Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

EN EL FINAL ERA EL VERBO

Como si fuera sombra de sombras que se alejan las palabras,

humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,

así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.

Son menos que las últimas berras de un color, que un suspiro en la hierba:

fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.

Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar, nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?

Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues

de la revelación

o que fundaba mundos de visiones sin fondo para sustituir

los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.

¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos

los alfabetos de la muerte?

¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?

Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza

de otro abismo,

cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido

de víboras,

pero dispuesta a tejer y a destejer desde su propio costado

el universo

y a prescindir de mí hasta el último nudo.

Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,

urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo

alucinante de los dioses,

reversos donde el misterio se desnuda,

donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos

nombres,

sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.

Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera

escarchada,

traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,

bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas

o el de las hormigas.

Miraba las palabras al trasluz.

Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.

Quería descubrir a Dios por transparencia.

OLGA OROZCO

Argentina, 1920 – 1999

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