Vigilar el poder, mapear el placer y habitar la ciudad

Mientras me adentro a uno de esos estrechos pasajes de la Comuna 13, con sus paredes llenas de pinturas, colores y una que otra despintada, gris o pálida, los murmullos entre vecinos, el sonido de los televisores con sus novelas, una que otra mezcla de géneros musicales sonando a toda, como si de competir se tratara, las risas y gritos de los niños que juegan a la pelota simulando un gran partido, las conversaciones entre hombres que lavan sus motocicletas en sus aceras. Aquí, en cada esquina, hay un amigo, una historia, un motivo para seguir adelante.

Si hablamos de geografía, las casas se amontonan unas sobre otras, encaramadas en laderas empinadas, mientras los estrechos callejones se
convierten en los hilos que conectan a la comunidad. En estos terrenos, difíciles y complicados, que alguna vez fueron escenario de conflictos, hoy los muros son lienzos que cuentan historias de lucha y evolución, plasmadas a través de grafitis, arte y el profundo amor por el barrio.

Y sí, los callejones son el corazón de la 13, caminar por cada uno es sentir la cercanía y el calor de los vecinos, ese olor a resistencia que posa en el aire. Aquí cada casa se abraza con una sola pared. Las sostienen ladrillos construidos a la prisa, y quizá en desesperación por llegar a un terreno desconocido que se vuelve refugio, habitado por gente imparable con voluntad de no rendirse. Y es que aquí en la 13 se siente el palpitar de cada callejón como una arteria, un paso estrecho y largo entre paredes.

La mañana en los callejones se despierta lentamente, como un suspiro tímido que se mezcla con el aire fresco de los primeros rayos de sol. Los ecos de los pasos se sienten suaves, apenas audibles entre las paredes estrechas. Las sombras largas se recogen en las esquinas, mientras las primeras voces se alzan, un murmullo que comienza a llenar el vacío. Un pequeño puesto de buñuelos abre sus puertas por el callejón del hueco ubicado en Antonio Nariño, un barrio popular de la 13, invitando a quienes pasan a detenerse por un instante, empacar para llevar a sus trabajos o simplemente pararse a comerlo mientras la mañana trasciende entre el silencio de la noche y el bullicio que vendrá.

Por la tarde, el callejón cambia. La luz del sol ya no es tan suave, sino que se cuela con fuerza a través de los orificios de aquellas paredes estrechas y húmedas, iluminando cada grieta y cada rincón. Los pasos se hacen más apresurados; el ritmo de la vida comienza a acelerarse. 

A lo lejos, se escuchan las voces de los vecinos que se cruzan, de los que conversan mientras caminan, o de aquellos niños que después de sus colegios buscan salir a jugar. Las paredes, que al amanecer parecían susurrar con suavidad, ahora parecen murmurar historias de los que las han tocado, de los que las han vivido. La tarde es una mezcla de luz dorada y de ruido lejano, como un perfume a nostalgia…

Cuando la noche cae en la comuna y todo se vuelve relativo y cambiante; cada noche es diferente; sin embargo, en cada esquina de los estrechos pasajes, se siente la mirada penetrante de los muchos del barrio, que, aunque cuidan también, evalúan. Un aire de preocupación, un juego entre la confianza y la desconfianza, donde quienes visitan son bienvenidos pero siempre bajo la lupa. Te miran, te analizan, y en algún momento, si eres una cara nueva, te lanzan una pregunta que parece casual, pero que revela su curiosidad. “¿De dónde sos?” o “¿Qué te trae por acá?”. El visaje se nota, la tensión sube, pero es el rol que te toca asumir si entras a terrenos no tan conocidos. 

Aquí nadie pasa desapercibido, todos nos volvemos parte del paisaje, las conversaciones se comparten con un guiño, un gesto, una alzada de cabeza; los callejones de la 13 son un lugar donde la vida es cruda, pero vibrante.

Por: Laboratorio de Comunicaciones Ciudad Morada

Este producto es realizado con recursos públicos priorizados por habitantes de la comuna 13, a través del Programa de Planeación de Desarrollo Local y Presupuesto Participativo del Distrito de Medellín.