La niña entró temblorosa. Sus tías la habían llevado al despuntar el día. Se fueron dejándole unas chupetas y una chocolatina. Lloró toda la noche. A la mañana siguiente la encargada de la habitación la cogió con fuerza del brazo y la llevó donde la señora rectora, doña Margarita, para denunciarle que la niña no había dejado dormir a nadie. La rectora apretó los tubos circulares y se acercó hasta la niña. Le dijo que le pasara la regla que estaba en el escritorio. La niña obedeció. Cuando la señora gorda y adusta tuvo la regla en su poder, le pidió a la niña que estirara las manos y le pegó tan duro como pudo. “¡Ahora sí tiene un motivo para llorar!”. La niña efectivamente rompió en llanto y, al ver que le repetirían la salvaje lección, salió corriendo. Al final de uno de los pasillos la detuvieron y de castigo la pusieron al sol, en el extremo del patio, sosteniendo dos diccionarios enormes con los brazos levantados en cruz. Eso duró toda la tarde. La rectora ya murió. Ahora otro paralítico asusta a los niños desde su silla. Mi madre nunca me pegó con ninguna regla. Me dijo que la vida era cuestión de hacer bien las cosas. Sean las que sean.
Fotografía por Vórtice Rebel, en la librería La Valija de Fuego (Bogotá)
Piolín, gracias maestro.
Gracias a ti, Jorge, por leer.