o la hija de a pocos, en muchos casos, va tomando el lugar del papá o la mamá. La tienda de barrio es un negocio familiar que se hereda desde el surtido, pero también desde la relación con la comunidad.

Ahora hablemos de la ñapa, un gesto pequeño pero significativo. Un recordatorio de que no todo en la vida se mide al peso justo, de que en los detalles se refleja la cercanía entre vecinos. Es ese banano que aparece en la bolsa después de una compra entre 10 mil y 20 mil o el confitico que le regalan al niño que espera impaciente mientras su mamá compra. Es la manera en que “el veci” le dice a uno “gracias por venir, sos bienvenida cuando quieras”. Y es que en la Comuna 13, las tiendas de barrio no son solo un lugar para comprar; son un espacio de afecto y solidaridad, un rincón donde los problemas se sienten menos pesados, donde el gesto de la ñapa y la posibilidad de fiar son un
símbolo de que no importa cuán difíciles sean los días, siempre hay alguien que entiende y extiende una mano. 

En un mundo donde cada vez más dependemos de grandes superficies y transacciones digitales, las tiendas de barrio de la Comuna 13 resisten. Resisten con cada ñapa, con cada vez que fían, con cada conversación cruzada entre los cinco huevos y salchichón que son empacados en la misma bolsita negra y los paquetes de galletas. Y en esa resistencia, mantienen vivo el espíritu de un lugar que ha aprendido a sostenerse en la cercanía y el apoyo mutuo.

Por: Laboratorio de comunicaciones Ciudad Morada.

Este producto es realizado con recursos públicos priorizados por habitantes de la Comuna 13, a través del Programa de Planeación de Desarrollo Local y Presupuesto Participativo del Distrito de Medellín.