Vigilar el poder, mapear el placer y habitar Medellín

DRAGONCITO

UNO

Su vida era normal. Todas las mañanas con un latido presuroso al escuchar el despertador, abría sus ojos mirándose el rostro reflejado en el espejo de la habitación. La pierna izquierda, ortopédica tropezaba con todos los objetos en el piso. La derecha, entumida, resistía el cuerpo que se balanceaba como columpio de tendones, de arriba hacia abajo… De arriba hacia abajo. Recogía las muletas y los pasos comenzaban a escucharse más fuertes, multiplicados; sin saber su fin. Se sentaba, después de darle tres vueltas a la cama, tomando en sus manos un pequeño espejo. Luego, de un cajón que nunca pude abrir, sacó una alcancía que semejaba un dragón en miniatura. De la cabeza salían dos cornetas.

 

DOS

Cuando salíamos a la playa, volvía con su pierna izquierda oxidada. Caminábamos despacito… Despacito. Pero nunca como su piel. Nos sentábamos a descansar al mismo tiempo que el sol descansaba de nuestra playa, viajando a otro lugar. Cuando quedaba un solo rayito presente, cuando las olas se enfurecían, cuando las gaviotas retornaban a las rocas y los cangrejos se nos acercaban, tomaba los brazos Saday y le ayudaba con las muletas. El último rayito quebraba nuestras sombras sobre la arena mientras regresábamos a casa. Las voces de los lugareños comenzaban a escucharse como un enjambre de avispas. Saday conservaba aún los rasgos de la juventud; su piel era suave. Yo debía poner mi cuerpo sobre los recuerdos.

 

TRES

Saday tenía la brillantez de las estrellas, la tersura de la pluma; la belleza de la gacela. –Maldita–. Yo era un batallón de arrugas; mi cuerpo se escondía de todo lo existente; feo y deteriorado. Mis años no pasaban en vano, en cambio los de ella parecían congelarse como frutos en invierno. Saday… Diferencias imposibles entre gemelas. Gemelas por los infiernos sexuales de una golfa como fue nuestra madre. Gemelas hasta la adolescencia. Saday, la última en salir el día del parto, envejecía con más lentitud, como en cámara lenta. Pasaba la mano por mi rostro agrietado y envidiaba la mocedad de Saday.

 

CUATRO
La habitación de Saday era una completa orgía de pinturas, diplomas, cuadros, libros, discos de música rock. En las paredes, varios afiches abstractos, inentendibles. Una mujer en embarazo despertaba inquietudes en los visitantes que observaban la puerta. En una pared que antes era hueca, existía ahora un armario con dibujos de bestias y su número fatídico, anticristos, demonios, y un hombre desnudo que pintó con la sangre que alcanzó a recoger cuando le amputaron la pierna. Tres murales se apoderaban de la cuarta pared alternando con la ventana y el espejo que rodeaba la habitación. En las noches discutíamos como si fuera necesario, la música rock, los gritos de paranoica, los inciensos que invocaban los cristales del mal, la quebrazón de vidrios; la casa era un alarido, una completa demencia enjaulada. Los vecinos que tocaban la puerta pidiendo silencio acaloraban mi carácter, y corría violentada hacia la puerta de su habitación, que permanecía cerrada aunque yo estuviera ahí parada lanzando groserías contra la maraña que adentro soltaba Saday con vapores de locura.

 

CINCO

Sonó el despertador, y ella se levantó presurosa, dio las tres vueltas a la cama y luego tomó el espejo. Abrió la puerta antes de sacar a “Dragoncito”. Yo, que no me atrevía a entrar, me escondí en el baúl de la ropa mientras ella absorta, recorría con las manos temblorosas todo su cuerpo. Vacilando un poco, sobaba la pierna inerte. Sus manos seguían ascendiendo, tomando sudores y vellos púbicos, luego arrastraban con el recuerdo del ombligo, de los senos, del cuello, y ahí, en su rostro, se detenían; se alejaban una distancia precisa donde los ojos pudieran observarlas sin dejar escapar ningún detalle. Ahora las empuñaba sin dejar escapar ningún recuerdo de su cuerpo, lanzándoles un aliento que brotaba cálido y tímido de su boca, introduciéndolas hasta los nudillos en las cornetas de “Dragoncito”… Calculado un tiempo apreciable, Saday comenzó a balbucear frases inaudibles. Mi respiración escapaba fuerte y temblorosa, pero Saday parecía en trance. Con susto de verla, como en luna llena, mi cabello dio la bienvenida a nuevas canas. Saday, terminando su ritual se regaba en el piso y, comenzando a soltar babas blancas, amarillas, de todos los colores, como rabiosa, paralizaba su cuerpo. Una lucecita salió de los ojos de “Dragoncito”, dirigiéndose al cuerpo de Saday, electrizándolo, recorriéndolo de pies a cabeza. Luego retornaba, apagado, a su interior.

 

SEIS

Sin resistir el enigma que descalabraba mi curiosidad, un día caminé como mariposa hasta la habitación. La puerta, cerrada; ninguna luz se fugaba del interior. Yo acababa de subir del sótano donde planeaba mi ataque. Saday se encontraba en la playa. “Dragoncito” debería encontrarse en el cajón que nunca pude abrir. Hasta ese día… Un resbaladizo toque giró la perilla de la puerta, dando luz al espejo que multiplicaba mi silueta oculta hasta entonces. Oculta del viento, del sol, de dios que no existió nunca. Oculta de todo. Fraudulenta, avanzaba con miedo y al mismo tiempo con placer; al fin sabría el contenido de “Dragoncito”. La cómplice de un cuerpo gemelo que emanaba rosas y lirios como en primavera. Al contrario del pergaminoso cuerpo gemelo que no produce sino repugnancia como el mío. Un aullido creciente pareció oírse, cuando una varilla desgarró el cajón donde Saday escondía a “Dragoncito”. La textura interior era fascinante: Terciopelo, oro y diamante, rodeaban la alcancía. Y un olor a resurrección salía del fondo. Con nerviosismo tomé a “Dragoncito” y de un golpe tumbé sus cornetas. La habitación temblaba, y una fuerza oculta violentó mi cuerpo. Aunque continué dándole golpes a “Dragoncito”, sólo conseguía desfigurarla sin abrirla. Con cada golpe que daba me sentía más ahogada. La habitación daba vueltas y ríos de sangre corrían por el piso, inundándolo. Un grito como de ultratumba se oyó en el momento en que logré reventar el vientre de “Dragoncito”. Relámpagos, aullidos, gritos alarmantes, llenaron entonces la habitación, y una luz verde invadió la cama de Saday; el tiempo regresaba a su cuerpo al momento que este aparecía como salido de la nada. Esquelético, macabro, frío… Los ojos de Saday quedaron abiertos como témpanos, mirando en dirección a los míos, como clamando venganza. Sus manos quedaron abiertas, llenas de telarañas. Escorpiones y ratas caminaban sobre su cuerpo, y gusanos, miles de ellos, se introducían en su rostro, como pudriéndose.

 

 “Una vez en aquel lugar,

invocaron al Demonio,

al que suplicaron

les mostrase el verdadero lugar

donde sus antepasados vivieron…”.

S. A. W.

 

 

Dragoncito, fue publicado por primera vez en Trabajo de Taller II de la Biblioteca Pública Piloto, y en el magazín de El Colombiano, Medellín, en 1985. Escrito originalmente en el pensamiento, mientras iba en un bus de Envigado, en 1984.

Compartir:

Facebook
Twitter
WhatsApp

También te puede

interesar

Revolución del lenguaje
Xenofobia
Peladxs parlantes
Mientras desayunamos